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A todo esto cabe añadir la proximidad de Françoise, que servía de correo entre él y el consulado, y aunque cada vez sentía más ternura por ella, aún no sabía si podía expresarle sus sentimientos sinceramente.

Cuando Françoise le comunicó por fin que Alix tenía la intención de marchar a Francia, supuestamente para entrar en un convento, y le pidió su ayuda para liberar a la joven durante el camino y acompañarla a buscar y socorrer a Poncet, el maestro Juremi sintió como si saliera un sol radiante, pese a los previsibles peligros de la empresa.

Finalmente iba a poder luchar, moverse, saber. Nada era menos impropio de un hombre con su gallardía que aquella vida sedentaria, donde todo eran disimulos. Enceró las botas, limpió amorosamente la espada y las pistolas, y cantó de alegría.

Dado el giro que habían tomado los acontecimientos, el único que no encajaba en la nueva misión era Murad. Tras haberle recomendado paciencia, el protestante cambió de opinión bruscamente y le aconsejó que volviera a Abisinia. Incluso se ofreció a facilitarle los medios, es decir, a procurarle monturas y algún dinero.

En ésas estaban, pues Murad no acababa de decidirse aún, cuando dos desconocidos se presentaron una mañana ante su puerta.

Eran dos francos que nadie había visto jamás en la colonia pues según manifestaron habían llegado la víspera.

– ¿Es usted Su Excelencia el señor Murad, embajador de Etiopía? -preguntó el mayor de los dos visitantes, un hombre de unos cuarenta años, delgado, con el rostro tremendamente serio e inmóvil, incluso cuando hablaba.

– Por supuesto -respondió Murad incorporándose, pues hacía mucho tiempo que nadie le había dirigido la palabra con tanta cortesía y respeto-. ¿En qué puedo servirle?

– Hemos llegado de Palestina, de Jerusalén exactamente -continuó el hombrecillo impasible-. Me llamo Hubert de Monehaut, y mi colega Grégoire Riffault. Somos hombres de ciencia. Él es geógrafo y yo arquitecto.

El otro visitante, más joven, asentía a todo cuanto decía su compañero. Su único rasgo digno de atención eran unos ojos muy abiertos, como dos platillos de porcelana, con los que miraba fijamente a Murad.-Hemos oído hablar de un plenipotenciario de la corte de Abisinia que había fijado su residencia en El Cairo, así que hemos venido hasta aquí con la esperanza de obtener un favor de Su Excelencia.

– Haré todo cuanto esté en mi mano -dijo Murad, halagado en su vanidad, y para expresarlo adoptó la misma pose ligeramente rígida, con el cuello torcido, que había observado en el señor De Maillet durante las audiencias.

– Gracias de antemano, Excelencia, gracias -dijo el primer visitante, haciendo una profunda reverencia, que imitó con un leve desfase el hombre de los ojos de porcelana.

– Nosotros -continuó el portavoz- somos miembros de una expedición organizada bajo los auspicios de la Real Academia de las Ciencias de España. Otros cuatro sabios se reunirán con nosotros a finales de esta semana. Llegan de Europa y ya nos han comunicado su presencia en Alejandría. Los seis tenemos previsto personarnos en el país que usted representa aquí, Abisinia. Queríamos pedirle a Su Excelencia el favor de presentarnos ante el Emperador.

Murad apretó las cuentas de madera del rosario que llevaba en la mano izquierda. «Dios mío -pensó-, son mi salvación.»

– Señores, con mucho gusto les ayudaré en su misión -manifestó con gravedad-A condición no obstante de conocer el motivo. Tal vez ignoren que el Negus, mi señor, acoge con estrictas reservas la entrada de extranjeros en su reino.

– Lo sabemos, Excelencia. Pero nuestras intenciones no son otras que las de unos hombres ávidos de conocimiento. Para el geógrafo, el interés se centrará, por ejemplo, en el trazado de los cursos de agua; para el médico, puesto que también hay uno entre nosotros, en la descripción de las principales afecciones. En resumen, cada uno se propone satisfacer la curiosidad natural que suscita en mentes como las nuestras una tierra desconocida.

– Espero que no irán a buscar oro -dijo Murad con un tono severo.

– Para decirlo todo, Excelencia, este viaje nos costará más de lo que nos reportará, al menos en dinero contante y sonante. No, mire usted, oro tenemos.

«Esto me complace», pensó el armenio.

– Pues bien, señores, haré algo mejor que anunciarles ante el Negus.

– ¿Mejor, Excelencia…?

– Sí, yo mismo los llevaré hasta él.

– ¿Será eso posible? -exclamó Monehaut.

– Se da la feliz coincidencia de que me han abordado ustedes precisamente un día antes de mi partida. Sí, así es, porque mañana debo regresar junto a mi señor.

– ¡Mañana! No podremos estar preparados tan pronto.

– Por desgracia -dijo Murad con tono majestuoso-, me es imposible esperar.

– Necesitamos una semana para reunimos con nuestros colegas y comprar el material de la expedición.

– Señores, estaría dispuesto a retrasar el viaje, pero les repito que es imposible. Pueden creerme.

– ¿Me permitiría preguntarle la razón? Tal vez pudiéramos…

– Oh, señores, la razón es muy sencilla. Para cumplir mi misión, el Emperador me proporcionó una cierta cantidad de dinero, que hoy se ha agotado. Y no me parece adecuado aceptar ayuda de una potencia extranjera. El cónsul de Francia me ha ofrecido una, que he rechazado con toda la contundencia que exige mi honor de diplomático. Por lo tanto, debo partir.

