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– Sí.

– ¿Y pesó usted esas balas?

– En efecto.

– ¿Recuerda el peso en grano de las dos balas en cuestión?

– Tendría que consultar mi informe -dice él.

– ¿Puedo acercarme al testigo? -pregunto a Peltro.

El juez asiente con la cabeza. Tengo los papeles grapados en la mano. Se los muestro a Morris.

– Página cinco del informe de la autopsia -digo al tribunal. Ryan pasa varias hojas.

– Parece que fueron noventa y cuatro coma tres granos en una y que la otra estaba fragmentada. Alcanzó el hueso. Ésa pesaba sólo ochenta y dos, con fragmentos.

– Concentrémonos de momento en la bala que pesaba noventa y cuatro coma tres granos. -Me vuelvo y regreso hacia el podio-. ¿Es ése el peso habitual de una bala de nueve milímetros?

– Señoría, esto va más allá del tamaño y el calibre del proyectil -dice Ryan.

– Si el testigo conoce la respuesta, puede darla -dice Peltro.

– No estoy seguro -dice Morris. Trata de encontrar una escapatoria, aprovechando el cable que le ha echado el juez.

– Doctor, ¿no es cierto que el peso normal de una bala de nueve milímetros, de las que se pueden comprar en las armerías, es de ciento quince granos?

– Sí, ciento quince parece una cifra adecuada -dice.

– Y, sin embargo, ambos proyectiles pesan considerablemente menos.

Él no dice nada y se limita a asentir con la cabeza.

– ¿Conoce usted el peso en granos de un proyectil del tres ochenta o del nueve corto?

Morris hace una mueca y, tras una larga pausa:

– ¿Noventa y cinco granos? -Aunque lo dice como una pregunta, resulta evidente que conoce la respuesta.

– Exacto. O sea que es probable que se tratase de proyectiles de tres ochenta, ¿no?

– Probablemente. Pero el calibre sigue siendo de nueve milímetros. -No está dispuesto a dejar de insistir en este detalle.

– Pero en un cartucho menor, ¿no?

– Probablemente.

– ¿Y con menos pólvora en su interior?

– Supongo que sí.

– O sea que su cálculo de la distancia máxima para el tatuaje no es correcto para una distancia de entre cuarenta y cinco y sesenta centímetros, ¿no?

– Se trata de distancias aproximadas.

– ¿No resulta más probable que la distancia máxima sea de unos treinta centímetros?

– Es posible.

Es todo lo que voy a sacar del testigo: pequeñas victorias hechas de posibilidades.

– Y ésa es la distancia máxima posible, ¿no?

– Quizá.

Lo miro fijamente.

– Sí -concede al fin Morris.

– ¿Estaba chamuscada la ropa de la víctima?

– Sí, un poco.

– ¿No indica eso que la distancia a la que se hizo el disparo fue considerablemente menor de lo que antes ha dicho usted?

– Insisto en que todo son cálculos acerca de la distancia a la que se efectuaron los disparos.

– ¿No es posible que la víctima se hubiese debatido por el arma?

– ¿Qué quiere decir con «debatido»?

– Doctor, ¿encontró usted residuos de pólvora en las manos de la víctima?

– Heridas defensivas -dice él-. Serían de esperar si ella hubiese alzado las manos para defenderse cuando la pistola se disparó.

Comienzo a hojear el informe mientras él me estudia desde el banquillo de los testigos a través de las lentes de sus gafas, gruesas como culos de botella.

– En el lugar del crimen, ¿le puso usted a la víctima bolsas en las manos, doctor?

– No.

– ¿Por qué no?

– No lo consideré necesario.

– ¿Acaso no es el procedimiento habitual en la mayor parte de los homicidios colocar sobre las manos de la víctima bolsas de papel que luego se cierran en torno a las muñecas para proteger las pruebas que pueda haber bajo las uñas?

– A veces se hace -dice Morris-. Depende de cuál sea el crimen.

– Comprendo. ¿Y para qué clase de crímenes envolvería usted las manos de la víctima en bolsas?

Él reflexiona un instante.

