– ¿Dudas? -preguntó el cónsul.
– Busco en mis recuerdos. Pero no he reparado absolutamente en nada, padre. He visto muy poco a ese hombre y siempre se ha comportado de la forma más conveniente.
«No me cree -se dijo-. Lo sabe. Pero hay que negar, negar, negar siempre.»
– ¿Estás segura de no haber hecho algún gesto equívoco que haya podido confundir a un corazón vulgar, incitándole a perturbar tu pudor?
– ¿Yo, padre? -dijo abriendo desmesuradamente sus ojos azules.
Alix se conocía lo suficiente como para saber que sus pupilas podían ser agua de roca o un lago en cuyas profundidades se podía ver palpitar el engranaje de su corazón.
«Si no lo sabe -se dijo-, verá la pureza de una ingenua en el brillo de mis ojos, y si lo sabe, un cuchillo.»
El señor De Maillet se relajó, se acercó a Alix, tomó una mano entre las suyas y la acarició como hubiera hecho con un animalito.
– Ya sé que mis preguntas son demasiado duras -dijo-, pero intento protegerte. Temía que hubieran llegado a tus oídos las palabras de ese individuo.-¿Qué palabras, padre? -dijo ella retirando la mano.
– Nada. Despropósitos de borracho. Ese hombre es un miserable, como casi todos los aventureros que vienen a parar a esta colonia, desgraciadamente. Por eso te defiendo cuanto puedo de cualquier compañía.
– Se lo agradezco, padre -dijo Alix que, más tranquila después de ese primer asalto, optó por lanzarse al contraataque-. Gracias a usted, nadie ha perturbado nunca mi virtud. Pero el inconveniente es…
– Tú dirás.
– … que aquí me aburro enormemente.
– Lo sé -dijo el señor De Maillet, que se alejó unos pasos, dio media vuelta y volvió hacia su hija-. No pensaba comunicártelo tan pronto pero da igual -añadió-. La cuestión es que he emprendido algunas diligencias para que en muy poco tiempo, sí, en muy poco tiempo, no te aburras nunca más.
– ¿Qué diligencias?
– Te casarás.
Los amantes carecen de juicio, y por un instante creyó que su padre iba a anunciarle que Jean-Baptiste…
– La noticia te desconcierta, lo comprendo -dijo el cónsul-. Piensa sin embargo que ya es tiempo.
Alix hizo una prudente reverencia para demostrar que acataba la voluntad de su padre.
– ¿Y puedo saber a quién ha concedido mi mano? -preguntó con una voz humilde.
– A alguien a quien verás llegar muy pronto. No digo que venga de Francia únicamente con tal propósito, pero casi. Es un hombre de una excelente familia, y nuestro pariente Pontchartrain responde personalmente de sus méritos, lo que no es poco.
Alix hizo otra reverencia y no preguntó nada más, una actitud que el cónsul acogió con alivio a la vez que con sorpresa. No temía recibir una negativa, pues estaba seguro de su autoridad, pero siempre podían haber gimoteos, preguntas y un abanico de emociones que, sin ser un obstáculo, habrían supuesto una engorrosa complicación. «Uno se imagina siempre que el corazón de las jovencitas es más complicado de lo que es en realidad -pensó-. Pero si están bien educadas, todo es sencillo.» El señor De Maillet miró a Alix, aquel irreprochable producto del orden y de la familia, y se enterneció.
– Padre -dijo-, espero ver a ese hombre del que me habla y nodudo de que sabré reconocer sus cualidades, al parecer tan meritorias.
El señor De Maillet sonrió afectuosamente.
– No obstante -prosiguió la joven-, supongo que mi matrimonio no se celebrará de hoy a mañana, y hasta entonces me gustaría que me concediera un favor.
– Tú dirás, hija.
– Verá, el clima de El Cairo me extenúa, estoy desmejorada. Mire qué palidez. Y me parece que incluso para atraer la mirada de un pretendiente…
– ¿Qué dices? Yo te encuentro resplandeciente.
– Es porque me he puesto arrebol. Además, una no se entera todos los días de que va a casarse. Tal vez sea eso lo que ahora me da estos colores. Pero créame, padre, me siento muy débil.
– Aún nos quedaremos en El Cairo algunos años más. Tendrás que acostumbrarte -dijo el señor De Maillet con un tono perentorio-. Si te casas con el hombre que te digo, tal vez puedas irte a otra parte. Pero te prevengo que es un diplomático de Oriente y puede ser que un día tengas que sufrir aún más incomodidades. ¿Te imaginas recluida en una legación en Damasco o Bagdad? ¡No conoces esas ciudades! Al menos aquí está el aire del Nilo…
– Precisamente, padre. Eso es todo cuanto deseo. No echo de menos la sociedad de El Cairo. Sólo necesito un poco de naturaleza, de aire libre. Usted posee una residencia en el campo, a una legua de Gizeh. Permítame pasar allí unos días con mi madre y algunos criados.
– Esa casa no es salubre -dijo con prontitud el cónsul-. Hay mosquitos muy dañinos en el río y enfermarías de fiebres.
– En verano. Pero en el invierno es saludable. Me parece que su antecesor iba dos meses al año.
«En el fondo -se dijo el cónsul- lo esencial es que no ponga reparos en casarse. Así que habrá que darle alguna recompensa a cambio. No fomentemos la rebeldía allí donde, por el momento, todo son buenas disposiciones.»
