Выбрать главу

Jean-Baptiste se despidió muy pronto. Antes de irse a dormir, el pachá dio las órdenes para Senaar y pidió que se formara un destacamento para acompañar a su médico hasta Djedda.

El caballero de Vaudesorgues tenía un aire fiero cuando atravesó El Cairo, muy erguido en su caballo árabe de pelaje gris. Se había quitado el sombrero y alzaba la nariz hacia las ventanas más altas de las casas, por donde las comadres se asomaban para admirar a aquel noble franco y su escolta de jenízaros con turbante y el sable al costado. La primavera flotaba ya en el aire tibio y los pájaros revoloteaban en círculos por encima de la ciudad. La tropa pasó por los bazares, en medio de un gran revuelo de colores: las alfombras, los objetos de cobre, las telas salían de los tenderetes, invadían la calle, captando a la multitud de curiosos, vestidos con sus largas túnicas azules y negras, el fez y los velos.

La tropa recorrió la ruta hasta Suez sin mediar una palabra pues el jenízaro de mayor rango tenía al hombre que acompañaban por alguien muy distinguido y no se atrevía a romper su silencio. Jean-Baptiste no tenía mucho que decirle. Estaba completamente pendiente de lo que iba a hacer. En cuanto se tomaba un descanso en su reflexión pensaba en Alix, se preguntaba cómo se las habría ingeniado para salir de la delicada prueba de su huida a través del desierto. Jean-Baptiste tenía confianza en ella, en Juremi y en Françoise. Y por encima de todo, tenía confianza en su destino.

Pasaron frente a los lagos Amargos, vieron de lejos el Serapeo. Y por fin, al término del segundo día, apareció el pequeño puerto de Suez, completamente al extremo del golfo, estrecho como un lago italiano. La bahía estaba cuajada de velas blancas y grises, hinchadas por un viento cadencioso que soplaba del sureste.

A petición de los jenízaros, el capitán del puerto, un libanés barbudo y jovial, puso a su disposición una gran falúa de dos mástiles, una antigua embarcación civil que ahora se utilizaba con fines militares por estar equipada con dos cañones. La tripulación se componía de soldados turcos, lo cual era poco tranquilizador, dada la legendaria incompatibilidad de este pueblo con la navegación. Por fortuna, casi todos eran griegos aturcados, oriundos de Chio, entre ellos el contramaestre. Rezaban las cinco plegarias y creían en Mahoma, aunque seguían hablándose en la lengua de Aristófanes.

El barco se hizo mar adentro, sin calma chicha ni golpes de viento, y bordeó el Sinaí, cuyos contornos se adivinaban en la bruma.

El oleaje aumentó en la confluencia del golfo Pérsico. Durante el día, un sol enorme hacía destellar los listones mojados de la cubierta y la piel cobriza de los marineros. Las noches eran aún ventosas y frías. Sólo hiceron escala una vez y llegaron a Djedda al amanecer del quinto día.

El pachá de El Cairo les había dado un salvoconducto que debían entregar al jerife de La Meca. El caballero fue acogido con todos los honores y alojado en una posada que regentaba un sirio ortodoxo llamado Markos, y que estaba situada en la linde de las arenas del desierto, al abrigo de unas palmeras y a cierta distancia del resto de la ciudad. Era en esa zona donde se obligaba a residir a los cristianos.

La parte trasera del edificio daba a un jardín con adelfas y naranjos rodeado de muros decorados con mosaicos. A Jean-Baptiste no le había traicionado su intuición. Apenas entró en el jardín vio a Murad sentado en un cojín, fumando una pipa de agua. Al otro lado, formando un círculo silencioso, cada uno con un libro en la mano, los seis sabios celebraban capítulo.

Jean-Baptiste, más caballero que nunca, les dirigió de lejos un saludo altivo. Luego se sentó de espaldas a Murad y mandó que le sirvieran un café turco muy azucarado. Había despedido a los jenízaros puesto que ya habían llegado a su destino. Ellos podían alojarse en la ciudad, Djedda, centro de peregrinación y puerto activo que albergaba todo tipo de placeres bajo su austera apariencia. Jean-Baptiste le dio dos cequíes al primer jenízaro y uno a cada uno de los demás, una suma que equivalía a dos patacas, es decir, a cincuenta y seis barfs, por lo tanto a ciento doce diwanis, o sea, dos mil doscientos cuarenta kibeers, o seis mil setecientas veinte borjookas, esa pequeña moneda del mar Rojo que no es de metal sino de vistosas cuentas de cristal de Venccia. En suma, Jean-Baptiste los hizo ricos. Así que se dirigieron hacia la ciudad con dignidad pero también con diligencia a pedir a la vida recibo del favor que Dios acababa de enviarles a través del aquel franco despistado.

Por la noche, todos los huéspedes del establecimiento cenaron en silencio en un gran comedor con paredes enjalbegadas. El único decorado era una vieja espada de caballería cubierta de orín que pendía de dos clavos. Luego los huéspedes se retiraron con una vela en la mano, haciendo chirriar el entarimado del piso superior. Jean-Baptiste esperó a que Murad se quedara solo, pues según su buena costumbre siempre era el último en abandonar la mesa para así poder acabarse todos los restos, y se sentó frente al armenio.

– Señor -dijo Jean-Baptiste en árabe.

Murad entornó sus ojos de miope y saludó, dejando entrever una ligera inquietud.

– El embajador Murad, supongo -dijo Jean-Baptiste con tono de pregunta.

– ¿Cómo lo ha sabido?

El armenio levantó la palmatoria y la acercó al rostro de su interlocutor.

