La caravana de la embajada de Du Roule estaría formada por veintitrés camellos de la mejor raza, ricamente ensillados o albardados y que encabezaría un moro, llamado Belac, mandadero del rey de Senaar. El cónsul aceptó con pesar deshacerse de Frisetti, el primer dragomán, que también acompañaría a la comitiva. En cuanto estuvo repuesto por completo, Du Roule pidió permiso para elegir libremente al resto de los viajeros. Sin informar al cónsul, tomó como brazo derecho a un joven francés llegado a El Cairo el año anterior, cuya máxima distinción era el número y el arraigo de sus vicios. Du Roule había conocido a Rumilhac -ése era su nombre- gracias al juego, donde brillaba por desplumar a la sociedad bastante ingenua de los burgueses de El Cairo. El diplomático, a quien nadie podía dar lecciones de lo que era un fullero, desenmascaró fácilmente a aquel truhán. Pero en vez de denunciarle, decidió ir a medias con él, de modo que aún creció más la reputación de los caballeros, hasta que la pareja fue considerada invencible. Rumilhac era joven aún para tener la cintura grácil y bien prieta, pese a su gran afición a la bebida, pero una minúscula red de venillas malvas en sus pómulos, como si fuera una hez, constituía el primer poso de los excesos.
Du Roule escogió a otros dos individuos de la misma calaña, si bien sus defectos no eran tan brillantes: un anciano policía que había abandonado el servicio por oscuras razones y que vegetaba en El Cairo, y un joyero de Arles, probablemente encubridor y falsificador que había optado por retirarse. Todos eran afamados por no ser trigo limpio, pero además tenían en común su insolencia y la excesiva afectación en sus maneras. El señor De Maillet, a quien nadie se los había presentado antes, consideró a los elegidos con poco entusiasmo. No obstante, tuvo que reconocer que si bien las referencias dejaban que desear, al menos el grupo tenía una buena presencia. Como bien le dijo Du Roule para convencerle y terminar de darse postín:
– Es algo completamente fuera de lo común encontrar verdaderos caballeros para afrontar tantos peligros.
A este grupo bien definido, con mucho nombre y poco oficio, se unieron diez faquines reclutados entre las ovejas descarriadas de la colonia: desertores, lacayos, fugitivos y mercenarios de toda condición, con los que Du Roule pensaba formar su cuerpo de batalla.
La primera tarea de los dos jefes de esta tropa fue gastar las ayudas del consulado en comprar el cargamento de la caravana.La política de Du Roule era simple, y sus socios la entendieron a la primera: la embajada era el pretexto, y el objetivo el comercio. Se trataba de restringir en lo posible los presentes y abastecerse más bien de mercancías que pudieran venderse o cambiarse. De ese modo, durante el viaje harían fructificar los fondos y amasarían una fortuna que trocarían en Abisinia por una fortuna aún mayor. Eso a menos que allí las condiciones no les parecieran oportunas para hacer un uso más ambicioso de ella, como comprar un ejército, alianzas y, por qué no, el poder propiamente dicho. De entrada, empezó a gestarse una abierta amistad entre los futuros viajeros, y Du Roule se convirtió en el objeto común de sus lisonjas. A tenor de su inmensa intemperancia y de su intrépido cinismo, nadie dudaba de que era un príncipe, y de que ellos le acompañaban hacia su reino.
En lo tocante a los peligros que comportaba la empresa, éstos se habían hecho una idea bastante precisa de lo que les esperaba. Por su pasado de aventureros, cada uno de ellos estaba perfectamente convencido de haber salido airoso de peligros que no se podían comparar con nada. Para hacer frente al hambre y a la sed, bastaría con equiparse convenientemente. En cuanto a los indígenas, aquellos conocedores del Levante tenían al respecto una opinión muy clara, forjada en el trato con numerosos servidores nubios, sudaneses y otros cafres que pululaban por la colonia. Con ellos nunca había conflicto alguno que una buena somanta de palos no pudiera erradicar. También se equiparon con una buena cantidad de sables, pistolas y arcabuces, no tanto para protegerse como para vender a los salvajes, que sabían habituados a la inocente manía de exterminarse entre sí.
Por lo demás, en las relaciones con los indígenas, había que contar sobre todo con sus mujeres, que eran más audaces que los hombres y quienes llevaban la voz cantante. Para ellas compraron a un precio insignificante telas teñidas, matracas e incluso espejos deformantes, recién traídos por un mercader veneciano, como los que había en Europa, en las ferias.
