– Sea bienvenido -dijo con una expresión sombría uno de ellos.
– Pues bien -replicó Jean-Baptiste, levantando su vaso mientras fumaba-, ya que aquí no está permitido cuidar la salud de otra forma, alzo mi té, que bien mirado tiene el color del coñac. ¡Por la felicidad de todos!,
Brindaron sin entusiasmo, salvo Jean-Baptiste, que estaba jovial por los siete.-Les pido excusas por no haberme presentado: soy el caballero Hugues de Vaudesorgues, su servidor.
Una vez dicho esto, el supuesto caballero se levantó unos centímetros del asiento e hizo una pequeña reverencia ante el foro.
– Somos sabios -respondió de mala gana el huésped más viejo-. La Real Sociedad de Ciencias de España nos envía en viaje de estudio.
– ¿Y adonde les lleva su viaje? -preguntó Jean-Baptiste con fingida inocencia.
Los seis hombres se miraron con inquietud.
– A Abisinia -dijo finalmente su portavoz.
El caballero se mostró admirado.
– ¡Un territorio desconocido! Señores, realmente, me maravilla su intrepidez.
En aquel momento, nada parecía menos intrépido que aquellos desgraciados viajeros, huérfanos de su guía y absolutamente recelosos de aquel charlatán que les había abordado.
– ¿Puedo hacerles una pregunta indiscreta, señores? -dijo Jean-Baptiste en voz baja.
– Si lo desea.
– Bien, pero no se sientan obligados a responderme. ¿Están ustedes casados?
Los huéspedes se sintieron incómodos. Dudaron unos instantes, y finalmente el mismo portavoz respondió:
– No, señor caballero, no lo estamos.
– Excelente -exclamó Jean-Baptiste en voz alta-. Realmente excelente.
– ¿Y se puede saber por qué? -preguntó molesto uno de Jos viajeros, que desde la izquierda de la mesa, había observado al intruso con más sangre fría que los demás.
– Pues porque en tal caso no me cabe la menor duda de que van a convertir ese país.
Seis exclamaciones se alzaron al mismo tiempo y luego todas las miradas se dirigieron temerosamente hacia la antecocina, donde por fortuna nadie parecía haber oído las imprudentes palabras de Jean-Baptiste.
– Expliqúese -dijo a media voz el viajero más locuaz.
– Pero si es muy sencillo. Les contaré una anécdota y enseguida comprenderán. Me la refirió un misionero capuchino que vivió en Senaar y que se internó un poco en
la selva, en dirección a Abisinia. Peroantes, un momento. ¡Eh, posadero! Tráenos velas. No economices el sebo, que bastante caro se paga en tu casa.
Markos llegó cojeando, totalmente entregado a sus huéspedes a condición de que éstos le pidieran las cosas con claridad y bien fuerte, pues se estaba quedando sordo. Tenían tres candelabros en la mesa. Cuando el posadero se fue, el caballero prosiguió:
– Así que esc misionero llega un día a un pueblo de la sabana con unas casas, hierbas altas y, bajo un baobab, unas sillas bajas donde parlamentan los viejos. El hombre se presenta, habla en árabe, lengua que entienden un poco los oriundos. Su jefe le toma simpatía. Es adoptado y he aquí que al cabo de dos días, empieza a hablar de su religión… Bueno, supongo que de la nuestra.
Los viajeros asienten, aunque no demasiado relajados.
– El jefe parece muy interesado por ese Jesús y por los milagros que le relata su interlocutor. Le cae bien el capuchino y le da a entender que no tendría inconveniente en saber más. Todo parece haber empezado bien. Pero desgraciadamente llega la noche y, a la hora de acostarse, el misionero encuentra a la hija del jefe en su propia choza. Sin embargo no dice nada y duerme al pie de la cama, sin tocarla. Al día siguiente, la desventurada le cuenta todo a su padre. «¡Cómo tienes el atrevimiento de rechazar a mi hija!», le dice al capuchino. Entonces el sacerdote le explica, muy apurado, que su religión le prohibe fornicar.
Los seis jesuítas le escuchaban cada vez más nerviosos. Jean-Baptiste se tomó su tiempo, mandó que volvieran a servir té y continuó:
– El jefe se enfurece y es presa de una cólera terrible: «¿Quién es ese Dios de quien nos hablas que ordena algo semejante? Si quiere el bien de los hombres, no puede forzar a aquellos que dicen amarle a no tocar a una mujer en su yida. Tu dios es criminal, eso es todo. Insulta a la naturaleza y no puede haberla creado.» Por la noche, el jefe manda encerrar otra vez al capuchino con su hija. Esta vez todos los hombres del pueblo están alrededor de la choza y avisan al monje de que no saldrá vivo, a menos que haya dado prueba de haber copulado con la bella virgen.
– Esta historia es horrible, señor caballero -dijo el jefe de los viajeros con un hilo de voz-. ¡No siga, se lo ruego!
Pero el jesuíta no se mostró muy enérgico, pues lo cierto es que todos estaban impacientes por conocer el desenlace.
– Casi he terminado -dijo Jean-Baptiste-. Mi amigo no era un santo, o tal vez de ese modo lo haya sido. Así que puso manos a la obra. Por la mañana, el jefe mandó que se procediera a realizar las másvergonzantes constataciones y, radiante, avanzó hacia el capuchino. «Enhorabuena, amigo -le dijo-. Estoy orgulloso de ti, y dispuesto nuevamente a oír hablar de tu Jesús. Ahora podrás convertir al país entero, es decir, poner tú mismo la semilla de tantos pequeños cristianos como te permitan tus fuerzas. El mejor medio de propagar la religión propia -concluyó el jefe- es hacer muchos hijos y no robar los de los otros, pues no está bien.»
