Выбрать главу

– Lo hizo.

– ¿Y qué dijo el señor Madriani que contenía el comunicado de prensa? -Ryan formula la pregunta de modo irreprochable.

– Según el señor Madriani, al señor Hale se le acusaba de haber cometido incesto con su hija, así como de haber sometido a abusos deshonestos a su nieta. -Al poner las palabras en mi boca en vez de referirse a lo que leyó en el comunicado de prensa, Brower da mayor contundencia a la acusación.

– ¿Y el señor Hale oyó todo eso?

– Sí.

– ¿Y cómo reaccionó?

– Se indignó. Se puso hecho una furia.

– ¿Llegó el señor Hale, al menos en presencia de usted, a leer el comunicado de prensa en cuestión?

– Desde luego. El papel pasó de mano en mano. Todos lo vimos.

– ¿Dijo algo el señor Hale?

– Preguntó por qué la ley no ponía fin a las actividades de la señora Suade.

– ¿Y alguien se lo explicó?

– Sí. La señora McKay le dijo que el departamento la había investigado varias veces, pero nunca consiguió demostrar que la señora Suade hubiese infringido la ley. No había hecho nada por lo que pudiéramos detenerla ni obtener una orden de restricción contra ella.

– ¿Y cómo encajó eso el acusado?

– Se puso aún más furioso.

– ¿Dijo algo más?

– Sí. Dijo que si la ley no podía hacer nada contra Zolanda Suade, había otras formas de ajustarle las cuentas.

Ryan se vuelve a mirar al jurado mientras Brower dice esto, para cerciorarse de que comprenden el significado de tales palabras y que éste es el punto culminante del testimonio. Si se tratara de Moisés en el monte, en estos momentos el dedo de Dios estaría grabando a fuego las tablas de la ley.

– ¿Aclaró lo que quería decir con eso? -pregunta Ryan.

– Quería que nosotros, o sea, el departamento, fuéramos a obligar a la víctima, la señora Suade, a decirnos lo que le había ocurrido a la nieta del señor Hale.

– ¿El acusado deseaba que hicieran ustedes uso de la fuerza?

– Eso dijo.

– ¿Y qué respondieron ustedes?

– La directora, la señora McKay, le dijo que no nos era posible hacer eso. Que la ley lo prohibía.

– ¿Y qué respondió el acusado a eso?

– Afirmó que la ley no servía para nada, o algo por el estilo -dice Brower-. Y luego añadió que sabía exactamente lo que iba a hacer. Iría a ver a esa hija de puta y le retorcería el cuello. Que averiguaría el paradero de la niña. Y que si no le quedaba otro remedio, la mataría.

– ¿A quién mataría?

– Dijo que mataría a Zolanda Suade. Ésas fueron sus palabras.

Ryan hace una breve pausa, para que el jurado se empape bien de esas palabras, mientras él va a la mesa de la fiscalía y rebusca entre las bolsas de papel de las pruebas. A continuación hace que Brower identifique el cigarro que le dio Hale aquel día en mi bufete.

– ¿Hubo alguien que tratara de evitar que usted entregase esta prueba a la policía? -pregunta Ryan.

– Protesto.

– ¿Sobre qué base? -pregunta Peltro.

– Es irrelevante -replico-. No existen indicios de que se hayan cometido irregularidades con las pruebas.

Ryan trata de ir a por Susan, supongo que para ajustarle las cuentas por la información que nos ha dado acerca de la pistola de Suade.

– Retiro la pregunta -dice Ryan. Luego pasa a preguntar por aquella misma noche, cuando Harry, Susan y Brower me encontraron en el cineplex del centro comercial-. ¿Qué sucedió luego?

– La señora McKay… Estábamos todos en el vestíbulo del cine, y la señora McKay le contó al señor Madriani lo sucedido. Él quiso ir a la escena del crimen.

– ¿Al lugar en el que se hallaba el cuerpo de la víctima?

– Sí.

– ¿Explicó por qué?

– No con todas las palabras -dice Brower.

Ryan mira al jurado, y le hace de todo menos guiños.

– ¿Qué sucedió después? -pregunta.

– La señora McKay me pidió que lo llevase allí.

