Cuando llegaban al extremo de una calle ancha bordeada por la entrada monumental de dos mezquitas otomanas, oyeron abrirse súbitamente un postigo de madera en el segundo piso de una casa. Vieron entonces a una joven en la ventana con una mano a modo de visera sobre sus ojos entornados, como una ciega. En la casa de enfrente chirrió otra ventana, y un anciano inclinó hacia la calle su cabeza arrugada cubierta con un keffieh ladeado. Enseguida se abrieron otros postigos, y un negocio entreabrió sus puertas.
– ¿Por qué se levantan ustedes tan tarde? -preguntó el maestro Juremi en árabe al anciano que había aparecido por encima de sus cabezas.
El hombre buscó a la persona que le estaba hablando. También tenía los ojos prácticamente cerrados y no debía de ver nada.
– ¡Estoy aquí, en la calle! -exclamó el maestro Juremi.
– ¡ Ah, seguramente es usted extranjero! -contestó el viejo.
– He llegado esta misma mañana.
– Por eso no sabe que la peste nos ha golpeado.
De repente el protestante recordó que en El Cairo le hablaron de que se habían dado varios casos de peste en algunas ciudades, aunque la enfermedad no había franqueado el istmo de Suez. Y como en aquel entonces no tenía la intención de tomar aquella dirección, lo había olvidado.
– Hoy es el último día de la cuarentena -dijo el viejo egipcio-. ¿Ha visto muchos cadáveres en las calles?
– Por ahora ninguno -contestó el maestro Juremi-. Y todo el mundo parece estar sano.
En aquel instante empezaron a abrirse todas las ventanas, desde donde los vecinos se saludaban alegremente unos a otros. En las calles se escuchaban yuyús y gritos de alegría. También se habían descorrido los cerrojos de las puertas y una multitud de niños, mujeres y hombres más o menos jóvenes, aturdidos aún por la oscuridad y la reclusión, bailaban en la calle, tropezaban y chocaban entre sí con la torpeza de los ciegos, entre risas sonoras.
Los tres viajeros pasaron desapercibidos entre aquel tumulto. Encontraron forraje para los caballos y frutos secos para ellos. A la vista del mal momento que atravesaban los negocios, les vendieron muy contentos y a buen precio la mercancía.
Por precaución, el maestro Juremi repitió vanas veces al vendedor que se dirigían hacia Suez. Y en efecto, al salir de la ciudad tomaron la direción del golfo. Pero igual que el día anterior, también dejaron la carretera para detenerse en un palmeral que terminaba en la linde de una pequeña duna. Esta vez durmieron sin dificultad, y se marcharon de nuevo con el aire fresco de la noche. En lugar de continuar por el camino, volvieron hacia atrás, cortaron por el este hacia el desierto y siguieron el rastro árido del Sinaí.
La vegetación los abandonó casi al instante. A su alrededor no había más que la sombra azulada de las piedras del desierto que salían como estelas de su lecho de arena. En aquel terreno hubiera sido mucho más adecuado tener camellos, pero sus caballos se habían portado muy bien, a pesar de las piedras cortantes que tapizaban el suelo. Cruzaron un primer oasis en medio de la noche pero decidieron no detenerse.
Los tres seguían la senda de estrellas sembradas para ellos en el cielo. El maestro Juremi miraba a menudo a Françoise y, para no ofender a Alix, cuya tristeza respetaba, trataba de no sonreír demasiado a su amiga.
7
Por detrás de la ciudadela, residencia del pachá de El Cairo, una callejuela oscura se extendía a lo largo de las altas murallas del palacio. Estaba prohibido practicar la menor abertura de ese lado -ya fuera puerta o ventana-, pues aquello era una suerte de canal o de foso que serpenteaba entre dos muros lisos, correspondientes por un lado a la parte trasera del edificio, y por el otro a los muros tapiados de las casas de la ciudad. Una patrulla de guardia hacía la ronda por allí día y noche y, salvo ellos, nadie más habría osado aventurarse por aquellos parajes siniestros. Sin embargo, a media distancia del extremo de aquella calleja, es decir, en el punto más alejado de la misma, una pequeña poterna de madera tachonada de clavos y sin cerradura exterior daba acceso a los patios del palacio a través de la gruesa muralla. Con el correr de los tiempos, los pachás habían hecho de esta discreta entrada un uso particular que traicionaba el carácter de cada uno de ellos. Algunos, como Hussein, muerto al caerse del caballo poco después de que la primera misión partiera hacia Abisnia, sólo abrieron esta poterna para salir de incógnito a pasear por la ciudad, para oír hablar libremente a la gente y para urdir intrigas a la manera de Haroun Rachid. No obstante, otros la mantuvieron permanentemente cerrada y custodiada. Éste fue el caso de aquellos que temían por su vida, y las más de las veces fueron también los que terminaron asesinados pues Alá conoce los designios ocultos de los hombres y los atiende siempre. Había también quienes se servían de la poterna para introducir a ciertos individuos que no habrían sido recibidos oficialmente en el palacio. Este era el caso de Mehmet-Bcy, que se encomendaba con devoción, esperanza y consuelo a todos los muftís e imanes rigoristas que hubiera en Egipto, aunque enciertas ocasiones se mostraba menos intransigente y consentía algunas discretas visitas, que eran introducidas por la poterna.
