Se preguntó si sería demasiado tarde para cambiarlo.
Se colocó las chapas de metal entre los dientes y las mordió con fuerza, intentando no gritar cuando la primera oleada de pájaros se estrelló contra el cristal de la cabina. Después llegó otra oleada, y otra, así hasta cinco más. Luego, una docena. Sus cabezas y picos chocaban contra el cristal, sonando como disparos.
El piloto no paraba de gritar y Torres deseó por un instante que se callase. El helicóptero empezó a girar fuera de control, dando tumbos. Torres mordió las chapas con más fuerza todavía y cerró los ojos, sabiendo que si los abría se encontraría cabeza abajo.
A su alrededor resonaba una cacofonía compuesta por los chillidos de los pájaros, el rugido del helicóptero y los gritos del piloto. Y por encima de todos, el estruendo de la caída a medida que se precipitaban hacia el suelo.
«Suena como un tren de carga a través de un túnel», pensó para sí.
Por primera vez en su vida, Torres se preguntó si habría luz al final del túnel.
El cristal de la ventana se hizo añicos y docenas de cuerpos putrefactos y emplumados se abalanzaron sobre ellos.
Dio gracias cuando el helicóptero colisionó contra el suelo y agradeció la explosión que acabó con su dolor y su vida. Se parecía mucho a una luz.
– Hemos perdido contacto con ellos, señor.
– ¿Eso cree, soldado? ¡Mire a la izquierda!
Schow apuntó a una bola de fuego que brotaba en el horizonte, tras unos árboles.
– Joder -exhaló González mientras contemplaba el humo y las llamas-. Cancelemos la operación, coronel. ¡Volvamos a Gettysburg!
Schow se revolvió en su asiento. En su enrojecida frente palpitaba una vena.
– Capitán, permanezca sentado y vigile a nuestros prisioneros o por Dios que yo mismo le dispararé. ¿Entendido?
– Sí, señor.
González hundió el cañón de su pistola en el costado de Baker.
Schow cambió de frecuencia y se dirigió al convoy.
– ¡Atención todos! Vamos a ser atacados de forma inminente, repito, de forma inminente. Quiero a todos los artilleros de las ametralladoras de calibre cincuenta en posición y francotiradores encima de los camiones ahora mismo. Vigilen a los civiles y que no escape ni uno. En cuanto al resto, quiero que todo el mundo esté preparado. ¡Vamos, caballeros!
La línea de vehículos se detuvo bruscamente y los soldados llevaron a cabo las órdenes. Los artilleros otearon el perímetro desde sus posiciones, atentos a cualquier señal de actividad. Recientes veteranos cuya única tarea antes del alzamiento era hacer ejercicios y simulacros olfatearon el aire, captando el inconfundible hedor del enemigo que se aproximaba.
No tuvieron que esperar mucho tiempo.
Los niños aparecieron al unísono desde la cima de una colina. Profirieron un horrible grito y se lanzaron a la carga, corriendo hacia la carretera que se encontraba ante ellos. Los soldados abrieron fuego y descargaron una cortina de fuego contra la horda, haciendo trizas su carne podrida. Sus miembros fueron arrancados de sus cuerpos y la carretera acabó cubierta de entrañas, pero siguieron avanzando. Los soldados apuntaron mejor y sus balas destrozaron varias cabezas; pero por cada zombi que caía, otro tomaba su lugar.
La risa de los niños muertos resonó sobre los disparos.
Blumenthal giró la torreta y gritó mientras la ametralladora tronaba:
– ¡Lleva a las chicas al picadero!
Lawson sacó la pistola y condujo a Frankie y a Julie.
– ¡Ya le habéis oído! ¡Vamos!
Julie se mantuvo firme.
– ¡Queremos quedarnos con vosotros!
– Estaréis más seguras dentro del camión -insistió Lawson-, y además, si el coronel os ve aquí, hará que nos fusilen a todos.
Las condujo a través del caos. A su alrededor resonaban los disparos y los chillidos de los no muertos, y Frankie arrugó la nariz al oler la cordita y a los zombis.
