Callaron. A su alrededor, y exceptuando algunos ronquidos y murmullos, todo estaba en silencio.
Baker se inclinó hacia delante y habló en voz baja:
– Estoy seguro de que a estas alturas ya se han dado cuenta de que esas cosas no son nuestros seres queridos. Esas criaturas vienen de otro lugar, un lugar que está fuera de nuestro plano existencial. Ob lo llamaba «el Vacío». Quizá su verdadero nombre sea «infierno». No lo sé. Le ruego disculpas, reverendo Martin, pero nunca he sido creyente. Confío en la ciencia, no en la religión. Pero ahora todo ha cambiado. Creo que los demonios existen y que están entre nosotros. Ob me lo confirmó: me dijo que permanecen a la espera en esa dimensión y, en cuanto la vida abandona nuestros cuerpos, toman posesión de ellos. Son como parásitos: toman el control del cuerpo y lo reclaman para sí mismos. Nuestras carcasas vacías son como vehículos para ellos.
– Coincido con usted en que son demonios, profesor -dijo Martin-, pues los demonios existen. Pero si estos espíritus incorpóreos habitan los cuerpos muertos, ¿por qué comen carne humana? ¿Por qué la única forma de acabar con ellos es destruir el cerebro?
– No sé por qué comen -admitió Baker-. Quizá para convertir la carne en energía, como nosotros. O quizá sólo lo hacen para violarnos aún más. Nos odian con todo su ser, de eso estoy seguro. En cuanto al método para acabar con ellos, le he dado muchas vueltas y creo que habitan el cerebro. Piénsenlo, todas nuestras funciones corporales y motoras provienen del cerebro: el movimiento, el habla, los pensamientos, los instintos… todo, desde lo voluntario hasta lo involuntario, proviene de aquí -dijo mientras se daba golpecitos en la cabeza.
Martin se frotó la barbilla.
– ¿Así que destruyendo el cerebro vuelven a ser espíritus y tienen que buscar otro cuerpo?
– No sé si los libera o si los destruye por completo, pero espero que sea lo segundo. Si sólo les supone un problema temporal, toda la vida en este planeta está condenada y no debemos albergar ninguna esperanza.
– ¿Por qué? -preguntó Haringa-. ¿Tantos son?
– Ob se jactó de que eran más que las estrellas y más que infinitos.
Jim dio un respingo, como si le hubiesen electrocutado.
Martin le puso la mano en el hombro.
– ¿Qué pasa?
– Llevo oyendo eso toda la semana, una y otra vez. «Más que infinito.» No es nada, es un juego al que solíamos jugar Danny y yo. Yo le decía que le quería más que a la pizza de pepperoni y él que me quería más que a Spiderman, y así hasta que terminábamos diciendo que nos queríamos más que infinito.
El resto permaneció en silencio y a Jim se le atragantaron las palabras.
– Era nuestra forma de despedirnos.
Cuando volvió el segundo turno de chicas, el tercero no abandonó el gimnasio. En vez de eso, recibieron agua, un cuenco de sopa marrón y pan duro. Frankie separó los finos trozos de carne (de dudoso origen) de su caldo y los engulló en varios tragos.
Cuando terminó la comida, no se reclamó otra remesa de mujeres para el picadero. El gimnasio estaba casi lleno y Frankie se preguntó si aquello era algo habitual.
Gina, Aimee y otra mujer con pinta de rubia juerguista se dirigieron hacia ella.
– ¿Qué está pasando? -preguntó Frankie.
– Se han cancelado todos los turnos de esta noche -anunció Gina-. Al parecer, quieren que los hombres descansen toda la noche. Han mandado a los barracones a todos los que no estuviesen de guardia.
– ¿Y eso por qué?
– Ésta es Julie -dijo Gina, dirigiéndose a la mujer-, y ésta es Frankie, la que derrotó a Paula.
– Guau -exclamó Julie-. ¡Qué pasada poder conocerte! Hiciste muy bien, todas la odiábamos.
– Cuéntale a Frankie lo que me has dicho -animó Gina.
