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El cielo estaba cubierto de grandes nubes blancas, algodonosas yserenas. Jean-Baptiste dejó caer el jubón sobre un peñasco y atrajo a Alix hacia él. Eran libres y ya no tenían que negarse al deseo, con tal de que estuviesen de acuerdo, y poco es decir que lo estaban. Se abrazaron, fundieron sus bocas, sus caricias, y no hay nada que decir que no puedan imaginar quienes hayan sido plenamente felices en algún momento de su vida.

Se quedaron en la montaña toda la mañana, caminando muy juntos, uno al lado del otro, deteniéndose para retomar el curso suspendido de sus besos. Las inmensas losas de basalto estaban inclinadas unas sobre otras, como las hojas de un libro gigantesco. Las que se encontraban más lejos se revelaban a la vista en planos sucesivos, con diferentes tonalidades de azul y hasta el malva más lejano, que era el mar Rojo. Ningún lugar está más atormentado que estas alturas del Sinaí, porque parecen emerger de las entrañas de lava de la tierra para ser lanzadas al seno tempestuoso de un cielo velado de agua y desatado de borrascas. Caminaban bajo aquel viento cálido que hacía volar sus cabellos, entrelazándolos.

– ¡Qué magia irradia este lugar! -dijo Jean-Baptiste-, se diría que en cualquier momento puede aparecer Dios entre las nubes…

– ¿Y qué harías si cayera aquí, ante nosotros? -le preguntó Alix riendo.

– Pues le diría que se sentara aquí, en esta piedra, porque supongo que debe ser muy anciano y que estará cansado.

– ¿Y luego? -prosiguió Alix, apartando un mechón de cabellos de la frente de su amado.

– Pues luego le diría que nos bendijera. Y hablaríamos de su vida y de la nuestra.

– ¿Y si te diera sus mandamientos?

– Le diría que ya están inscritos en sus criaturas y que no debe confiárselos a nadie en concreto, so pena de inventar sacerdotes, reyes, curas y desgracias.

– Serías bastante insolente si respondieras eso y podría enviarte el rayo de su cólera.

– ¿Por qué? -contestó con seriedad Jean-Baptiste-. Si hay un Dios, debe de amar a los hombres felices.

Así pasaron aquellas horas de perfecta felicidad, entre cortos diálogos colmados de risas y largas caricias.

Cuando emprendieron el camino del monasterio empezaron a hablar más detenidamente sobre los días de su separación, un tema deconversación que no agotarían en mucho tiempo. Alix le reveló que se había entregado a otro hombre, pues aquel secreto era un peso para ella. Le dijo quién y brevemente por qué.

– ¿Le amas? -preguntó Jean-Baptiste.

– Sólo he pensado en ti y nunca he dejado de amarte, ni un solo instante.

– ¡Entonces qué importa! No soy tu dueño y no hay condiciones en una unión como la nuestra.

En su fuero interno, Jean-Baptiste sonrió al pensar que ya estaba vengado, sin pretenderlo.

En el monasterio almorzaron en compañía de Françoise y el maestro Juremi. El protestante acogió su felicidad con buen humor. Había vuelto a hacer gala de su facundia y de su sonrisa. La gran pregunta era adonde ir, pues, aunque Santa Catalina les daba su protección, aún estaban en las tierras del Gran Señor, donde seguramente los seguirían buscando.

– Françoise y yo nos vamos a Francia -dijo el maestro Juremi.

– ¡Francia! ¿Pero es que has olvidado que eres protestante?

– Si me olvido de eso, ellos me lo recordarán -dijo el maestro Juremi entre risas-. Seamos serios: ¿qué es mejor, seguir siendo parias en Oriente o serlo en la patria chica? Ya tenemos una edad en que errar es un dolor más grande que cualquier otro, así que nos adaptaremos a la acogida que nos den.

Habían tomado su decisión y no cabía esperar que cambiaran de parecer. Se quedarían un mes en el monasterio, el tiempo necesario para que se calmara el asunto del secuestro en Constantinopla, donde el señor De Maillet lo habría dado a conocer. Después remontarían hacia Palestina, embarcarían en Junieh para dirigirse a Chipre, y desde allí a Grecia, Venecia y Francia.

Al verlos tan fuertes, tranquilos, curtidos por sus experiencias y unidos por una ternura tan profunda, nada parecía que pudiera interponerse en su común voluntad.

Alix había soñado mucho con Abisinia. Jean-Baptiste le habló de aquel país durante horas, y su curiosidad creció más aún. Por un momento se propusieron ir allí, pero durante su estancia en el monasterio se dio la circunstancia de que los marinos de Thor les llevaron una carta de Murad, que había conseguido llegar a Massaoua. Este había realizado su misión y daba noticias de Etiopía. El emperador Yesu había muerto unos meses atrás, probablemente a causa de la enfermedad que Jean-Baptiste conocía. Su hijo, educado bajo la férula de los sacerdotes, veía con muy malos ojos a los extranjeros, hasta el punto de que el propio Murad renunciaba a darle cuenta de su misión y prefería regresar a Alepo o a Jerusalén, donde sabría hacer valer su estancia entre los francos de El Cairo, como cocinero.

Estas nuevas disuadieron a Jean-Baptiste de llevar a cabo su viaje, motivado en parte por la amistad del Emperador que les habría protegido. Nadie se había empeñado con tanto ardor en impedir que los extranjeros alteraran aquel país, ni lamentaba tanto ver cómo seguía su propia historia, en la que Occidente no tenía parte y donde tampoco había un lugar para los occidentales.

En consecuencia decidieron cabalgar hacia el norte y acompañar a Francoise y al maestro juremi hasta San Juan de Acre. Luego se dejarían llevar por su instinto.

El abad murió al cabo de una semana de extrema debilidad. Fue enterrado con el fervor de todos. Su sucesor fue elegido por los monjes. Alix y Jean-Baptiste se acostumbraron a hacer grandes paseos por la montaña, pero también por el dédalo oscuro de las callejuelas del monasterio, que acabó por resultarles familiar. Su lugar preferido, a la caída de la tarde, cuando el calor aflojaba un poco, era un pequeño patio situado junto al ábside de la basílica. En aquel espacio milagrosamente vacío crecía un arbusto anodino que no era objeto de cuidado alguno. Sin embargo era la razón de ser del monasterio, el enclave sagrado alrededor del que giraba el edificio. Aunque no era de la misma especie que la planta frente a la que los dos amantes se habían hallado, y que Jean-Baptiste había encontrado en El Vah -lo cual en parte les había decepcionado-; por lo que les dijeron se trataba la auténtica ardiente de Moisés.

EPILOGO

Después de que Jean-Baptiste le contara su encuentro con los protestantes del maquis, el maestro Juremi sólo soñaba con unirse a ellos. Y Françoise tenía en su alma demasiado amor para no compartir con él aquella empresa. En cuanto llegaron a Francia ella alquiló una humilde posada con los ahorros de que disponían. Ella profesaba el catolicismo y nadie puso objeción alguna. Durante el día, el establecimiento servía de beber a los viajeros, campesinos y soldados, y por la noche el maestro Juremi bajaba allí en compañía de los conjurados, con los que se había reunido en la montaña. En menos de seis meses, los rebeldes hicieron estallar una verdadera guerra civil en la región. Fue preciso enviar un ejército entero capitaneado por el mariscal De Villars para acabar con aquellos bandidos enfundados en una camisa, que por tal motivo pasaron a la Historia con el nombre de «camisardos». El maestro Juremi, que se hacía llamar Ravenel, fue uno de los cabecillas. Tras el aplastamiento de la rebelión consiguió escapar, y Françoise probablemente le siguió. En ese momento se pierde su rastro, aunque cabe suponer que se refugiaron en Inglaterra.

Jean-Baptiste ganó suficiente dinero en San Juan de Acre, curando a algunas personas importantes de la región, para viajar de nuevo, esta vez a Siria. Alix y él cabalgaron hasta Palmira, y después de cruzar el desierto llegaron a las marismas del Eufrates. Luego se internaron en Persia, donde estaban seguros. Visitaron libremente el país y se enamoraron de él. En Ispahán, Jean-Baptiste continuó ejerciendo su arte con mucha fortuna. Los mercaderes de la ciudad, ya fueran extranjeros o persas, los diplomáticos, la gente del pueblo y hasta los imanes más fieros recurrieron a sus cuidados. Al poco tiempo consiguió oro suficiente para comprar una gran casa, cercana a la Mezquita azul. El clima era ideal para cultivar todo tipo de plantas. En su jardín medicinal plantó las semillas que había guardado en sus bolsillos durante sus viajes. Alix cultivó rosas. Y ya no quisieron irse de allí.

A la muerte de Luis XIV se enteraron con retraso de la regencia del duque de Orlcans, a quien Jean-Baptiste no había podido conocer cuando aún era duque de Chartres. Así que le escribió. El regente le envió una carta de su puño y letra expresándole el ferviente deseo de recibirles en París. Jean-Baptiste consultó con Alix, pero finalmente decidieron no abandonar sus queridas montañas ni sus rosas.

En cuanto a Abisinia, después de la muerte de Du Roule, que fue muy sonada, el lamentable fracaso de los jesuítas y la expulsión de los capuchinos, estuvo a salvo de las incursiones extranjeras durante casi siglo y medio, sin contar como tales los pocos y pacíficos viajes de algunos geógrafos ingleses. Sólo en la segunda mitad del siglo XIX, la apertura del canal de Suez atrajo hacia el mar Rojo convoyes coloniales, y Abisinia vio aparecer de nuevo en su territorio individuos de los que Poncet la había librado. No obstante tuvo la fuerza para resistirse a su influjo, tal vez porque el país había conservado la fe en sus orígenes, su soberanía y sus costumbres.

En las crónicas de la Eritrea italiana de principios del siglo XX encontramos nuevamente el nombre de un tal Poncet, boticario en Asmara. Quizá fuera éste uno de los descendientes de los cuatro hijos de Alix y Jean-Baptiste. Nada contradice esta afirmación, aunque nada la prueba tampoco, pues de la gente feliz se sabe poco. Viven, eso es todo. La gente feliz no tiene historia.