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Mientras tanto, Jean-Baptiste jugaba a las cartas con los comensales de Le Beau Noir, con los pies junto a la chimenea, iba a pasear a las horas de sol a los jardines de las Tullerías, y al regreso regaba las semillas de hibiscus que había plantado en una jardinera. Al día siguiente de su llegada vio al primer paciente, el hijo de una sirvienta que el señor Raoul, el hospedero, había llevado personalmente a su habitación. El niño estaba aquejado de unas fuertes anginas, y Jean-Baptiste le proporcionó unos remedios sin cobrar. A los dos días el enfermo se había curado, algo que la naturaleza había conseguido por sí misma pero que el médico tuvo la habilidad de anotarse en su favor. Se ganó una buena reputación muy deprisa, y aquello empezó a reportarle beneficios.

Así fue como Jean Baptiste cultivó su fama en dos ámbitos muy diferentes durante su primera semana en París. Por un lado la de embajador, en la residencia de los príncipes que no le conocían; y por el otro la de curandero, en el barrio pobre donde pasaba el día. Lo cierto es que incluso adquirió una más, que ignoraba y que no decía nada bueno en su favor. Debido a la demora de la audiencia real, la correspondencia del señor De Maillet y de los capuchinos de El Cairo dio alcance a los viajeros y empezó a consumar su labor de zapa. A partir de ese momento el conde de Pontchartrain tuvo en su poder argumentos consistentes contra ellos, y un grupo de clérigos, más vinculado a Roma que a los jesuitas, propaló el rumor de que ese asunto de la embajada era una invención, un cuento, y Poncet un impostor.

El padre Plantain consideró necesario acabar con aquella odiosa campaña de descrédito, por muy modesta que entonces fuera. Era imprudente esperar la audiencia del Rey, que podía retrasarse, pues Su Majestad preparaba el viaje de su nieto para España y debía proporcionarle a marchas forzadas algunas nociones sobre la tarea de gobernar. Así que el jesuíta llamó a Poncet al colegio Luis el Grande. Éste apareció una mañana, aprovechando el lapso entre dos visitas a enfermos, con las mejillas enrojecidas por el frío.

– Querido amigo -dijo el padre Plantain con fervor-, algunas mentes celosas (sabemos bien quiénes son, ya que nuestra orden está acostumbrada a sus críticas henchidas de odio), tienen el descaro de poner en duda su viaje a Abisinia. Así pues debemos dirigirles un desmentido formal y rápido. Habida cuenta de que ya estamos aquí, debería tener usted la amabilidad de entregarme la carta que le dio el Negus. La mandaré traducir inmediatamente, será autentificada y la publicaremos en las gacetas que, por una vez, servirán a la verdad y a nuestra causa.

El aire de París había distraído a Jean-Baptiste hasta el punto de que al caminar hacia la calle Saint-Jacques se había ensimismado tanto viendo pasar los rápidos cabriolés, las cuadrillas de los mosqueteros vestidos de gris y las calesas donde se distinguían damas en flor, que había olvidado completamente el asunto de los jesuitas y concretamente la carta que se había inventado. En realidad sólo se trataba de un trozo de papel que había garabateado él mismo y cuyo sello no era sino la marca que había dejado en la cera un viejo atizador.

– ¿La carta del Negus? -repitió con la mirada perdida.

Entonces se acordó.-¡Ah, sí, ya estoy en ello. Perdóneme, padre, pero es que el frío me entumece los sentidos. En fin, eso es imposible.

– ¿Y por qué?

– La he perdido.

La expresión de estupefacción que se dibujó en el rostro del padre Plantain no habría sido mayor si un rayo hubiera caído en la habitación, hundiendo el techo.

– ¡Y me lo dice así, con esa naturalidad! Perdida… ¿Pero se da cuenta de la situación?

Luego, recobrándose, el hombre de negro añadió con una voz poderosa:

– ¡Encuéntrela! Esto es increíble. Mire por todas partes. Vuelva a Marsella si es preciso y mire en el suelo.

– No -dijo Poncet, que quería acabar con aquella farsa ahora que la había soltado-. Se lo aseguro, no serviría de nada. La perdí en el barco.

– Enviaremos un correo a Marsella. Tal vez la galera esté aún allí. En caso contrario podría alcanzarla un crucero.

Jcan-Baptiste sacudió la cabeza.

– Le digo que es inútil.

Tomó una silla, se sentó de lado con un codo sobre el respaldo, con la naturalidad de un conversador de taberna y empezó con su relato:

– Habíamos rodeado la isla de Cerdeña. Recuerdo bien que usted estaba en el castillo de proa, como era su costumbre. Creo que rezaba, no, leía un misal, eso era. En la superficie del agua se veía el rastro blanco de unos peces de tres pies. Se diría que nos seguían. Yo fui a las cocinas a buscar unos mendrugos para lanzárselos y observar si desviaban su curso.

– ¿Y entonces? -dijo el jesuita completamente abatido.

– ¡Entonces, sí! Se desviaban, iban a atrapar el pan y luego…

– ¡Al diablo con los peces! -exclamó el padre Plantain-. ¿Y la carta?