– Una violación en la que la víctima hubiera muerto -dice-. Se puede encontrar piel o cabello debajo de las uñas.

– ¿Qué más?

Morris mira a su alrededor, pensando.

– Un apuñalamiento en el que pueda haber habido lucha. Una pelea por el arma.

– ¿Qué más?

Él menea la cabeza, inseguro, ya sin respuestas.

– ¿No es cierto, doctor, que el procedimiento adecuado en prácticamente todos los homicidios es embolsar las manos de la víctima para evitar que las pruebas se contaminen?

– Ciertos profesionales lo hacen. Depende de los criterios de cada cual.

– ¿Ah, sí? ¿En este caso dependió de su criterio hacerlo o no?

Él asiente con la cabeza.

– Y sin embargo, según su informe, se hallaron restos de pólvora en las manos de la víctima, ¿no?

– Como he dicho, se trató de un movimiento defensivo -dice Morris.

– ¿En la parte posterior de la mano derecha de la víctima? -pregunto.

Esto lo deja callado.

– ¿Es habitual que una víctima extienda la mano en movimiento defensivo con la palma vuelta hacia ella?

– Es posible, si sólo inició el ademán.

Golpeo el podio con el informe.

– ¿No es más cierto, doctor, que los residuos de pólvora que encontró en la mano derecha de la víctima tienden a indicar que era ella la que sostenía la pistola? ¿Que, en realidad, también encontró usted residuos en la otra mano, y que ambas manos se encontraban sobre el arma cuando ésta fue disparada?

– Protesto, señoría. No existen pruebas de que la víctima disparase contra ella misma. -Ryan se ha puesto en pie.

– Yo no he dicho eso.

Ryan ha plantado la semilla. Yo trato de aprovecharla al máximo.

– Pero ya que la acusación lo menciona, en este caso hay tantas pruebas de suicidio como de homicidio.

– Protesto. -Ahora Ryan ha descargado el puño sobre su mesa.

– El jurado hará caso omiso del último comentario -dice Peltro-. Señor Madriani, no siga por ese camino.

– Sí, señoría.

– Solicito que la pregunta sea eliminada -dice Ryan.

– ¿Cuál era la pregunta? -dice el juez.

– Pregunté al testigo si los residuos de pólvora encontrados en las manos de la víctima tendían a indicar que era ella la que sostenía la pistola.

– Y yo protesto -dice Ryan-. La pregunta contiene una insinuación que no se halla sustanciada por pruebas.

– ¿A qué insinuación se refiere? -pregunto.

Él me mira, sin querer dar explicaciones frente al jurado, con lo cual sólo conseguiría aumentar sus problemas. Sabe que yo pretendo sacar a colación la pequeña pistola de Suade.

Peltro nos hace seña de que nos acerquemos al estrado y pide al jurado que salga un momento. Los jurados hacen mutis, seguidos por un alguacil.

– ¿A qué viene todo esto? -Peltro mira a Ryan desde lo alto de su estrado. No tiene ni idea de adónde pretendo ir a parar porque hemos aplazado nuestro alegato inicial hasta que nos toque el turno de plantear nuestras tesis. Tuve que hacerlo para poder aludir a Ontaveroz, si es que logro encontrar las pruebas necesarias.

– Intenta conseguir que mi testigo diga que la pistola estaba en manos de la víctima. No hay prueba alguna de que disparase contra sí misma -dice Ryan.

Dos reporteros situados en la primera fila se echan hacia adelante, inclinándose sobre la barandilla, con la esperanza de enterarse de lo que decimos.

Peltro los ve, y los señala con el índice.

– Tal vez les apetezca salir un momento a tomar café -dice. ¿Y perder sus puestos ante la horda que espera conseguir asiento? Retroceden.

Peltro me mira.

– Existen pruebas de que la víctima poseía una arma de fuego -le digo-. Una pistola calibre tres ochenta.

Al oír esto, el juez enarca las cejas. Mira a Ryan.

– No existe ninguna prueba de que la tuviera en su poder en la escena del crimen -dice Ryan.