– Comprendemos -dijo el visitante impasible-, pero en el caso de que Su Excelencia tuviera a bien esperar un poco, nosotros nos haríamos cargo de los gastos, en razón de haber prolongado su estancia. En cierto modo, sólo se trataría de aceptar que le reembolsáramos la deuda que contraemos con usted.

– En ese caso -dijo Murad-, no habría inconveniente.

El hombrecillo sacó de su levita una bolsa de cuero con increíble rapidez, discreción y tacto, y la depositó a los pies del embajador.

Acordaron que esa cantidad a cuenta iría seguida de otros pagos en el supuesto de que hubieran retrasos, pero los sabios se comprometieron a no demorarse más de ocho días.

– Un último detalle, Excelencia -dijo el señor de Monehaut-. Desearíamos que el cónsul estuviera al margen de nuestros preparativos y que ignorara nuestros proyectos. En estos momentos, España y Francia están hermanadas, pero mañana…

– Pierda cuidado -dijo Murad.

Los dos hombres le saludaron con mil y un agradecimientos. En cuanto hubieron salido, Murad se precipitó sobre la bolsa, contó doce escudos abuquires y saltó de alegría.

Aquella misma noche se gastó seis en un caravasar.

4

El caballero Le Noir du Roule se sintió profundamente afectado por los acontecimientos acaecidos en el consulado. Al principio el miedo a verse envuelto en el escándalo lo dejó paralizado. Pero luego, al ver que salía indemne, el terror se retiró como una marea y descubrió con extrañeza que seguía deseando a Alix con pasión, e incluso se atrevió a cometer la tremenda imprudencia de volver a llamar a la puerta de la futura religiosa, por la noche, para implorar sus favores. Ya no salía; la tenía en mente a todas horas y hasta intentaba hacerse el encontradizo, sin éxito alguno, todo sea dicho, dado que ella seguía enclaustrada en su habitación. En resumen, conociendo los síntomas de la pasión como los conocía por haberlos burlado muchas veces, tuvo que aceptar que estaba enamorado. Esa debilidad lo abrumó. Le parecía que todas las negligencias eran perdonables excepto ésa, que es motivo de la estúpida dependencia respecto a un ser que casi nunca nos merece, y cuya conquista, muy a menudo, ni siquiera sirve a nuestros intereses.

El cónsul se percató del decaimiento del pretendiente despechado. El señor De Maillet se atribuía a sí mismo gran parte de culpa de aquella decepción y empezó a prodigar al caballero pruebas de una desaforada amistad, pues el pobre desgraciado parecía haber perdido hasta las ganas de irse de embajada. El cónsul no aludió más al proyecto, pero continuó reuniendo los fondos de la caravana, a la vez que mandaba comprar presentes para los príncipes de los territorios que habría de atravesar. En definitiva, hacía todos los preparativos para el día en que Du Roule saliera de su melancolía. Entretanto le recibía mañana y tarde en su gabinete con palabras consoladoras.Nada en el mundo reafirma tanto en sus penas a uno como el hecho de compartirlas. A fuerza de oír hablar constantemente al cónsul de los malos tragos que envía la Providencia a los corazones sensibles para ponerlos a prueba, Du Roule se apiadó mucho más de sí mismo. Pero la aburrida retórica del señor De Maillet era muy anticuada. Así pues, su descalabrado yerno terminó por exasperarse de tanto oír las excelsas y piadosas referencias del amor caballeresco que evocaba el cónsul, y que según él sólo le tocaban en suerte a los nobles paladines. Para hacerle callar, a Du Roule le entraron ganas de decirle que, en lo referente a su hija, sólo deseaba dos cosas: poseerla otra vez toda una noche y ser él quien la abandonase después.

Se guardó mucho de expresar tales intenciones, pero al formularlas para sus adentros tomó conciencia de que quizá su estado de ánimo no era el de un enamorado como él creía, sino que más bien el de quien había sufrido un revés, en sus apetitos y en su amor propio. Al igual que un herido vuelve a tomar alimento después de hacer una lúcida constatación de sus lesiones y concluir que va a sobrevivir, también Du Roule volvió a sentir más estima por su persona cuando admitió que no había sucumbido al amor. Decidió entonces sobreponerse con coraje. Al día siguiente llevó la banca jugando al faraón en la casa de un mercader y perdió un buen pico. Comió y bebió en exceso y acabó la noche entre dos almeas en el lupanar de una dueña turca bien surtida de bellezas jóvenes. En una palabra, dejó de abandonarse.

Entonces Alix se le apareció de nuevo a la luz del sano juicio con el que debería haberla considerado siempre, es decir, como una lunática que estaría perfectamente en su sitio en un convento, puesto que allí tendría tiempo de rumiar durante toda su vida el recuerdo de los breves momentos de éxtasis que él había tenido la bondad de compartir con ella.

Por prudencia, Du Roule se guardó muy bien de que el señor De Maillet advirtiera este súbito cambio de comportamiento. Fingió recuperar la salud poco a poco, mientras el cónsul se esforzaba en fortalecerla manifestándole su afecto más que nunca. Desde Francia llegaron unos despachos alentadores que confirmaban el interés del ministro por la embajada de Abisinia, de modo que el señor De Maillet se creyó autorizado a sacar de la caja del consulado considerables cantidades de dinero y dárselas por adelantado a los viajeros para que no les faltase nada. A los ojos de todo el mundo, y en primer lugar de los etíopes, esta misión debía revelar, al primer golpe de vista, su caráctcr oficial. Así pues, todo la distinguiría de la comitiva harapienta que, en su día, había capitaneado Poncet y el supuesto criado Joseph.