– Se cayó de mi bolsillo.

– ¿En el puente?

– No, al agua.

El religioso se apoyó en la mesa de roble para no caerse.

– ¿Y me creerá si le digo -continuó Poncet con tono animado- que vi a tres de esos monstruos saltar sobre el papel y disputárselo?

El jesuita se llevó la mano al corazón. Apenas respiraba.

– ¿Qué le ocurre? -preguntó Jean-Baptiste-. ¿Se encuentra mal?

Le indicó que se sentara en su lugar en la silla y llamó para que trajeran un vaso de ron.

El padre Plantain se recuperó rápidamente de su malestar, porque era un hombre fuerte. Pero el otro cura que había venido en su ayuda hizo comprender a Poncet que valía más que los dejara solos, pues su mera presencia arrancaba gritos de furor a aquel desgraciado.

Jean-Baptiste volvió a marcharse con el semblante circunspecto. Pero en cuanto dobló la esquina del hotel de Conti, estalló de risa en plena calle.

Hasta entonces había hecho sus clientes entre los malandrines que frecuentaban Le Beau Noir. Algunas habitaciones estaban ocupadas por modestos hombres de negocios y extranjeros cuyos asuntos se desconocían. La taberna atraía a cocheros, soldados y todo un mundillo de gente de los mercados vecinos a quienes el señor Raoul trataba con familiaridad. La noche en que Jean-Baptiste volvió de Luis el Grande, el tabernero le esperaba para llevarle a casa de un misterioso enfermo de quien le habló con una voz quebrada de respeto.

El hombre vivía en la misma calle, casi enfrente de la taberna. Pero la alta fachada de piedra de su morada contrastaba con el perfil de hierro de Le Beau Noir y las casuchas vecinas.

– Hace medio siglo -dijo el posadero-, cuando el Rey aún no había prohibido los duelos aquí, la casa a la que vamos era el centro de reunión de esgrima de todo París.

– Oh -exclamó Poncet-, tendría que haber traído una espada.

– Afortunadamente no tiene nada que temer -le dijo el señor Raoul, deteniéndose antes de llegar a la puerta del hotel para hacerle a Poncet ciertas revelaciones antes de entrar-. Un burgués muy honorable que fue durante mucho tiempo magistrado en el Parlamento compró la casa. Su mujer murió veinte años atrás durante una epidemia. Se dice que aquello fue el motivo de su ateísmo, pero a mí eso me tiene sin cuidado. Lo que sí es seguro es que educó muy bien a sus dos hijos, que ahora ya son mayores y que vienen muy de vez en cuando. La hija está casada con un extranjero y vive fuera del país; en cuanto a su hijo, sirve en un regimiento en la India. Vive solo y es un hombre más bien alegre que gustadle salir y recibir visitas. Pero hace seis meses que enferma con frecuencia. Sus crisis son tan fuertes que grita de dolor. A veces se le oye desde mi casa, y ahora duerme en la otra ala para no asustar a los viandantes cuando grita. Los médicos le han desangrado impunemente, no sólo el cuerpo sino también la bolsa. Si siguen así lo matarán, además de arruinarlo. No obstante podemos estar tranquilos de que harán las cosas en condiciones y que antes lo arruinarán. Se ocupa de él una sirvienta. Por fortuna es una santa mujer que sólo quiere su bien. Le he hablado de usted. Ayer tuvo otra crisis y esta mañana ha venido corriendo para decirme que su señor estaba dispuesto a ponerse bajo sus cuidados.

Dicho esto, el señor Raoul avanzó hasta el portal y tiró de una cadena de hierro. Una campanilla, muy lejana, sonó en los corredores vacíos. Un momento después apareció la sirvienta. Era una mujer con el rostro surcado de arrugas aunque conservaba la mirada bondadosa y brillante de la juventud. Llevaba un delantal anudado a la cintura y una simple cofia de batista.

– Para tu señor, Françoise -dijo el posadero.

Al oír el nombre, Jean-Baptiste se ensimismó un instante y el pensamiento de Alix le atravesó como una puñalada. Pero se recobró enseguida. La sirvienta los condujo por largos pasillos amueblados con baúles de roble, sombríos y abandonados ahora, aunque se podía imaginar que en el pasado había vivido una familia y se habían oído gritos de niños. Subieron una escalera que rechinaba y entraron en una habitación decorada con terciopelo carmín con motivos adamascados.

Acostado en sábanas de lino les esperaba un hombre de gran estatura, con el rostro redondo y el pelo canoso y cortísimo. Al verles esbozó con gran esfuerzo una tenue sonrisa en su máscara de dolor.

Poncet pidió al posadero y a la sirvienta que esperaran fuera. Examinó al enfermo, que le indicó con el índice dónde se localizaban las punzadas, apretando los labios en un intento desaforado para no gritar. Jean-Baptiste le hizo preguntas muy precisas, diciéndole que respondiera sí o no con la cabeza. Por fin, cuando tuvo una idea clara de la naturaleza del mal, se marchó no sin antes advertirle que volvería al día siguiente por la mañana.