– ¿Por qué se lo pidió a usted precisamente?

– Porque yo tenía credenciales policiales. Ella sabía que yo podría conducir al señor Madriani más allá del precinto policial.

– ¿Y usted lo hizo?

– Sí, aunque me pareció que era un error -responde.

– Pero el caso es que lo llevó hasta allí.

– Mi jefa me lo había ordenado.

– ¿Es la señora McKay amiga del señor Madriani?

– Tengo entendido que sí-dice Brower.

Peltro no le quita ojo a Ryan, preguntándose hasta qué punto va a seguir el fiscal con las preguntas.

– ¿Tuvo usted la sensación de que esa petición, lo de llevar al señor Madriani a la escena del crimen, teniendo particularmente en cuenta lo que había ocurrido anteriormente aquel mismo día… tuvo la sensación de que la cosa podía resultar inadecuada?

– Protesto. El fiscal está solicitando la opinión del acusado.

– El señor Brower es un agente de la ley -dice Ryan-. Debe saber cuándo es apropiado o no cruzar el cordón policial que rodea la escena de un crimen, y quién debe acompañarlo cuando lo hace.

– Se desestima la protesta -dice Peltro.

– Sí. Me pareció inadecuado -dice Brower con satisfacción.

– Pero, pese a ello, acompañó usted al señor Madriani, ¿no?

– Sí. Aunque, como digo, me pareció un error.

– ¿Pudieron ver el cuerpo?

– Parcialmente, porque se hallaba detrás de un coche estacionado, pero vimos un pie y parte de una pierna.

– ¿Había técnicos de los laboratorios policiales trabajando en la zona?

– En efecto.

– ¿Encontraron los técnicos algo en el lugar de los hechos que luego le enseñaran a usted en presencia del señor Madriani?

– Sí. Dijeron que habían encontrado unas cosas cerca del cuerpo, y luego uno de ellos me enseñó algo.

– ¿Qué?

– Habían encontrado un cigarro. Sólo la colilla, fumada y apagada -dice Brower.

– ¿Había algo digno de mención en ese cigarro? -pregunta Ryan.

– Sí. Parecía idéntico al que el acusado me había dado aquella mañana, en el bufete de Madriani.

VEINTIUNO

– ¿O sea que es usted un experto en cigarros?

– No. En ningún momento he dicho eso.

– ¿Con qué frecuencia los fuma usted?

– No sé. -Brower es mucho menos espontáneo en la repregunta. Ha tenido oportunidad de consultar con la almohada, de reflexionar sobre lo que voy a preguntarle. Ahora se halla en el banquillo de los testigos, mirándome con ojos cautelosos.

– ¿Una vez al mes? -pregunto.

– No con tanta frecuencia -dice él.

– ¿Una vez cada dos meses?

– Probablemente, aún menos.

– ¿Tal vez los fuma usted sólo cuando alguien se los regala?

A él parece molestarle la implícita acusación de gorronería.

– Compro algunos de vez en cuando. Los fumo cuando tengo tiempo. -Ahora me mira con malos ojos.

– ¿Cuándo fue la última vez que compró usted un cigarro, señor Brower?

– No sé. No lo recuerdo. -Tampoco se esfuerza mucho en hacer memoria.

– Y, sin embargo, le bastó un vistazo para saber que el cigarro de aquella bolsa… el que el señor Ryan le mostró ayer -señalo hacia el carrito de las pruebas-, que aquel cigarro era de la misma marca y del mismo tipo que la colilla de cigarro que uno de los técnicos en pruebas le enseñó aquella noche detrás de la oficina de Zolanda Suade… Me refiero a la noche en que la mataron.

– A mí me pareció que era idéntico -dice él.

– Aquella noche, detrás de la oficina, ¿reinaba la oscuridad?

– Ya sabe usted que sí -dice él.

– ¿Cuánto tiempo estuvo usted mirando aquella colilla de cigarro, la que el técnico le mostró?

– Pues no sé, unos segundos -dice él.

– ¿Cogió la colilla? ¿La tocó?

– No. Se trataba de una prueba. Uno no toca las pruebas en la escena de un crimen.