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– No debe desesperarse -dijo Sangray-, con esa gente hay que resistir. Lo importante es que obtenga un tallo moderado, aunque sea desfavorable. En la retaguardia estamos trabajando para usted. A pesar de todo, tengo una buena noticia que darle: el duque de Chartres se ha prestado de buen grado a leer el manuscrito de los recuerdos que me confió hace tres días. A principios de la próxima semana tendré noticias al respecto. Tiene poca influencia sobre el Rey, pero es un hombre que posee el don de encender grandes incendios por una causa.

– Me parece que la hoguera arde ya con un hermoso fuego -dijo Jean-Baptiste con un tono lleno de amargura.

El día siguiente era un domingo. El interrogatorio debía retomarse el miércoles, y Sangray fue a ver a Jean-Baptiste a las diez.

– Ya sabe qué poco me gusta influir en las conciencias -dijo en voz baja-. Pero seguramente sus dos ángeles de la guardia hacen un informe sobre usted que tendrá su peso. Su presencia en mi casa es contraproducente. Y si además no va usted a la iglesia…

Jean-Baptiste se aplicó el consejo y llevó a sus vigilantes al oficio de las once en San Eustaquio. Conocía muy poco la liturgia para oír algo más que no fuera el dulce murmullo, realzado por los cánticos y por la belleza de las bóvedas malvas bañadas en la tenue luz de diciembre. Aquel ambiente lo sumió en un ensueño que le devolvió a la infancia. Pensó en su madre, a quien aseguraba no haber conocido, aunque en realidad era una sirvienta pobre a quienes sus señores no habían permitido criar a su bastardo. Nunca supo de quién era bastardo. Pero el niño que ignora su filiación vuelve siempre su mirada hacia el castillo; se imagina descender de un rey o de un duque antes que de un miserable; y en el caso de que fuera un desgraciado, habría de ser el más terrible de todos, el príncipe de los matones, el más generoso, el más invencible de los bandidos de honor. Jean-Baptiste no sabía realmente qué debía ver detrás de esas palabras que empezaban por «Padre nuestro que estás en los cielos…». Le proponían pensar en un Ser único a él, que había imaginado tantos personajes y que los había cambiado tan a menudo, a capricho de su imaginación. Pero para los niños sin padre, los cielos están vacíos, o demasiado llenos, que viene a ser lo mismo.

Hasta los doce años recibió los dulces cuidados de su abuela, que vivía en el campo y se ganaba el pan trenzando cestas de juncos. Todas las imágenes femeninas de la Iglesia irradiaban su luz a partir de aquella fuente común. Si le hubieran propuesto adorar a una diosa en vez de a un dios, habría tenido la energía para convertirse en papa. «¿Quién habría salido ganando con el trueque?», pensó sonriendo para sus adentros.

De acuerdo con el curso de la ceremonia que discurría a su alrededor, Jean-Baptiste se sentaba, se levantaba o se arrodillaba. Las patas de las sillas crujían sobre las frías baldosas cada vez que se producía un cambio de posición. En el momento de la comunión, el joven que servía al sacerdote hizo sonar la campanilla. El sonido agudo resonó en el aire trío como un tañido fúnebre. Jean-Baptiste vio salir vaho de su boca mientras estaba de rodillas. Inclinó la cabeza y de repente se quedó sorprendido ante una de esas evidencias que se presienten antes incluso de formularlas y que de repente nos llevan a convertirnos en otra persona.

«Estoy de rodillas -pensó con los ojos desorbitados como quien contempla un gran descubrimiento-. Sí, desde que emprendí la misión de Etiopía estoy de rodillas. O tal vez desde que vi a Alix por primera vez. De todas formas, volvemos a lo mismo. Yo era un hombre libre. Nunca había permitido que me sometiera ninguna autoridad. La primera vez que vi al cónsul, fue él quien vino hasta mí; yo estaba encaramado en el árbol y también era yo quien le hacía el favor de escucharle. Y ahora estoy de rodillas…»

Entretanto, el sacerdote hizo una señal y los feligreses se levantaron. Jean-Baptise oyó a sus espaldas el ruido de los mosqueteros que volvieron a ponerse de pie. Así que él hizo lo propio.

«Y ahora estoy de pie, pero es porque me lo han ordenado. Aunque esté sentado o de pie, siempre me encuentro de rodillas, o sea sometido. Espero que el cónsul quiera concederme a su hija; espero que el Rey me dé un título nobiliario; y espero que esos profesores me juzguen. Y como van a condenarme, como el Rey no hará nada bueno por mí, como el cónsul me negará a su hija, estoy de rodillas, y no ante la gente que me quiere sino ante la autoridad más malintencionada. Lo peor es que no me creo nada. No creo que sea un honor ser nombrado noble por un rey que dispone de ese favor para someter a sus semejantes. No creo que esta religión valga ni más ni menos que otra, y aunque reconozco que todo el mundo tiene derecho a creer en ella, si así lo desea, niego a la Iglesia toda autoridad para forzar las conciencias, empezando por la mía. Y a pesar de todo, estoy de rodillas.»

El sacerdote había dado su bendición a los fieles, que se dispersaban a paso apresurado con las manos metidas en los pliegues de sus abrigos. Estos miraban al pasar a aquel joven alto y ausente, que los dos mosqueteros parecían estar esperando.