– No quiero que tu madre se ausente de El Cairo. El consulado no puede estar mucho tiempo sin ella.
Era un curioso cumplido, aunque auténtico. Al decir «el consulado», el señor De Maillet se refería evidentemente a sí mismo.
– En ese caso, iré únicamente con los criados -dijo Alix.
– ¿Con quién? ¿Con esa lavandera que no se separa ni un instante de ti y de la que no me han hablado muy bien?«El odioso Macé se ha explayado a gusto», pensó Alix.
– ¿Qué tiene que reprocharle, padre? -dijo recurriendo de nuevo a sus grandes ojos, que mantuvo medio abiertos y completamente fijos en los del cónsul.
– En todo caso -dijo él desviando la mirada- dos mujeres no pueden quedarse solas en aquel lugar. Necesitarás dos guardias de los nuestros, y le pediré al agá unos jenízaros para que custodien la linde del parque.
– Así que acepta…
– Para que tengas un buen color -dijo su padre con el semblante huraño-. Y con la condición de que regreses en cuanto te lo pida, pues el hombre que esperamos no se demorarará mucho.
Alix aceptó las condiciones y desapareció, satisfecha por haber salido airosa de aquel trance.
El señor De Maillet dio las órdenes pertinentes y, satisfecho también de la entrevista, pasó el resto de la mañana escribiendo tres cartas, una al canciller Pontchartrain y las dos restantes a conocidos suyos para ponerles en guardia contra Poncet. Describió al hombre como un borracho, un cuentista de quien no se podía creer una sola palabra, un crápula sediento de ambición. El cónsul dejaba claro que tenía grandes dudas respecto a la veracidad del relato del viaje a Abisinia, e incluso sugería que aquel mitómano probablemente ni siquiera habría ido más allá de la frontera de Senaar. Los argumentos que el señor De Maillet esgrimió sobre este último punto eran bastante pobres, pero la Providencia quiso que reuniera algunos más los días siguientes.
Al igual que ocurrió después de la partida de la misión del padre De Brévedent, el superior de los capuchinos, aquel gigantón hirsuto que se hacía llamar don Pasquale, volvió a presentar de nuevo sus quejas al cónsul. Se había enterado de que el padre Plantain y los abisinios habían viajado a Versalles y protestaba contra lo que denominaba el «favoritismo de Francia hacia una congregación en particular». El señor De Maillet le respondió con toda amabilidad diciéndole que no tenía favoritismos con nadie y que estaba a su disposición para apoyar los esfuerzos de su orden, en cualquier otra circunstancia, si podía.
– Esto viene como anillo al dedo -dijo el cura italiano-. Pronto mandaré una missione hacia Abisinia.
– ¿Otra vez? -exclamó el cónsul.
– Por el momento nos quedamos en Senaar, y persona ha entrado piü lontano. -Y añadió con perfidia-: Ni siquiera vostro protegido.
– ¿Mi protegido?
– ¡Sí, el signore Poncet!
El cónsul parecía estar muy interesado y le hizo repetir al padre Pasquale sus palabras. Éste confirmó que, según las informaciones fidedignas de sus hermanos en Senaar, después de huir de la ciudad, Poncet sólo había estado a unas diez leguas de la frontera, en un pueblo abisinio que hacía las veces de aduana, que no le habían permitido ir más lejos, que había esperado allí varios meses, que incluso se había casado por los ritos de la región con una indígena, lo cual no era difícil, y que había regresado contando fantasías sobre un emperador que no había visto jamás.
El señor De Maillet, jubiloso al oír el relato, preguntó al capuchino por qué no había acudido antes a contarle aquello, y el hombre respondió con insolencia que si a los franceses les complacía ponerse en ridículo tratando de embajador a un viejo cocinero armenio, él no tenía por qué privarles de semejante placer. Pero añadió que había informado a Roma y que todos los capuchinos sabían la verdad, incluidos los de París.
– Lo que me está diciendo es de la máxima importancia -opinó seriamente el cónsul-. ¿Dispone usted del testimonio de los hermanos que están en Senaar? ¿Acaso han escrito?
– En el monasterio tengo una longa lettera del superior de Senaar.
– Se lo imploro -prosiguió prontamente el señor De Maillet-, déme una copia de esa carta. Aún puedo poner coto a este asunto.
El capuchino no decía nada, esperaba algo. Mientras tanto, el cónsul, que había picado en el anzuelo, intentaba saber más.
– Evidentemente -dijo-, tiene usted mi palabra de que me comprometo a poner todos los medios a mi alcance para secundar su misión.
– ¿Su palabra?
– La tiene.
– Bene. Usted tendrá la lettera hoy notte -dijo el padre Pasquale, que por fin tenía lo que había ido a buscar-. Volveré dentro de qualque giorni para splicarle il nostro piano y nostri bisogni.
Dichas estas palabras, el italiano se despidió del cónsul con tanta grosería como la que había mostrado al entrar. Pero al señor De Maillet empezaba a gustarle,esta franca rudeza que contrastaba tanto con la insidiosa cortesía de los jesuítas.
Fue preciso una semana para que un tropel de criados acondicionase la villa de Gizeh. Abrieron todas las ventanas y dejaron entrar el aire hasta que llegó a todos los rincones de las habitaciones más pequeñas. Después procedieron a las fumigaciones para evitar las fiebres. Por último equiparon todo con la loza y las sábanas limpias que habían llevado en dos carretas.