Jim plantó los pies en el suelo y cerró los puños, lleno de ira. Martin le puso la mano rápidamente en el hombro y le susurró al oído:
– Ahora no. Así no. Así no vas a ayudar a Danny.
Le condujo suavemente de vuelta a la cola.
– ¡Buena suerte, caballeros! -les dijo Baker-. Estoy seguro de que volveremos a vernos antes de que todo esto haya terminado.
Martin se despidió con la mano.
– Igualmente, profesor. Dios está con todos nosotros.
Mientras se llevaban al científico, éste se dio la vuelta de pronto y gritó:
– ¡Señor Thurmond! Su hijo está vivo. ¡Yo también puedo sentirlo!
– ¡Venga! -gritó Miccelli mientras le pegaba un puñetazo a Baker en la nuca y le apuntaba con el M-16.
Jim, Martin y Haringa se dirigieron con el resto de los hombres hacia el camión. Como ya estaba lleno cuando llegaron, la cola se detuvo; los soldados cerraron las puertas a cal y canto con una fina barra de metal e hicieron un gesto para que el vehículo se pusiese en marcha. En cuanto se fue, otro ocupó su lugar.
Fueron obligados a subir de uno en uno al camión. Jim se detuvo una vez arriba y extendió la mano hacia Martin para ayudarle a subir.
– ¡Venga, moveos! -ladró uno de los soldados-. ¡Hasta el fondo!
Fueron conducidos hasta el interior del remolque, que no tardó en llenarse de cuerpos sucios y apretados que les empujaban contra el fondo. Se agacharon y Jim y Haringa escudaron a Martin del resto de prisioneros para que éstos no le aplastasen contra las paredes.
– Espero que no tengáis claustrofobia -comentó Haringa-. Porque sería una putada.
Una vez el remolque estuvo lleno, las puertas se cerraron, sumiendo a sus ocupantes en la más absoluta oscuridad. El motor se encendió de nuevo y empezaron a moverse.
Julie saludó a los soldados en medio de la multitud y Frankie pensó que la mujer parecía contenta y expectante, como si aquello no fuese más que un viaje de fin de semana con unos chicos que había conocido en una fiesta.
Se coló entre Frankie y Gina, riendo nerviosamente.
– ¿Lista para pasarlo bien?
– ¡Pues claro! Ya sabes que sí -respondió Frankie-. Espero que por lo menos sean monos.
– Oh, sí que lo son -le aseguró Julie-. Y, como te dije, son más majos que la mayoría. Deberías pensar en quedarte con uno de ellos.
Gina agarró a Frankie del brazo y la acercó hacia sí.
– ¿Estás segura de que sabes lo que estás haciendo?
– Segurísima -asintió Frankie-. Tú cuida de ti y de Aimee; yo voy a hacer amigos y ver qué puedo aprender.
Los dos soldados se acercaron y uno de ellos levantó en volandas a Julie, que chilló de alegría.
– Bájame -insistió, juguetona. Después se dirigió a Frankie-. Éste es Blumenthal -dijo mientras le pasaba la mano por el pecho-. Y éste es Lawson. Lawson, ésta es mi amiga. Es la nueva que le ganó a la gorda ayer por la noche.
– ¿Una cosita como tú? -se sorprendió Lawson mientras se regodeaba observándole el pecho y las caderas-. No tienes pinta de haberle dado una paliza.
– Estoy llena de sorpresas -contestó Frankie al tiempo que se lamía los labios de forma sugerente.
– Seguro que sí. -Se dirigió a Blumenthal-. ¿Puede venir con nosotros?
El otro soldado rió y acercó a Julie hacia él.
– Claro, tío, ningún problema. Pero que no se entere el sargento Ford.
– Contaba con que os ofrecieseis a llevarnos -dijo Frankie-. ¿A qué esperamos? Venga.
Lawson dejó escapar un silbido y le dio una palmada en el culo.
– Por aquí, señoritas.
Gina vio cómo desaparecían entre la multitud y fue a buscar a Aimee.
Encontró a la niña buscando protección en medio de otro grupo de mujeres. El soldado de primera clase Kramer la miraba con lascivia.
Gina comprobó asqueada que estaba teniendo una erección.