«Y todo esto tiene su raíz -continuó diciéndose Jean-Baptiste- en que primero me puse de rodillas ante el cónsul. Ésa es la razón de todo, está clarísimo. Ése fue mi primer error, ése fue el momento concreto en que abjuré de mi libertad. Me he comportado como si fuera legítimo que un padre poseyera la voluntad de su hija. He pretendido amar a alguien y. en el mismo momento he negado su existencia y me he mofado de su libertad. Nuevamente he puesto la vida de Alix y la mía en las manos de ese padre despreciable. ¡Estoy de rodillas!»

– No -dijo tímidamente uno de los mosqueteros.

Jean-Baptiste se dio cuenta de que había pronunciado esta última frase en voz alta y enrojeció.

– Vamos, señores -dijo recobrándose-, siempre hay que inclinarse ante la voluntad de Dios.

Luego los condujo fuera, detrás de él.

Este episodio, por muy anodino que pueda parecer, ejerció una profunda influencia sobre Jean-Baptiste, pues unas horas más tarde ese germen iba a propiciar su conducta futura.

– La libertad no se pide, se toma -dijo esa noche a Sangray.

A partir del día siguiente, se propuso llevar a la práctica aquella aseveración.

Un acontecimiento que se había producido tres días antes adquirió un valor inestimable a la luz de aquel nuevo día. Jean-Baptiste proseguía sus consultas, que ni siquiera había interrumpido la proximidad del proceso; sus paseos se limitaban a eso. Los guardias subían con él hasta el umbral de las habitaciones, donde atendía a los enfermos, pero no entraban. El señor Raoul era como una especie de secretario para él pues todos informaban al hospedero de los casos, y era él quien calibraba la urgencia y la gravedad de cada uno. Aquel día, el tercero antes de la audiencia, el señor Raoul le dio una dirección a Jean-Baptiste, a la vez que le aconsejó ser extremadamente cauteloso. Valga decir que había mostrado un semblante extraño para hablar de aquel asunto.

En el cuartucho sórdido y oscuro donde el médico se había presentado vivían cuatro personas: una mujer sin edad, vestida miserablemente, dos niños huraños, agazapados en un rincón, y el enfermo. El hombre, que se llamaba Mortier, se empeñó en asegurar al principio que le había atropellado un carro. Pero a Jean-Baptiste no le resultó difícil hacerle confesar que una flecha había causado la herida con dos orificios que le deformaba la pantorrilla. Entraba por la puerta de Meaux con grano cuando le sorprendieron los arqueros que hacían la ronda. Jean-Baptiste tranquilizó al contrabandista prometiéndole que guardaría el más completo silencio. Luego le aplicó unas fuertes tinturas en la herida, hizo un aposito y le administró al paciente unas buenas dosis de ipecacuana. El hueso no estaba afectado, simplemente había que vencer la calentura. Al día siguiente el enfermo sudó mucho, y al segundo día pudo comer de nuevo.

11

El segundo enfrentamiento de Jean-Baptiste con el jurado se inició con un estado de ánimo radicalmente opuesto al primero. Aunque los hombres de ciencia estimaban por unanimidad que el supuesto viajero había respondido mal, percibían la fuerza de su argumentación y la inconsistencia de las pruebas sobre las que podían basar una recusación, toda vez que habían sacado provecho del paréntesis de aquellos días para sumirse en sus estudios y poner a punto un cuestionario más atinado. Por el contrario, Jean-Baptiste llegó a la audiencia muy sonriente debido a la alegría que le había proporcionado su reciente resolución. El pequeño paseo le animó; había estado en compañía de sus guardianes, dos buenos mozos oriundos de la Picardía, más o menos primos entre sí, a quienes su jefe les permitía hacer el servicio siempre juntos.

El interrogatorio se abrió con una pregunta del sacerdote, que no había abierto la boca la sesión anterior. Era un hombre gordo muy miope que sujetaba la hoja contra la nariz para leer el texto que había preparado antes de levantar sus grandes ojos nublados hacia la sala. Deseaba que se precisara la alimentación de los abisinios. Dejando aparte la complicación de la frase, su pregunta era bastante sencilla e incluso necia. Y Jean-Baptiste respondió con educada desenvoltura. Siguieron varias preguntas que apuntaban al detalle y que mostraban con qué esmero los eruditos habían estudiado las escasas crónicas disponibles relativas a Abisinia. La sesión se tornaba aburrida, pero de pronto se animó con una pregunta sobre las leyes orgánicas del reino.

– La regla, como aquí -dijo Jean-Baptiste-, es la primogenitura. Los hermanos, primos y sobrinos del Rey, que podrían ser el instrumento de una rebelión, son neutralizados. Mientras que en otros lugares se prefiere hacerlos caer en los excesos, allí son encarcelados en lo alto de una montaña.

– ¿Y haría usted el favor de decirnos dónde se hace caer a los hermanos del Rey en los excesos? -preguntó el presidente.

La alusión al pobre duque de Orleans era demasiado clara para hacer más puntualizaciones. Jean-Baptistc sonrió.

– Pues… no sé. Será cosa de los aztecas, supongo.

Los miembros del jurado se miraron perplejos. Aquellas groseras provocaciones eran indignantes, y al mismo tiempo una ocasión sin igual. Si volvieran a repetirse, les permitirían apartarse del terreno inconsistente de la ciencia y de la filosofía para encontrarse con el del ultraje y por lo tanto, acto seguido, con la policía, simple y llanamente. Había que insistir…