El turco estaba encantado.
– Tendré que regresar a mi taller para preparar los remedios que considero apropiados para usted -dijo Jean-Baptiste-. Se los traeré mañana.
– Sobre todo no se demore -dijo el pachá muy impaciente-. De hecho, Juremi ha debido decírselo ya, pero se lo repito solemnemente: ni una sola palabra de todo esto a nadie, y menos a los francos.
– Ilustre señor, soy yo quien le pide ese favor. Todos en la colonia ignoran mi regreso, empezando por el cónsul. Y no seré yo quien se lo diga. A decir verdad, no veré a mi socio hasta la noche. Durante el día no salgo de la pensión árabe de la ciudad vieja de El Cairo, donde he fijado mi domilicio por el momento.
– ¡Qué curioso! -exclamó el pachá-. Creía que había ido a ver a su Rey, y que le habían encomendado una misión.
– Es una historia muy dolorosa, ilustre señor -dijo Jean-Baptiste, con el semblante de quien no quiere importunar a su interlocutor con sus propios infortunios-. Es tan larga y está tan repleta de acontecimientos extraños que tal vez le cansaría escucharla.
– Cuéntemela -dijo el pachá-, que al igual que el sultán Schahariar nada le gustaba tanto como un relato que le tuviese en vilo.
– Pues bien, la cuestión es -empezó Jean-Baptiste- que fui a Abisinia.
Refirió su viaje y el encuentro con el Emperador con tal lujo de detalles y tanta fluidez que el pachá dio visibles muestras de deleitarse mientras le escuchaba con los ojos entornados. Así que mandó traer té a la menta y pasteles para hacer aún más placentero el relato.
Jean-Bapttste le habló de que el Negus no deseaba en absoluto ver en su país a sacerdotes extranjeros y también del respeto que le tenía al pachá, que autorizaba a la Iglesia etíope a recibir a su máximo representante de Egipto.
– Quiere quedarse en paz en sus montañas -concluyó Poncet.
– ¡Y por Alá que tiene razón! Pensaba que era menos razonable y usted acaba de darme una buena noticia. Pero eso no explica -prosiguió Mehmct-Bey- por qué se esconde usted.
– ¡ Ahora voy con eso, ilustre señor! Es que después fui a Vcrsalles.
Jean-Baptiste se enfrascó en una exhaustiva descripción de la corte del Rey Sol, que el pachá siguió con deleite. Cuando estuvo guerreando en Europa, muchas veces había esperado que lo admitieran en una de aquellas espléndidas capitales. Pero por desgracia la mayor parte del tiempo había estado en los campamentos militares perdidos en el corazón de las montañas, y cuando por casualidad tuvo la suerte de tomar una ciudad, antes había tenido que destruirla. Jean-Baptiste se demoraba maliciosamente hablándole de las mujeres de Versalles, de sus peinados y perfumes, y el pobre hombre le escuchaba embelesado.
A esto siguió una halagadora evocación de la audiencia real, donde no se hizo alusión alguna a la oreja putrefacta sino tan sólo al gran interés que el Rey de Francia manifestaba por Oriente.
Ambos estuvieron de acuerdo en que era un gran rey. Por su parte, Mehmet-Bey lamentó que no fuera musulmán, aunque se atrevió a decir que tenía todas las cualidades para serlo.
– Pero aún no me ha dicho por qué se esconde.
La noche avanzaba, y el sirviente acudió dos veces a cargar la estufa. El pachá mandó encender su pipa de agua y la compartió con Jean-Baptiste. En aquellos momentos eran ya grandes amigos y el calor de su conversación no permitía distinguir las diferencias propias de sus condiciones.
– Por desgracia -prosiguió Jean-Baptiste- nuestro gran Rey sólo es un rey, y es bien poco comparado con Dios. El señor de los cielos tiene ojos en todas partes…
El musulmán, que vivía bajo esta constante vigilancia divina, alzó la mirada con sumisión.
– ¡No hay más Dios que Alá! -dijo en un acto reflejo.
– … sin embargo, los soberanos de la tierra no pueden verlo todo.
– Es lo justo.
– Incluso a veces ignoran lo que sucede a su alrededor -dijo Jean-Baptiste.
Dio dos caladas al canutillo de madera que le tendía el pachá y continuó:
– Seguro que si el rey Luis XIV estuviera al corriente de lo que ocurre, no toleraría la conspiración que he descubierto en su corte.
– ¡La conspiración…! -exclamó el pachá, cada vez más atento al relato del médico a pesar de la hora.
– No hay otra palabra. ¿No quería usted saber por qué me escondo? Pues bien, por no haber querido ponerme al servicio de los conspiradores, sencillamente.
– ¿Pero de qué se trata? -preguntó el pachá, lleno de curiosidad.-De usted, ilustre señor.
– ¿De mí?
– Sí, de usted, de Egipto, de Abisinia. En suma, se trata de todo lo que traman aquellos que usted ha acogido aquí y a quienes usted otorga protección diplomática.
– ¡Hable, por las barbas de Mahoma! -dijo el pachá, que casi se había puesto de pie mientras adoptaba un aire amenazante de pura curiosidad.
– Cálmese, ilustre señor, paso a contarle todo con detalle. Espero que no tratará usted con rigor a quien sólo es una víctima de todo esto.