Entonces vio a uno de ellos. Una niña, no mayor de seis años. Llevaba un osito de peluche destrozado. Su vestido estampado con flores estaba sucio y rasgado, y sus brazos y piernas, hinchados y ulcerados. Sonrió, mostrando sus encías ennegrecidas, y se abalanzó sobre ellos.
– ¿Me dais un abrazo?
Lawson se interpuso entre el zombi y las mujeres y disparó. Una flor carmesí brotó de la frente de la niña y se desplomó contra el suelo sin soltar al animal de peluche.
Temblando, Frankie se tapó los oídos, intentando aislarse del ruido. Pudo oír el llanto de su bebé en el fragor de la batalla. Deseó un poco de heroína, pero se obligó a descartar aquella idea.
– ¡Vamos!
Lawson las empujó hacia delante, alejándose corriendo de los zombis que se adentraban en el perímetro. Atacaban desde tres puntos a la vez: la carretera, la colina y los bosques que rodeaban la autopista.
Abatió a cuatro criaturas más antes de llegar al camión. Movió la barra con rapidez e inmediatamente después abrió la puerta.
– ¡Arriba!
– Déjame una pistola -le rogó Frankie.
– Créeme, nena, estarás más segura ahí dentro que fuera. Volveré a por vosotras en cuanto todo esto haya acabado.
Julie y Frankie subieron al camión y el soldado cerró la puerta de golpe. Frankie oyó el chasquido del cierre tras ella.
El interior del remolque no era como ella había esperado. Había una alfombra roja en el suelo y varias lámparas de queroseno emitían un brillo suave y tenue. Unos cubículos de oficina conformaban las habitaciones y cada una ellas contaba con una cama. Unas cuantas mujeres dormían a ratos, incluso con el estruendo de la batalla que se desarrollaba fuera. Salvo por sus ronquidos, el picadero estaba en silencio.
Entonces Frankie escuchó los gritos procedentes del fondo y el inconfundible ruido de carne chocando con carne.
– Eso es, así. Toma, zorrita.
Frankie reconoció aquella voz al instante. Julie le puso la mano en el hombro para contenerla, pero Frankie la apartó y se lanzó hacia delante.
Oyó otro golpe y esta vez los gritos de la chica fueron aún más altos. Después vinieron los sollozos de dolor y vergüenza.
Aimee.
Frankie entró de golpe en el cubículo mientras le rechinaban los dientes. Kramer estaba encima de la chica, aplastándola contra la cama con cada empujón de su pálido culo. Una mano estaba cerrada en torno a su garganta, y la otra, cerrada en puño. Frankie dio un paso y el soldado asestó otro golpe. El execrable sonido del puñetazo le revolvió las tripas a Frankie.
Aimee jadeaba, intentando respirar, mientras sus pupilas dilatadas miraban a ninguna parte. Finalmente, sus ojos se entornaron hacia arriba hasta quedar totalmente en blanco y arqueó la espalda hasta tal punto que Frankie pensó que iba a partírsele la columna.
– ¡Eh, gordo!
Kramer se dio la vuelta sin quitarse de encima de la niña y sonrió.
– Oh, esperaba que estuvieses aquí, zorra. Tengo algo para ti.
Se apartó de Aimee, que había dejado de moverse. Frankie comprobó que tenía sangre en los muslos y aquello la llenó de ira.
– ¿Qué tienes para mí, esa mierdecilla? -preguntó mientras señalaba al pene ensangrentado del sargento.
Kramer extendió un brazo hacia el montón de ropa que se encontraba a los pies de la cama y sacó una pistola.
– Entonces igual te follo con esto.
– Por lo menos es más grande.
Julie apareció detrás de ella.
– Frankie, no te enfrentes a él.
– Mantente al margen, Julie. Ve al frente y vigila la puerta; asegúrate de que ningún zombi intente entrar. -No dejó de mirar a Kramer-. No me gustaría que nos interrumpiesen.
– Así es -babeó él-. Mientras el resto hace prácticas de tiro, nosotros podemos divertirnos un poco.