Jean-Baptiste terminó en medio de un profundo silencio, y sin dar muestra alguna de nerviosismo sopló en su té aún caliente y sorbió ruidosamente.
– Es decir -intervino al fin el jesuíta que estaba más atento y que también era el más audaz-, que usted supone que nosotros seis tenemos la intención de inseminar Abisinia…
Una vez pronunciadas estas palabras, posó una penetrante mirada sobre el caballero, que parecía escrutar su rostro con el ánimo de extraer un objeto confuso y lejano en su memoria. A Jean-Baptiste aquel rostro tampoco le resultaba desconocido. Esta vez no le respondió en tono bromista, y ese cambio aún dejó más helados a los presentes.
– Abisinia no es la sabana de Senaar. Es un orgulloso y viejo país cristiano al que no se le debe hacer el insulto de asociarle también pensamientos primitivos.
Luego, mirando en derredor suyo a todos los demás, dijo:
– No, mis queridos padres, no creo que tengan esa intención. No es necesario. Sólo sé de muy buena fuente quiénes son ustedes y qué piensan hacer.
Su tono de voz era tan tranquilo que ya no tuvieron ninguna duda, y tras los primeros momentos de estupor atacaron por otro frente.
– Bueno, puesto que ya nos conoce, díganos en qué aspecto nuestros proyectos pueden despertar en usted alguna objeción -pidió el primer portavoz-. ¿Tiene usted algo en contra de la propagación del Evangelio?
– ¿Es usted tal vez el padre De Monehaut? -preguntó Jean-Baptiste, que había llegado a esa deducción por el retrato que Murad le había hecho de sus comanditarios.
– En efecto.
– Bien, padre, tengo objeciones, y muchas. Aquel país no necesita Evangelio pues lo conoce desde hace tanto tiempo, como nosotros. Sé bien que la doctrina que profesan no le parece conforme al dogma riguroso, pero la verdadera cuestión no es ésa.-¿Cuál es entonces? -preguntó suavemente el padre De Monehaut.
Tras una pequeña vacilación, Jean-Baptiste contestó a la pregunta:
– Mire usted, ha pasado el tiempo y yo he cambiado mucho. El año pasado por las mismas fechas me habría lanzado a un elocuente discurso para convencerles con numerosos argumentos históricos, humanos y religiosos de no alterar la paz de ese país. Incluso fui hasta Versalles con el ánimo de sostener ese discurso.
– ¡Poncet! -exclamó el jesuíta que le había observado con tanta curiosidad.
Jean-Baptiste reconoció entonces a uno de los curas de la casa de Marsella donde había sido recibido en compañía del padre Plantain.
– Sí, padre, el año pasado, cuando usted me vio, yo ardía en deseos de que me entendieran, y ahora soy yo quien ha comprendido.
– Bien, explíquenos al menos qué ha comprendido -dijo el padre De Monehaut pacientemente, como quien intenta tranquilizar a un loco.
– Que ustedes son una fuerza, nada más.
Unas sonrisas de desdén aparecieron durante un instante en sus labios.
– Una fuerza al servicio de la fuerza -continuó Jean-Baptiste- y que toma a Jesucristo por una bandera, una bandera que vale otra cuando se trata de esconder el asunto primordial, que es el poder.
– ¿Y bien? -dijo el mismo sacerdote, acostumbrado ya a las críticas.
– Pues que sólo la fuerza puede detenerles. Durante mucho tiempo he sido tan ingenuo que creía en la posibilidad de convencerles.
Hubo un momento de silencio. Casi se olvidaba de que aquella estancia, donde brillaban candelabros, era un lugar perdido en el extremo del desierto, en la punta de Arabia. De repente Jean-Baptiste llevó aquel decorado a su lugar, y entonces surgió la evidencia de que podía tratarse de una prisión.
– No busquen más a Murad -dijo con una expresión malvada-. Se ha marchado, y confío en que a estas horas ya haya llegado a su destino. El Nayb de Massaoua ha sido alertado, y ya sabe quiénes son ustedes. Su abuelo se hizo célebre por enviar las tonsuras de sus antecesores al Emperador de Etiopía para probarle que había custodiado bien sus puertas. El nieto ha heredado todas las cualidades del abuelo. No es turco. Sólo obedece de lejos a la Sublime Puerta. No le conmoverá ninguna intriga, ninguna mentira, ninguna súplica, y si se arriesgan a cruzar el mar, será sin la esperanza de llegar nunca a Abisinia.Los seis jesuítas miraron con espanto a aquel hombre joven y elegante, con su jubón color fuego y sus encajes, que les daba un aviso tan serio.
– ¿Qué debemos hacer? -preguntó el padre De Monehaut con dignidad.
– No vayan a El Cairo, donde serían muy mal recibidos. No intenten tampoco llegar a Abisinia por vía terrestre, pues todos los príncipes indígenas están alertados contra ustedes. Sólo hay una solución: tomen una falúa y vuelvan a Suez, luego a Tierra Santa, a Francia, adonde quieran. Hay bastantes naciones donde ustedes se encuentran en su casa.