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– En realidad, con quien deseaba hablar era con usted.

Él frunce el ceño.

– Represento a Jonah Hale.

Davidson no dice nada y me mira con cara de póquer, pero por su mirada me doy cuenta de que en los engranajes de su cerebro se ha producido un cambio.

– Así que se encarga usted del asesinato de Suade -dice-. Me habían comentado que eran dos abogados.

– Mi socio y yo.

– ¿Por qué desea hablar conmigo?

Trato de abordar la cuestión lo más delicadamente posible.

– Ya sabe usted que, cuando un abogado se encarga de un caso, tiene que investigar los hechos y reunir información.

– ¿Qué clase de información? -Deja de trajinar con el cajón por un momento y me mira fijamente.

– Tengo entendido que es usted uno de los pocos miembros del juzgado que conoció a Zolanda Suade personalmente.

Él no dice nada. Se limita a mirarme fijamente, con una torcida sonrisa bajo el finísimo bigote.

– ¿Se refiere usted a que la mandé encarcelar?

– Sí, a eso me refiero.

– Debe usted aprender a ser más directo -dice Davidson-. No tengo nada que comentar acerca de Zolanda Suade. Por si no lo sabía, existe un litigio pendiente.

– Tengo entendido que Suade ayudó a su esposa a desaparecer junto con su hijo.

Él me mira con desconcierto, como un animal al escuchar un sonido extraño.

– Estoy siendo directo -le digo.

Davidson se levanta del sillón para ver si fuera, en el pasillo, hay alguien como, por ejemplo, una taquígrafa tomando notas, o su sucesora con un magnetófono. Luego cierra lentamente la puerta.

Se acerca a un palmo de mí, y luego me levanta la solapa de la chaqueta. Comprendo: trata de averiguar si llevo un micrófono oculto.

Tranquilizado, retrocede unos centímetros, me estudia por un segundo, tratando de discernir si puede hablar o no. Al final se deja dominar por el rencor.

– Puede usted hablar con cualquiera que me conozca. Le dirán que tengo bastantes defectos: arrogancia, mal carácter e impaciencia. Pero entre mis fallos no figura la hipocresía. No derramé ni una lágrima cuando mataron a Suade. Esa mujer era un caso patológico. Sentía un absoluto desprecio por la ley y por todo lo relacionado con ella. Consideraba que ella misma era la ley: juez, jurado y alcaide. Y si su cliente la mató, le hizo al mundo un inmenso favor. Y eso es todo lo que tengo que comentar acerca de ese tema, y si se lo repite usted a alguien, negaré haberlo dicho.

– Parece que la conocía usted bien.

Nuestras miradas se cruzan.

– Preferiría no haberla conocido -dice, y luego me da la espalda y vuelve detrás del escritorio.

Llaman a la puerta. Instantes después, ésta se abre y entra un tipo con mono empujando una plataforma rodante para el transporte de muebles.

Cruzo el despacho, apartándome de en medio. Davidson llega junto a su sillón y, al volverse, me sorprende mirando el objeto que hay en un exhibidor de madera colgado de la pared.

– Es un trofeo conmemorativo -dice-. Una automática del cuarenta y cinco. Un regalo de mis agentes cuando abandoné el cuerpo. Y, por si se lo está preguntando, el calibre no es el adecuado.

– Ya me he dado cuenta. -Sin duda, Davidson advierte la decepción que refleja mi voz.

Dos encargados de la mudanza están recogiendo cajas y amontonándolas en la plataforma rodante, mudos testigos de una conversación incomprensible.

– Encantado de conocerlo. -Me dirijo hacia la puerta, y ya casi estoy en ella cuando él vuelve a hablar.

– Por cierto -dice-. No quiero que pierda usted el tiempo. Aquella noche, yo tenía que hablar en una reunión de abogados del condado de Orange. -Se refiere al día en que Suade fue asesinada-. Salí del tribunal temprano, a media tarde, para anticiparme a la hora punta, y alguien fue conmigo en el coche. Un ayudante del fiscal del distrito. -Arquea las cejas al decir esto-. Stan Chased. Quizá desee usted confirmarlo con él.

– Estoy seguro de que no será necesario.

Davidson me ha dicho lo que yo quería saber. Está cabreado, tiene mal genio, le sobran los motivos, y posee lo que parece ser una coartada de titanio.

DIECIOCHO

En Norteamérica, las salas de audiencia están dispuestas con el ánimo de convertir a los abogados de la defensa en muebles. La mesa de la fiscalía está situada junto a la zona del jurado, de forma que el fiscal pueda dirigirles guiños y sonrisas a los jurados sin miedo a recibir una reprimenda del juez.

Harry y yo, junto a Jonah, situado en el extremo, estamos sentados a la mesa de la defensa, a diez metros de distancia, en el otro lado de la sala. Entre los dos equipos de abogados, un podio, casi de la altura de un hombre, y dos veces más ancho. Erigido entre los dos equipos opuestos de abogados, dicho podio se encuentra alineado con el estrado del juez, de modo que, aunque Jonah quisiera mirar hacia los jurados, le sería imposible hacerlo.

Es como estar sentado bajo la tribuna descubierta en un partido de béisbol, sólo que aquí, como dice Harry, ni siquiera pasan faldas bajo las cuales se pueda mirar.

El panel de doce ya ha tomado asiento, junto con cinco suplentes de los seis que eran. Uno de ellos se excusó alegando motivos de salud dos días después de los alegatos iniciales.

Son nueve mujeres y tres hombres. Dos de ellos trabajan para la compañía telefónica. Ésta parece hallarse desproporcionadamente representada en casi todos los jurados que he visto. Nunca he logrado averiguar si esto se debe al civismo o a que reciben el ciento cincuenta por ciento de su salario cuando tienen que hacer de jurados.

Varios de los jurados son gente de edad. Esto podría ser una ventaja, teniendo en cuenta los hechos. A la fiscalía le será imposible eludir el tema de Amanda, la nieta de Jonah, y la inferencia de que Suade intervino en la desaparición de la niña.

Este hecho es un elemento clave en la teoría de la motivación del asesinato.

En la zona del público, tras la mesa de la fiscalía, directamente detrás de la barandilla de separación, se sienta el viudo Harold Morgan, el marido de Suade. Es alto, delgado, elegante. Tiene el cabello entrecano, peinado con raya a la izquierda, y luce una corbata de lazo. Su aspecto es el de un miembro de la mejor sociedad, sólo que aquí, sentado como está entre un mar de periodistas, posee una capacidad explosiva similar a la de la cordita. Lo he visto en el vestíbulo, plantado ante las cámaras, asegurando con gran parsimonia que lo único que pretende es conseguir que se haga justicia.

Cuando le preguntaron si era partidario de que a Jonah le aplicasen la pena de muerte en caso de ser declarado culpable, Morgan miró al reportero y respondió que no podía opinar sobre el tema hasta que conociese todos los detalles.

Mary Hale se sienta detrás de nosotros, al otro lado de la barandilla, de forma que durante los recesos Jonah pueda volverse y hablar con ella. Mary está preocupada por la salud de su marido. Durante la semana pasada, la salud de Jonah ha empeorado. Ahora el médico lo visita casi a diario, y está pendiente de su hipertensión y de sus medicamentos.

Aunque Jonah está deprimido, tenemos una ventaja que tal vez nos consiga la simpatía del jurado. Se trata del afable carácter de Jonah. Nuestro cliente tiende a sonreír al mundo, a los jurados cuando entran y salen de sus escaños, a las mujeres de edad, a la joven cajera que trabaja en Vons, al vendedor de coches, y a la maestra de South Bay, al igual que al hombre que trabaja de contable en una gran empresa comercial de La Mesa. Algunos de ellos le devuelven la sonrisa.

Este último, el contable, nos preocupa. Ryan se esforzó en mantenerlo en el panel, y para cuando interrogamos al contable nosotros ya habíamos utilizado todas nuestras recusaciones discrecionales y no pudimos hacer nada.

Las personas de mentalidad matemática pueden constituir un problema cuando se trata de sopesar pruebas. Les gustan las cosas que pueden sumarse al final de cada columna. Lamentablemente, los hechos de un juicio penal, como la mayor parte de los auténticos misterios de la vida, rara vez son tan exactos. Cuando se produce el caos, las mentes meticulosas tienden a imponer su propio sentido del orden, rellenando los huecos de las dudas razonables con suposiciones basadas en la ley de las probabilidades. Los científicos, los ingenieros y los matemáticos constituyen graves riesgos para la defensa. Enfrentados a un problema, tienden a solucionarlo a su modo, muchas veces sin atender a las instrucciones que han recibido en su calidad de jurados.