– Sí, tú te referías a eso, pero… ¿y si a él se le hubiese ocurrido hablar de otra cosa?
– ¿De qué otra cosa?
– De la investigación que está teniendo lugar en nuestro departamento.
– ¿Por qué iba a haber hablado de eso?
– Para ponerme en evidencia -dice ella-. Por si no te habías dado cuenta, el señor Brower y yo no estamos exactamente a partir un piñón. Hay quien dice que él desea mi puesto. ¿Qué le hubiera costado empezar a hacer acusaciones absurdas? Decir que yo había destruido documentos de mi oficina. La prensa estaba allí. La taquígrafa del tribunal estaba tomando nota de todo.
– Brower no hizo nada de eso.
– Pero no fue gracias a ti.
– Estás exagerando -le digo, aunque lo cierto es que cuando le hice las preguntas a Brower estaba corriendo un riesgo calculado.
– ¿Sabías que yo figuro en la lista de testigos de Ryan? -me pregunta Susan.
– Vi tu nombre. Pero en esa lista estás tú y la mitad de los habitantes del estado. Eso no significa que vaya a llamarte a testificar. Casi espero que también me cite a mí.
Ella me mira, sorprendida. Le digo que estaba bromeando. Peltro jamás lo permitiría. El proceso sería declarado nulo en un abrir y cerrar de ojos.
– Pero yo sí estoy en la lista -dice ella-. ¿Por qué no me lo dijiste?
Estoy preguntándome cómo lo habrá averiguado Susan.
– Porque no quería que te preocupases. Bastantes problemas tienes ya.
– Y ahora, además, tengo éste. -Dobla el periódico y lo deja bruscamente sobre la mesa-. ¿Y si me cita a testificar? ¿Qué hago en ese caso?
– Te sientas en el banquillo y testificas. ¿Qué puedes decirle?
– Lo que oí en tu bufete aquella mañana con Jonah.
– Brower ya lo ha dicho. El daño está hecho.
– ¿Y si Ryan me pregunta cómo averigüé lo de la pistola de Suade? Brower sabe que yo te di la información.
– Yo no me preocuparía por eso. Le dices que te hiciste con la información por casualidad. Nosotros dos nos conocemos. Tú, simplemente, me lo comentaste.
– Así de simple. ¿No crees que él se preguntará cómo conseguí esa información?
– Le dices que a uno de tus investigadores le dio por husmear. La noticia del caso había aparecido en los informativos. Él se tropezó con la información y te lo comentó.
Eso no acaba con sus temores.
– No te citará -le digo-. ¿Qué ganaría con ello? Si trata de meterse en nuestra relación, yo lo pararé en seco. Peltro no le permitirá entrar en ese tema. Es irrelevante, perjudicial.
– Desde luego, para mí es perjudicial. -Se refiere a lo de nuestra relación-. Ojalá no te hubiese dado la información acerca de la pistola.
– ¿Por qué? ¿Para que condenaran a Jonah?
Ella me mira, no dice nada, pero sus ojos denotan las emociones que la embargan.
No he tenido tiempo de leer el periódico, pero parto de la base de que no hay en él ningún comentario acerca de la pregunta de Ryan, la sugerencia de que alguien presionó a Brower para que no entregase el cigarro a la policía. Si hubiera leído algo a ese respecto, ahora Susan estaría hecha un basilisco.
– ¿Cómo nos metimos en esto? -dice.
Me levanto de la silla y voy a colocarme detrás de Susan. Ella sigue frente a la mesa, con las palmas de las manos sobre el tablero.
– Escucha, estás sometida a muchas presiones. -Le froto los hombros con las manos, masajeándole los músculos como si éstos fueran masa de pan-. Cuando todo esto termine, haremos un viaje. Quizá al sur, a Baja California. Nos tumbaremos al sol y nos relajaremos. Las niñas podrán nadar. Necesitamos un descanso. Todos nosotros. No podemos seguir así.
Ella suspira profundamente.
– Sí.
Noto que parte de la tensión abandona su cuerpo.
– Mientras tanto -dice-, tendré que seguir defendiéndome de los tiburones del consejo de supervisores.