– Verás, hay un soldado que siempre se lo monta conmigo. Dice que soy su favorita y creo que está enamorado o algo así, pero no me importa: es majo y sólo le tengo que aguantar unos minutos. Pero vamos, dice que se rumorea que mañana van a trasladar a la ciudad entera.
– ¿Trasladarla?
– Sí, del todo. Nos van a llevar más al norte, a una base subterránea del ejército o algo así.
Frankie dejó el cuenco de sopa en el suelo.
– ¿Y cómo piensan transportar a todo el mundo?
– La mayoría viajaremos en la parte trasera de los camiones. Va a ser un asco, porque estaremos como sardinas en lata, sin ventilación ni nada. Pero mi soldado dice que va a apañárselas para que pueda viajar con él y un amigo suyo en el Humvee.
– Me gusta la idea -dijo Frankie sonriendo-. ¿Crees que habrá sitio para una más?
– Lo intentaré mañana por la mañana, a ver qué dice -respondió Julie-. No creo que a su amigo le importe, pero ya te imaginas lo que querrán de ti, ¿no?
Frankie se la quedó mirando sin cambiar de expresión.
– Julie, soy una profesional.
La chica rió e hizo un ademán con la cabeza.
– Perfecto, Frankie. Oye, me alegro de que nos librases de Paula. Te veré mañana, ¡lo pasaremos bien!
– ¿Por qué vas a hacer eso? -le preguntó Gina, consternada-. Dios mío, ¿es que no sabes a qué te expones?
– A nada peor de lo que pasa cada noche en el picadero.
– ¿Entonces por qué te has ofrecido voluntaria?
– Para investigar.
– ¿Investigar? ¿De qué crees que te vas a enterar ahí dentro?
– Pues de entrada -contestó Frankie, tumbándose en el colchón-, de cómo se conduce un Humvee.
Más tarde, esa misma noche, con el gimnasio abarrotado, Gina y Aimee compartieron su cama. Aimee durmió entre las dos mujeres y se acurrucó contra Frankie.
Frankie permaneció inmóvil, mirando al techo. Tardó mucho tiempo en conciliar el sueño.
Capítulo 19
A las cuatro de la mañana siguiente, los megáfonos a pilas volvieron a la vida y anunciaron el toque de diana por las calles vacías. Cinco minutos después del primer aviso, los soldados salieron de sus barracones vestidos, armados y preparados. La ciudad bulló de actividad. Los soldados iban de acá para allá comunicando órdenes. El garaje vibró con el sonido de los motores cuando los Humvees, los camiones y los vehículos de transporte empezaron a salir del edificio. Algunos llevaban alimentos y otros bienes básicos: mantas, agua, gasolina, aceite, piezas, generadores (Baker confirmó durante un interrogatorio que en Havenbrook no quedaba energía), armas, munición, textiles y cualquier otra cosa que pudiesen llegar a necesitar. Otros camiones fueron asignados a transporte humano.
Se abrieron las puertas del gimnasio, el cine y otras áreas de confinamiento. Los asustados y somnolientos civiles fueron conducidos al exterior a punta de pistola, como si fuesen ganado, mientras se abrazaban unos a otros para combatir el frío que precede al alba. Una columna de camiones se detuvo ante ellos y los soldados les ordenaron que subiesen a los remolques.
Un antiguo banquero y un dependiente intentaron escapar en medio de la confusión. En cuanto fueron descubiertos, sonaros dos disparos en la oscuridad y cayeron abatidos. Después de aquello, no hubo más intentos de fuga.
Jim, Martin, Baker y Haringa permanecieron juntos mientras la fila avanzaba hacia uno de los camiones. Dos guardias se dirigieron hacia ellos y cogieron a Baker de los brazos.
– Señor, soy el soldado Miccelli y éste es el soldado Lawson. Tiene que venir con nosotros.
– ¿Por qué? ¿Por qué se lo llevan? -preguntó Jim, interponiéndose.
– ¿Quieres que te pegue un tiro y te deje aquí tirado? -contestó Miccelli mirándole a los ojos mientras sonreía-. ¿No? Pues entonces métete en tus putos asuntos, amigo.