Fueron conducidas al remolque y empujadas al interior.
Kramer no dejó de mirar a Aimee, anotando en qué parte del convoy se encontraba. Gina creyó que Aimee no se había dado cuenta.
Cuando las puertas se cerraron, se puso a temblar.
Lo último que vio fue la sonrisa de Kramer.
– Bienvenido a bordo, profesor Baker. Me alegro de que haya podido venir con nosotros.
Gusano se sobresaltó y gruñó al ver a Baker subiendo al vehículo de mando. Sus ojos expresaban una mezcla de terror y alivio. McFarland se encontraba a su izquierda, apoyando una pistola contra las costillas del joven con indiferencia. González estaba justo enfrente, con el asiento que estaba a su lado vacío. Schow indicó con un gesto que ahí es donde debía sentarse Baker.
Obedeció mientras tranquilizaba a Gusano.
– No pasa nada. Sólo vamos a dar un paseo. No van a hacernos daño.
El muchacho se tranquilizó, relajó los músculos y se reclinó en el asiento sin dejar de mirar a Baker.
– Confía en usted -observó Schow desde el asiento del copiloto-. Como si fuese su hijo adoptivo. Eso es bueno. Pero no vaya a traicionar esa confianza, profesor Baker. Tenga muy presentes las consecuencias.
– Soy un hombre de palabra, coronel. Espero que usted también.
– Su insinuación me resulta de lo más hiriente, profesor. -Se dirigió al conductor y preguntó-: ¿Silva, cuál es nuestra situación?
– El primer grupo está listo desde hace diez minutos, señor -informó-. Y el teniente Torres acaba de confirmarme que el helicóptero está en el aire, llevando a cabo un reconocimiento aéreo. Estamos listos.
Schow asintió.
– Proceda.
El convoy se puso en marcha.
– ¿A qué velocidad cree que vamos? -susurró Martin.
– Es difícil saberlo desde aquí -gruñó Haringa-. A unos sesenta por hora, más o menos.
El interior del camión era frío, y el aire rancio apestaba a orina y sudor. La herida en el hombro de Jim estaba curándose, pero aún le dolía.
En la oscuridad, alguien se tiró un pedo, tras el cual se oyó un coro de risas nerviosas y exagerados gritos de repugna.
– ¿Alguno ha traído una linterna? -preguntó alguien, seguido de más risas.
– Yo tengo una baraja de cartas -respondió una voz-. Aunque tampoco es que nos vaya a servir de mucho.
– ¿Alguien sabe qué está pasando? ¿Adónde coño vamos?
– Van a gasearnos -sentenció una voz enfrente de ellos-, como los nazis a los judíos. Van a gasearnos y darnos de comer a los zombis.
– ¡Chorradas!
– Nos van a reubicar en un centro de investigación científica en Hellertown. -Cuando resonó la voz de Jim, todas las demás callaron-. Schow quiere establecer una base ahí. La mayor parte del complejo es subterráneo y está mejor protegido que Gettysburg.
– ¿Y tú qué eres, un colaboracionista? -le desafió alguien.
– No, y si pudiese levantarme y estrangularte con mis propias manos por decir esa gilipollez, lo haría.
– Conozco esa voz. Eres el tío que se cree que su hijo está vivo. Te oí ayer por la noche.
– Sí, ¿y qué?
– Pues que eres tonto de cojones, nada más. Es imposible que el chaval siga vivo, así que será mejor que te vayas haciendo a la idea.
Jim se tensó y Martin le contuvo, extendiendo su brazo hacia la oscuridad.
Jim había pasado la noche madurando la posibilidad -cada vez más real- de que Danny estuviese muerto. Pero incluso si ése fuese el caso (aún no estaba dispuesto a aceptar semejante desenlace), necesitaba verlo, saberlo, o se volvería loco.
Pensó en Danny, pletórico y alegre. Después, intentó imaginárselo como uno de esos seres. Su mente lo reprimió.
– Mi hijo está vivo -insistió con calma-, pero si repites eso, no podrá decirse lo mismo de ti.
– Que te jodan -respondió la voz. La tensión en el interior del camión había aumentado tanto que resultaba casi palpable. De pronto, Haringa habló: