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– ¿Qué sabes acerca de Davidson, el hombre?

Durante unos momentos, Susan reflexiona en silencio sobre la cuestión. Luego vuelve a sentarse a la mesa frente a mí.

– Es un ex marine. Creo que sigue en la reserva. El típico individuo difícil. Su familia era disfuncional. La mujer era una especie de excéntrica. El hijo se cambiaba el color del cabello un día sí y otro no: naranja, rosa, púrpura. Estaba metido en la contracultura. Como puedes imaginar, eso no le sentaba nada bien al padre, aunque probablemente fue él quien lo provocó. La cosa colocó al muchacho en un atolladero. Se vio atrapado entre el padre y la madre cuando ellos se separaron. Se pasaba los fines de semana con el padre, que lo sometía a una disciplina casi militar, y luego volvía con mamá, que no hacía sino mimarlo. El padre le hacía cortarse el pelo teñido siempre que surgía la oportunidad.

– Parece una pesadilla.

– Para un muchacho de catorce años, no pudo ser sino eso.

– Esa acción que emprendieron los jueces. ¿Existen sospechas de que Davidson pudo estar implicado?

– ¿En el asesinato de Suade?

Asiento con la cabeza.

Ella menea la cabeza. Lo ignora.

– Tratándose de jueces, ¿quién puede saber lo que piensan? -dice Susan-. El típico clan secreto. Nunca dicen nada expresamente, pero en sus cabezas hay un millón de opiniones contrapuestas. Y Davidson violó la principal de las normas. Creó controversia en la judicatura. Pero… ¿a qué vienen tantas preguntas sobre Davidson, si el que te interesa es Ontaveroz?

– Es algo que sucede en la práctica de la ley penal -digo-. Uno nunca desecha una buena teoría alternativa.

Como ocurre con el abismo que separa a los ricos de los pobres, en este condado, los casos criminales se juzgan al otro lado de la línea divisoria, a través del puente situado en el cuarto piso del anticuado edificio de los tribunales penales. En este estado, al igual que en muchos otros, el aumento de la criminalidad se utiliza invariablemente para justificar el aumento del presupuesto dedicado a la justicia, aunque siempre parece que el dinero, cuando llega, se dedica a otros fines.

La Sala de Justicia del condado se reserva para los casos civiles, abogados con calcetines de seda con sus excelentes carteras llenas de documentos, y clientes corporativos con elegantísimos trajes. Hay hasta escaleras mecánicas para subir a los pisos altos.

Aquí hay vitrales de colores con los escudos de varios estados, algo que se descubrió en un sótano del condado hace unos años, cuando se inició la construcción. Las ventanas se instalaron en lo alto de las escaleras mecánicas de los cuatro primeros pisos. Están montadas en marcos de madera labrada y rodeadas de viejas fotos de jueces del condado, algunos de ellos con cuellos duros, desaparecidos hace ya tiempo, no sólo de los tribunales, sino también de este mundo.

Esta mañana tengo la sensación de que voy a visitar a una de esas reliquias vivientes.

En el exterior de la oficina de Davidson hay una acumulación de muebles. Un sofá de cuero bloquea uno de los extremos del pasillo por un lado, mientras dos sillones de oficina amontonados uno sobre otro rematan el laberinto por el otro lado. Paso no sin dificultad por entre los muebles y, más allá de la puerta, al fondo del pasillo, veo una mesa, sobre la cual hay dos archivadores redondos, papeleras de madera de teca y cajas de cartón sin tapa que contienen todo tipo de objetos personales, entre ellos una maza de juez. También hay un montón de diplomas y títulos enmarcados, que, sin duda, hace poco colgaban de una pared.

La puerta está entreabierta. En el panel de cristal deslustrado de la parte alta hay escrito con letras doradas «juez presidente». Debajo, las letras «idson» están siendo eliminadas del cristal mediante una rasqueta por un operario que viste mono blanco.

Asomo la cabeza por la puerta. No hay nadie sentado al escritorio del ujier, así que miro al tipo que se halla al otro lado de la puerta.

– ¿Está el juez?

El operario no responde, pero señala con la cabeza hacia los despachos situados más allá del escritorio del ujier.

Como nadie me lo impide, sigo mi camino. Escucho una voz y voy en su dirección. Cuando rodeo el escritorio del ujier, advierto que la puerta del despacho del juez está abierta. Me detengo ante ella y miro hacia el interior.

Un hombre alto, de cabello corto y canoso, cuya cabeza sobresale bastante del alto respaldo del sillón ejecutivo, está sentado de espaldas a mí, hablando por teléfono.

– Jim, atiende, no le echo la culpa a nadie. Sí, ya lo sé, ya lo sé. No hay necesidad de dar explicaciones. Hicieron lo que tenían que hacer. Y agradezco tu llamada. De veras. Sí, tenemos que reunirnos para tomar una copa… Esta noche estoy ocupado… Cuando las cosas se calmen…

Detrás de él, una caja de cartón semillena de pertenencias personales es lo único que hay sobre el desnudo tablero de la mesa. Sobre un pequeño pedestal hay una pelota de béisbol firmada. Las toscas letras trazadas sobre la blanca pelota dan la sensación de que ésta fue firmada por un niño.

La estancia parece vacía, desnuda, inhóspita.

– No lo sé a ciencia cierta. Supuestamente me lo dirán esta tarde. Creo que me destinarán al Departamento Catorce. Pero probablemente sea un destino temporal. Lo que sucederá luego, lo ignoro.

No quiero dar la sensación de que estoy escuchando a escondidas, así que golpeo en la entornada puerta con los nudillos.

Él hace girar el sillón para mirarme. Finas cejas grises, mejillas sumidas, y un rostro alargado, puntuado por un finísimo bigote. El gran Santini, sólo que más alto y enjuto. Es un rostro con carácter, severo. Davidson alza una mano, como para indicarme que aguarde un momento.

– Jim, escucha, tengo que dejarte. Acaba de entrar alguien. No, de veras, no es necesario hablar con nadie. Pero me alegro de que hayas llamado. Y saluda a Joyce de mi parte. Cuídate. -Cuelga, y centra su atención en mí-. ¿Qué desea?

– Lamento molestarlo. Su ujier no estaba fuera. El hombre de la puerta me dijo que se hallaba usted aquí.

– Digamos que en estos momentos estoy entre ujieres -dice él-. Su cara me suena. Creo haberlo visto por los juzgados.

– Me llamo Paul Madriani, defensor penal. Soy nuevo en la ciudad. Antes vivía más al norte.

– ¿En qué parte del norte?

– En Capital City.

– Yo participé en bastantes juicios que se celebraron allí -dice él-. No se quede ahí. Pase. Le ofrecería un sillón, pero los dos están en el corredor, junto con el sofá.

– Ya los he visto.

– Por lo general, estas cosas no suceden hasta la época de elecciones. -Está rebuscando en el interior de uno de los cajones del escritorio, hasta que alza la vista y advierte mi expresión inquisitiva-. Las sillas musicales. Nadie quiere quedarse con muebles en el pasillo cuando la melodía se interrumpe. Me van a trasladar a uno de los cuartuchos de abajo. Lo harán en cuanto encuentren uno lo bastante pequeño y mal iluminado. -Mira su reloj-. Los de la mudanza tenían que estar aquí a las diez. Se están retrasando. Tengo la sensación de que, con el nuevo régimen, todo se va a retrasar.

– No quiero entretenerlo. Sólo he venido a presentarle mis respetos.

– La semana pasada, eso podría haberle servido para algo -dice-. En el día de hoy, no soy más que uno de los zánganos.

– Son los zánganos los que juzgan los casos.

– Un abogado diplomático -dice él-. Llegará usted lejos.

Comienza a revolver uno de los cajones del otro lado del escritorio. Una grapadora, una pequeña bandeja de plástico con clips y lápices. Con gran cuidado, para que no se caiga nada, introduce todo ello en la caja de cartón.

– ¿Le importa que siga trabajando mientras hablamos? -pregunta-. Quiero salir de este despacho antes del mediodía. No quiero que el nuevo ocupante me encuentre aquí. La juez Mosher. ¿La conoce?

– Pues no, no he tenido el placer.

– Podría usted quedarse por aquí para besarle el anillo. Yo se la presentaría, pero no estoy seguro de que eso fuera un favor.