Mientras se realizaban estos preparativos, Alix proseguía con los suyos, que eran más modestos, aunque no por ello menos minuciosos. A ese fin le pidió a su padre que le permitiera quedarse en su habitación. Éste le concedió el favor aliviado. Después de haberse atracado con los pensamientos más reconfortantes de Epicteto, que devoró durante aquellos últimos días, el señor De Maillet pensaba haber adquirido el desapego del estoico, que ignora con orgullo el dolor y la vergüenza. No obstante, estas predisposiciones de ánimo eran aún poco consistentes, pues bastaba con que el hombre se golpeara con una puerta para que descargara sobre ella toda su ira a bastonazos. Con todo, aquello no eran más que ligeras secuelas y, para él, su hija ya había dejado de existir. La señora De Maillet no tenía la misma voluntad. Su marido se lo reprochaba, si bien el cónsul la había dejado en la inopia del horrible crimen que Alix le había confesado, de modo que su madre sólo lloraba la vocación. ¿Qué habría pasado si hubiera tenido que lamentarse de semejante deshonor? Alix recibía a la pobre mujer una vez al día, a última hora de la tarde, y dejaba que inundara de lágrimas la silla cabriolet tapizada de seda rosa donde, tiempo atrás, se había sentado a leer. Durante el resto de la jornada sólo abría la puerta a Françoise. Furioso contra ella, y en absoluto convencido de su inocencia, el señor De Maillet había prohibido a la lavandera confidente que acompañase a su hija a Francia, si bien tenía autorización para hacerle compañía hasta que se fuera.
Juntas prepararon un extraño ajuar de novicia. Acordaron que el día de su partida Alix se vestiría con una túnica de tela beige oscuro, austera como el convento, para evitar cualquier sospecha. Pero ya se habría puesto unas enaguas de terciopelo, una blusa amplia y un cinturón de cuero, donde guardaría las pistolas. En su baúl, debajo de una primera capa de triste lencería, conforme a las exigencias de una vida dedicada al rezo, Alix había escondido un par de botas de cuero flexible que Françoise había encargado hacer, a la medida de su propio pie, que era exactamente igual al de la joven, en la ciudad árabe. A esto había que añadir espuelas de estrella y una daga con mango de marfil. Por último, Françoise, como siempre, le había llevado un florete que el maestro Juremi había afilado para la ocasión, oculto debajo de las faldas. Sólo faltaban las pistolas, la pólvora y las balas de plomo, que llegarían poco después en un cesto de ropa blanca.
Habían tardado diez días en realizar todos estos preparativos, pues toda prudencia era poca. Alix estuvo lista por fin. Cuando tomaba sus comidas, que la cocinera le subía en una bandeja, miraba pensativa por la ventana. Se preguntaba cuándo llegaría por fin el barco. El año seguía su curso. Febrero se terminaba y un tibio calor caía suavemente sobre Egipto. La savia volvía a ascender a los abóles. Un día la zarza ardiente del jardín se colmó de puntitos rojos y floreció de repente, coloreando todo el césped. Y ella vio el presagio de que pronto estaría con Jean-Baptiste. Ya no le quedaban lágrimas para lamentarse y sufrir. Por mucho que ahondara en sus pensamientos, dentro de su ser sólo había una incontenible impaciencia.
De todos los viajeros que se movían por El Cairo, Murad fue el primero en marcharse. Pero antes quiso saludar al cónsul, que le recibió amablemente. Sus espías le habían comunicado la presencia de seis viajeros, y él dedujo que se trataba de los jesuítas que había anunciado Fléhaut. Las instrucciones del ministro eran guardar silencio sobre ese asunto, así que el señor De Maillet las cumplió escrupulosamente. Por otra parte, también él quería que su embajada quedara al margen de las iniciativas religiosas, costara lo que costase. De modo que le deseó buen viaje a Murad y le transmitió verbalmente los mejores deseos del Rey de Francia para el Emperador, si es que le veía…
– ¿Por dónde piensa dirigirse para volver a ese país?
– Excelencia, vamos hacia el sur hasta Djedda, luego a Massaua y desde allí seguiremos la ruta de Gondar.
– Así que optan por la vía marítima.
Aquélla era una buena noticia. Al menos no molestaría a Du Roule y, con un poco de suerte, llegarían más tarde que su protegido.
El maestro Juremi saludó calurosamente a Murad, pues ya no temía abandonarlo en una situación poco propicia. La Providencia lo había salvado in extremis. El protestante no conocía a esos sabios que acompañaban a Murad. Aunque una sombra de duda pasó un instante por su mente, el maestro Juremi no tuvo la debilidad de intentar averiguar la misteriosa identidad de aquellos hombres. Se sentía aliviado por la suerte del armenio, y ya tenía bastantes preocupaciones con la delicada misión que le había encomendado Alix para añadir más complicaciones donde tal vez no las hubiera. Una hermosa mañana soleada, Murad y sus comandatariüs partieron a caballo hacia Suez. Los tres abisinios iban detrás, nuevamente en una calesa.
Dos días más tarde, un incidente estuvo a punto de hacer peligrar el plan de Alix. Un correo de Versalles acababa de llegar al consulado, lo cual era señal de que poco antes había entrado un barco en Alejandría. El viaje era por tanto inminente.
Presa de una última duda, Alix quiso saber si las cartas recién llegadas contenían alguna información respecto a Jean-Baptiste, pues tenía el vago temor de que aquel alejamiento les hiciera tomar iniciativas contradictorias que, tal vez, complicaran más las cosas en lugar de resolverlas.