Abastecido regularmente por cuatro mujeres musulmanas, a las que había dado doce hijos con no menos regularidad -contando sólo los supervivientes-, Mehmet-Bey no podía desprenderse por desgracia de otra necesidad, la de poseer extranjeras, costumbre que había contraído durante sus campañas guerreras en Europa. En aquella época bendita aunque ya lejana todo era fácil porque recibía bellas infieles como botín, y a nadie se le ocurría disgustarse por ello. Las había tenido de todos los tipos y de todas las edades, pero a decir verdad eso le importaba poco. Por encima de todo le complacía el hecho de montar a esas mujeres que adoraban a otro dios, independientemente de que fueran católicas, judías, ortodoxas o paganas. Hacía aquello sin renegar de su fe, pues nunca se sentía tan humildemente útil al Profeta como cuando esparcía su semilla de verdadero creyente en los surcos labrados antes por otros, a quienes privaba así de su cosecha. Los muftís estaban al corriente del ardor casi misionero del pachá, de modo que no se ofendían. No obstante, las conveniencias y el delicado equilibrio de las creencias en esta parte del Imperio exigía que cediera a esas inclinaciones con toda discreción. Y a tal objeto servía la poterna.
Pero hacía ya unos meses que el cuerpo de Mehmet-Bey, sometido a los rigores de toda una vida de guerrero, le hacía sufrir hasta el punto de no tener la energía y las ganas de mandar traer alguna infiel, por muy bella, joven y hereje que fuera. Hacía pues tres meses que sólo pasaban por la poterna los médicos, y el maestro Juremi era el más apreciado de todos.
Iba tres veces a la semana, en días fijos, cuando empezaba a anochecer. Los centinelas lo sabían, y en cuanto decía la contraseña, «Eléboro», le dejaban pasar. Aquella noche, como de costumbre, se presentó envuelto en un amplio tabardo y oculto bajo un sombrero de fieltro. Dijo la contraseña y pasó por la poterna. Un criado vestido de blanco y con los pies desnudos condujo al médico a través de unas gradas de mármol hasta un pequeño patio, y después de pasar debajo de una arcada ojival labrada con motivos moriscos lo introdujo en un pabellón octogonal cuyas paredes estaban decoradas con mosaicos azules.
Del armazón de cedro pendía, en el extremo de una larga cadena, un farol de cristales multicolores donde se quemaban cuatro velas. El pachá estaba sentado en una de las esquinas, en un banco, con los pies tendidos hacia una estufa de cobre amarillo provista de un minúsculo tubo con tres codos por donde el humo salía al extenor. El criado se retiró.
– Acérquese, señor doctor -dijo Mehmet-Bey en árabe.
En cuanto el visitante se sentó en un taburete de madera y marfil y se desprendió del tabardo, el turco se incorporó despavorido, cogiendo el puñal con la empuñadura llena de incrustaciones que llevaba siempre en la cintura antes de exclamar:
– ¿Quien es usted?
Ya se disponía a llamar a la guardia, pero Jean-Baptiste le detuvo.
– No tema, ilustre señor, me envía el maestro Juremi en persona. Soy su socio. ¿Nunca le ha hablado de mí?
– No será usted el que ha sanado al Negus de Etiopía…
– Yo mismo, ilustre señor.
Jean-Baptiste hizo una profunda reverencia.
– Por eso quise verle primero a usted -continuó el moro-. Pero su socio me dijo que estaba en Francia.
– Acabo de regresar.
– ¿Por que Juremi no ha venido con usted? Eso me habría ahorrado el susto.
– Señor, también él está enfermo y le presenta sus excusas.
El pachá había vuelto a acomodarse junto a la estufa.
– Me ha cuidado bien, pero siempre le he oído decir que lamentaba su ausencia y que no podía compararse con usted.
– Es un amigo. Quería ensalzarme. Lo cierto es que nos complementamos muy bien. Yo receto, pero nadie prepara las drogas con su habilidad.
– En ese caso, examíneme y juzgue qué hay que hacer -dijo el pachá con una expresión de enorme cansancio.
Durante un buen rato, Jean-Baptiste estuvo haciéndole preguntas al anciano sobre sus dolores, en qué circunstancias se presentaban y dónde se localizaban. Luego le hizo hablar de su vida, de lo que comía y bebía, de su forma de dormir y de sus gustos sobre las mujeres. De ese modo, Jean-Baptiste concebía la imagen interior del ser que tenía delante y, ahondando en sus raíces, buscaba las correspondencias secretas con otras raíces, con otros seres, follajes o frutos que pudieran devolverle la armonía.
– ¿Me da usted la esperanza de sanar? -preguntó el pachá.
– Todo depende de lo que entienda por sanar. Si con ello quiere decir volver a los veinte años, no, ilustre señor, no se curará. Pero si se trata de tener el vigor, la paz y la felicidad que aún le permite su edad, puedo asegurarle que muy pronto volverá a sentirse bien.