Un tipo llamado Jerome Hurly, un excéntrico que pronuncia su nombre de pila con una O mayúscula en el centro, es el propietario de una tabaquería del centro de la ciudad, y resulta ser el que abastece a Jonah de buenos cigarros. El tipo dirige una sonrisa a Jonah cuando se sienta en el estrado.
Jonah lo saluda con la mano antes de que yo pueda impedírselo.
Ryan despacha rápidamente los preliminares, la identidad del testigo, el nombre de su tienda, el hecho de que tiene el local desde hace treinta años.
– ¿Conoce usted al acusado, Jonah Hale?
– Sí, claro. Es un buen cliente.
– ¿Cuándo fue la última vez que lo vio?
El testigo reflexiona un momento.
– Hará unos tres meses.
– ¿Y dónde lo vio?
– En mi tienda. Vino a comprar cigarros -dice Hurly.
– ¿Había hecho eso anteriormente? Lo de comprar cigarros.
– Sí, claro.
– ¿Cuántas veces?
– No lo sé. ¿Usted qué cree? -Hurly mira a Jonah, como si realmente pretendiese que él lo ayude a responder-. Ocho o diez veces, ¿no cree?
Harry le da a Jonah con la rodilla por debajo de la mesa y el viejo no responde y se mantiene inexpresivo.
– Supongo que ocho o diez veces -repite Hurly.
– ¿Qué clase de cigarros le compraba?
– Bueno, el señor Hale tiene muy buen gusto. Cigarros de primera.
– ¿Caros? -pregunta Ryan.
– Desde luego.
Ryan se dirige al carrito de las pruebas. Rebusca parsimoniosamente en él y finalmente regresa con dos pequeñas bolsas de papel marrón.
– ¿Me permite acercarme al testigo, señoría?
Peltro hace un ademán de asentimiento.
– Señor Hurly, le voy a enseñar un cigarro y a preguntarle si reconoce la marca.
Hurly abre la bolsa que Ryan le ha entregado y mira en el interior.
– Me sería más fácil si lo saco -dice.
Ni Ryan ni yo nos oponemos.
Hurly hace girar el puro entre los dedos, lo huele, lo examina a la luz y asiente con la cabeza.
– Montecristo A -dice. También podría haberlo dicho con sólo mirar el cilindro metálico que contenía el habano y que todavía está en la bolsa.
– ¿Alguna vez le vendió ese tipo de cigarro, un Montecristo A, al acusado, Jonah Hale?
– Pues sí. Él generalmente los compraba por cajas, pero a veces también los compraba sueltos, en pequeños cilindros como éste -dice Hurly.
– ¿Se trata de un cigarro caro? -pregunta Ryan.
– Una caja de veinticinco le costaría a usted novecientos dólares fuera de Estados Unidos -dice Hurly-, pero… Bueno, aquí cuestan un poco más.
– ¿A qué se debe eso?
– A que pertenecen a mi reserva privada -dice Hurly-. Son difíciles de conseguir.
– ¿No es cierto, señor Hurly, que esos cigarros se cultivan y fabrican en Cuba, y que según las especificaciones del embargo a Cuba es ilegal comprarlos o venderlos en este país?
– De eso no estoy seguro -dice él-. Muchos mayoristas dicen que los cigarros proceden de Cuba. Pero la mayoría de ellos son cultivados y fabricados en este país. Algunos, en la República Dominicana.
– Pero el que le vendió este cigarro en particular le dijo que estaba hecho en Cuba, ¿no?
– Los mayoristas de cigarros dicen muchas cosas que yo no siempre creo. La mitad de las cigarrerías de la ciudad dicen que tienen puros cubanos en la trastienda. No siempre es cierto.
– Pero a usted le dijeron que éstos estaban hechos en Cuba, ¿no?
– Eso me dijeron.
– ¿Por eso son tan caros?
– Bueno, se trata de un cigarro excelente -dice Hurly. Está mirando a Jonah, atrapado entre los cuernos de un dilema que tiene el fraude al consumidor en un pitón y a los agentes federales de aduanas en el otro. Sin duda, estos últimos no tardarán en ir a examinar las existencias privadas de Hurly en su trastienda, si es que antes él no ha enterrado o quemado sus cigarros de contrabando.
– ¿Cuántos de sus clientes compran esa clase de cigarro?