– Pero… Se diría… ¿Eres tú, Jean-Baptiste?

– ¡Chsss! Soy el caballero de Vaudesorgues.

– ¡Ah! bueno… -dijo Murad, un poco decepcionado-. Había creído que…

– Claro que soy yo, idiota, pero no es necesario que lo propagues a los cuatro vientos, y menos aún a tus nuevos amigos.

– No son mis amigos. Esos señores viajan en calidad de sabios eminentes. Desean conocer Abisinia. Y como no tenía noticias tuyas…

– Has hecho bien en marcharte, Murad -dijo Jean-Baptiste sonriendo.

Sacó un frasco plano de cobre estañado y escanció un líquido incoloro en la taza vacía de Murad y en la suya, que había llevado a su mesa.

– Aguardiente -dijo el armenio-. En Arabia la Afortunada, en la tierra del Profeta… ¿No tienes miedo?

Brindaron con cautela y apuraron sus vasos de un trago.

– Sí-dijo Jean-Baptiste-, tengo miedo. Por ti.

– ¿Qué quieres decir?

– ¿Vas camino de Massaoua?

– Dentro de dos o tres días, cuando el jerife de La Meca haya puesto el sello en los documentos de esos señores.

– ¿Hace mucho tiempo que no has visto al Nayb?

– ¿A ese bondadoso viejo?

– Ya no es él.

– Así que ya no es el terrible Mohammcd…

– No, Mohammcd ha muerto, tendrás que vértelas con su sobrino Hassan, que es más terrible aún. Su odio hacia los religiosos francos no tiene límites.

– Bah, eso no nos concierne. El Negus en persona me pidió que llevara sabios, si encontraba, a la hora de volver.

– Sabios sí, pero jesuítas…

– ¿Cómo…? -exclamó Murad-. ¿Cómo dices?

Jean-Baptiste agarró al armenio por el cuello de la túnica y le habló directamente a la cara.

– Estás llevando a Massaoua a seis jesuítas, ¿comprendes? Si tú eres tan tonto como para no darte cuenta, tal vez el Nayb no lo sea tanto. Y suponiendo que no sospeche nada, el Emperador te verá llegar con seis individuos que sólo tienen una idea en la cabeza: convertirle. Nos ha hecho jurar que no llevaríamos ninguno, y tú vuelves con media docena en tu equipaje.

Soltó a Murad, que volvió a caer en la silla tan aturdido como si le hubieran dado un mazazo.

– Estoy perdido -dijo el armenio, y se puso a sollozar en silencio como un niño.

– Deja de lloriquear -le dijo Jean-Baptiste, sirviéndole otro vaso de aguardiente.

Murad se lo bebió de un trago y pareció más triste aún.

– Habría hecho mejor colocándome de cocinero en El Cairo, como pensaba. Sólo conozco eso. Todas vuestras historias de religión y política me confunden.

– Escúchame, Murad. Haz lo que te digo y no tendrás nada que temer. El Emperador te dará una excelente acogida y podrás ser cocinero suyo si te apetece.

Murad, sin decir una palabra, soltó un resoplido y deslizó el vaso encima de la mesa. Jean-Baptistc lanzó una ojeada hacia los cojines y luego le sirvió de nuevo.

– Mañana temprano, antes del alba, partirás hacia el puerto -dijo el médico con suavidad-. Voy a dejarte una bolsa de oro para que puedas convencer al capitán de cualquier falúa. Cruza el mar Rojo y ve a ver al Nayb. Adviértele que seis jesuítas quieren entrar en su territorio y que afortunadamente has conseguido librarte de ellos. Luego, sigue hasta Gondar, presenta mis saludos al Emperador, dile que el Rey de los francos ha recibido su embajada y que le da su bendición. Tu misión se acaba ahí. Te encontrarás con tus primos y con tu tío, y espero que seas feliz el resto de tus días.

– ¿Y los jesuítas? -preguntó Murad, envalentonado por aquellas palabras y por los tres vasos de aguardiente.

– Ya me encargo yo de ellos.

– ¿Y tú?

– Yo, amigo mío, soy un hombre feliz. Y espero serlo aún más todavía.

– ¿Por tu prometida?

– Voy a reunirme con ella. Quién sabe, tal vez nos veas un día en Gondar…

Brindaron dos veces más todavía. Jean-Baptiste repitió sus instrucciones y solventó los últimos detalles. Se separaron hacia medianoche, después de despedirse con un caluroso abrazo.

9

Durante la jornada siguiente, Jean-Baptiste observó atentamente a los seis huéspedes de la posada que acompañaban a Murad. Estos no se percataron de la ausencia del armenio hasta el mediodía, puesto que les tenía acostumbrados a sus despertares tardíos. Uno de ellos subió a golpear la puerta de su habitación, pero bajó muy nervioso. Tal como había acordado la noche anterior con Jean-Baptiste, Murad había mandado decir al posadero que había ido a la ciudad a resolver un asunto. Dado que ningún extranjero podía acudir allí sin una autorización especial, los seis jesuitas se tomaron aquel contratiempo con paciencia. Se dispersaron por el jardín y a lo largo del camino polvoriento que conducía a la ensenada por la que se podía pasear con libertad unos quinientos metros.

Al llegar la noche volvieron a reunirse y luego cenaron en silencio. Aquella noche no había ningún otro cliente, aparte de Poncet. Hacia el final de la cena, que degustó tan tranquilamente como pudo, Jean-Baptiste acercó su silla a la mesa de los sabios. Les pidió permiso para invitarles a té a la menta y pasteles, argumentando que había oído indiscretamente, durante su parca conversación, que eran compatriotas suyos.