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De regreso hacia su casa, mientras caía el crepúsculo, aquel desnudamiento le parecía tan difícil de explicar como inevitable. Lo había llevado a cabo con naturalidad, como si se sometiera a una orden mística: ¡Muestra tu divisa!

Trataba confusamente de captar algo que sin embargo continuaba escapándosele. Se trataba, al parecer, de una aproximación distinta al sexo femenino perteneciente al universo de los gitanos, surgida de la época ancestral de la que hablaba Besfort y que la raza blanca había perdido. Irreductible, instrumento supremo arraigado en el cuerpo de la mujer en virtud de un pacto secreto, conservaba su autonomía con obstinación. Millares de nuevos decretos habían tratado de reducirlo a la nada. Catedrales, deportaciones, doctrinas, regímenes enteros. Ciertos días, Rovena tenía la intuición de que, desde los recovecos donde se mantenía agazapado, sería capaz de desbaratarla.

Una vez en casa, sus pies la condujeron directamente hasta el sofá. Sumida en el hastío, tenía calculados los días que la separaban del regreso de Besfort.

El reencuentro con él fue diferente de como lo había imaginado. Le pareció extraviado, algo umbroso, como si se hubiera traído consigo todas las nubes del continente.

Experimentó ante ello una vaga ansiedad. Aquel hombre que ella se complacía en considerar el dispensador de su libertad podía perfectamente, aun sin pretenderlo, volvérsela a arrebatar.

Eres peligroso, pensó, mientras le susurraba al oído palabras dulces sobre la añoranza que había sentido, sobre la visita a casa de la gitana y por supuesto sobre el café tomado con el diplomático, quien de forma inmediata recibió el sobrenombre de «biplomático». Algo bueno había salido no obstante de aquel encuentro. Se había enterado por él de la existencia de una beca austríaca para estudiar en Grac, y el «bi» le había dicho que ella podía solicitarla. Nos resultará más fácil reunirnos, no te parece, en los hoteles de por allí, cuando tú tengas asuntos que resolver, y yo podré acudir entonces… ¿No te alegras?

Naturalmente que me alegro. ¿Quién ha dicho lo contrario? Por la cara que has puesto, no lo parecía.

Quizás porque mientras tú hablabas se me ocurrió que por cualquier cosa como un visado o una beca, a las chicas de hoy no se les plantean problemas para ir a la cama…

Ella se quedó petrificada. El le acarició las mejillas como si estuvieran recorridas por las lágrimas. Qué hermosos son tus ojos cuando te pones a pensar de ese modo. ¿Ah, sí?, respondió ella, sin saber por qué. Yo te estaba planteando la pregunta en serio, continuó él.;Lo harías?

Dios mío, pensó ella. Y al instante respondió: No lo creo.

Los ojos de él continuaban mirándola con insistencia, y entonces ella añadió: No lo sé…

Él le besó los cabellos con idéntica dulzura. Tú pretendes decir algo más, Besfort, ¿no es verdad? Él asintió con un movimiento de cabeza. Pero no estoy seguro de que deba ser dicho todo lo que se nos pasa por la cabeza. ¿Por qué no?, dijo Rovena. En la vida puede que no, pero nosotros estamos, como decirlo… en el amor…

Se echó a reír a carcajadas. Pues verás, hace un instante, cuando tú me hablabas con tanta franqueza, la idea de cuánto embellece la sinceridad a una mujer fue seguida en mi mente por su contraria: una mujer insincera puede resultar, por desgracia, igualmente atractiva.

¿Qué quieres decir con eso? No tuerzas tanto el gesto. Quería decir que de manera general la doblez desluce al hombre, no en vano se dice de una mirada esquiva que es traicionera. En cambio, curiosamente, una mujer infiel puede ser maravillosamente seductora. Estamos en el amor, ¿no es así? Tú mismo has dicho que todo es diferente… en el amor…

A diferencia de una hora antes, su voz parecía jovial, aunque ella se repitió de nuevo para sus adentros: peligroso.

Tenía los modales de un hombre que no se asusta ante los abismos. ¿Por qué parecía seguro de sí mismo y ella no? Esta idea la ponía nerviosa. Habría deseado preguntarle cargada de animosidad: ¿De dónde te viene esa seguridad? ¿Por qué te crees que me tienes?

Sentía que no encontraría la audacia para hacerlo. Ella experimentaba angustia y él no, ésa era la diferencia entre los dos. Y mientras eso no cambiara, ella se sentiría perdida.

Al tiempo que le acariciaba los pechos, él interrumpió sus tiernos susurros para pedirle que le repitiera las palabras de la gitana. Tienes ganas de burlarte, ya lo veo. Ni mucho menos, respondía él. Si existe un lugar donde los gitanos y los romaníes son por fin respetados es justamente entre nosotros, en el Consejo de Europa.

Como si temiera el silencio, ella continuó hablando mientras se peinaba ante el espejo. Él permanecía de pie, junto a la puerta, observando sus gestos ya familiares.

Mientras se pintaba los labios, ella volvió la cabeza para decir, con voz transformada de pronto, algo referente a su prometido. Por la fuerza de las cosas, la estancia en Austria traería consigo el distanciamiento, luego la separación.

Lo miró fijamente como para averiguar lo que pensaba. Pero él, reservado al parecer, no dijo una sola palabra, se limitó a avanzar dos pasos para besarla en el cuello. Seremos felices juntos, murmuró Rovena.

Más tarde tendría que arrepentirse de haber pronunciado esta frase. En realidad, debería haber sido él quien la dijera. Pero, como de costumbre, ella se había precipitado.

Qué falta le hacía todo aquello, se dijo quejosa. Creía haberlo olvidado todo, pero inútilmente. Todo persistía, en particular los últimos instantes de cada encuentro. Algo que no habría debido suceder sobrevenía de pronto. Algo que no había tiempo de enmendar. El lo explicaba por el nerviosismo de la separación. Ella no conseguía discernir qué era preferible: hablar lo menos posible con objeto de evitar los malentendidos o lo contrario, hablar, hablar apresuradamente, con pánico, para no permitir que se instalara el temible vacío. Ahora ya sabía que precisamente en vísperas de cada separación sobrevenía ese instante fatal en el que se decidía de qué lado quedaría el sufrimiento hasta el nuevo encuentro.

Todo aquello era ya cosa del pasado. Sin embargo, pertinaces, emitían a distancia su hostigamiento. Sentía deseos de gritarles: ¡Vale, ya os he recordado, ahora quitaos de en medio!

Había llegado a Grac en pleno invierno. Las nubes de febrero dejaban caer una lluvia hostil. Los mantos de bruma acechaban por todas partes como hienas. La casa donde había vivido Lasgush Poradeci era imposible de encontrar. Había creído que Grac la situaría, si no en una posición de superioridad, al menos en el mismo plano que Besfort Y. Sucedió a la inversa. Únicamente sus pechos se tornaron más turgentes.

En mitad de la soledad invernal, la llamada de teléfono de él se le antojó providencial. Se encontraba no lejos de allí. La esperaría en el hotel, el sábado. Al descender del tren, debía tomar un taxi. Por los gastos no tenía que preocuparse.

A lo largo de las dos noches no había parado de decir: Qué feliz soy junto a ti. Luego llegó el camino de regreso hacia el invierno y el hastío de la residencia universitaria.

Permaneció inmóvil durante un instante, con la alcachofa de la ducha sobre sus cabellos. El agua gorgoteaba carente de dulzura, a intervalos abrasadora y otros helada. Era probablemente la primera vez que una ducha, en lugar de sosegarla, le proporcionaba ansiedad. Por un instante le pareció captar la causa: la alcachofa de la ducha le recordaba el auricular del teléfono.

Sus disputas comenzaban por lo común a través de él. La primera y la más grave se produjo en primavera. Todo había cambiado en Grac. Por primera vez ella experimentaba los alicientes de la libertad. Y junto con ellos una irritabilidad desprovista de motivación. Le parecía que Besfort se estaba convirtiendo para ella en una traba.