– Vamos, vamos…
– La cuestión es que mi misión en Abisinia sólo tenía por objeto curar al Rey. A su vez, éste me envió a París para expresar su agradecimiento a otro rey, hacia quien él se consideraba en deuda.
– Ya me lo ha dicho.
– Sí, pero resulta que en Francia esta muestra de respeto del abisinio dio ciertas ideas a algunos.
– ¿A quiénes?
– Digamos que al entorno del Rey.
– ¿A los sacerdotes?
– Desde luego, y eso no debe extrañarle pues nunca renunciaron a penetrar en aquel país. Pero no son ellos solos; no son los únicos que promueven este asunto.
– Sus palabras me preocupan, porque para mí no hay nada peor que esa gente.
– Ilustre señor, eso es porque usted es demasiado íntegro. Pero hay mentes mucho más retorcidas que han concebido un plan mucho más pérfido, créame. ¿Podría tomar otro de esos excelentes lukums tan dulces?
– Deje los lukums por ahora y continúe.
– La idea que tienen es la siguiente: Abisinia es rica. Está repleta de oro, piedras preciosas y maderas extraordinarias. Abisinia es cristiana, aunque existan ciertos puntos doctrinales por los cuales el país se mantiene al margen del respeto que debería a Roma. Está situada al otro lado del territorio de los turcos, o sea de ustedes, ilustre señor.
– ¿Y bien?
– Pues que se impone controlar el país.
– ¡Con que es eso!
– Sí, pretenden hacerse los dueños, si usted prefiere. ¿Y cómo cree que van a ingeniárselas para conseguirlo? ¿Convirtiendo el país? No basta, y tal vez sería más lógico lo contrario: hacerse primero los dueños, y convertirlo después. Y ése es el plan por el que han optado.
– Pretende decirme que los francos quieren hacerse los dueños de Abisinia.
– No lo pretendo decir, lo afirmo. Todo cuanto he relatado sobre Etiopía, creyendo ingenuamente servir a la causa de su pacífico Rey, sólo ha servido para afianzar a los intrigantes en su idea, pues una pequeña caravana, bien armada, cargada de oro y presentes puede ser capaz de tomar posesión de un país tan atrasado. Hace aproximadamente un siglo los propios jesuítas casi se apoderaron de Abisinia, echando sus redes sobre el Rey. Pero les faltaban armas para convertir su victoria en una conquista. Así que esta vez las armas llegarán primero.
El pachá, hundido en los cojines del asiento, miraba a Jean-Baptiste con inquietud.
– Me está diciendo que la embajada que acaba de partir sería…
– … el instrumento con el que cuentan algunos para poner la mano sobre Abisinia.
– Pero si apenas son veinte… ¡Está bromeando…!
– Ilustre señor, yo he ido a ese país. Las rivalidades internas lo han asolado. Con dinero y mosquetes, veinte hombres sin Dios ni patria pueden levantar un ejército, propagar el caos y pagar para que coronen a cualquiera, incluso a uno de los suyos, como hicieron los españoles en el siglo pasado con los incas en América.
– ¡Hum! -masculló el pachá, esbozando una sonrisa indulgente-. ¿Ésa es su famosa conspiración?
– Eso es precisamente lo que me ha valido tantas amenazas, porque me he negado a participar en ella. Por eso me vi obligado a abandonar Francia a escondidas, y por esa misma razón no he revelado mi presencia aquí.
– Francamente amigo mío, no le creo. Es posible que allí haya tenido alguna desavenencia seria. Incluso es factible que se haya hablado ante usted de planes quiméricos. Pero de ahí a pensar que la caravana a la que yo mismo he facilitado un salvoconducto pretenda coronar emperador a su jefe hay un abismo.
– Ilustre señor, su sello era imprescindible. ¿Cómo cree que podían obtenerlo de otro rnodo que no fuera exponiéndole la situación de una forma tranquilizadora? Habría sido estúpido planteársela a las claras. ¿Acaso no ha oído hablar de una misión de hombres de ciencia?-En efecto, me han dicho que unos sabios se proponían ir a Suez para viajar hasta Arabta la Afortunada.
– Y después a Abisinia. Se han llevado con él al hombre que el Emperador había enviado conmigo en representación suya.
– Ese perro kurdo.
– Es armenio.
– ¡Da igual! -replicó furioso el pachá-. ¿Se han ido con él? No me han dicho nada de eso.
– ¡Y sus razones tenían! Como puede ver, no son veinte sino casi treinta. Unos tienen el oro y las armas, y otros el mensaje del Rey y toda la ciencia de Occidente.
El pachá estaba sumido en un estado de indecisión y perplejidad. Jean-Baptiste se apiadó de su persona y decidió sacarlo de la duda mediante una última confidencia.
– Hay más.
– ¿Más?
Jean-Baptiste miró al pachá directamente a los ojos.
– Sí, ilustre señor. ¿Se ha preguntado por qué unos capuchinos se han adelantado a la caravana para reunirse con ella en Senaar, y por qué llevan consigo los óleos de la coronación que les ha entregado el patriarca?
– ¡Los óleos de la coronación! -exclamó el pachá con tono socarrón-. ¿De qué me está hablando ahora?
– De los santos óleos, que según los coptos confieren la autoridad y el poder a un nuevo emperador.
– ¿El patriarca ha hecho eso?