Julie retrocedió, observando la escena con una mezcla de terror e incredulidad. Los ecos de la batalla provenían ya de todas partes y estaban salpicados por gritos de agonía y terror.
– Tus amigos están muriendo ahí fuera y tú sólo puedes pensar en mojarla -observó Frankie, burlona-. Menudo machote estás hecho.
– Ya te enseñaré ahora lo machote que soy, zorra. -La apuntó con la pistola-. Ponte de rodillas o te vuelo la cabeza.
– Me preguntó qué estará pasando -susurró Martin cuando el camión se detuvo.
Las balas silbaban en el exterior. Oyeron unos gritos ininteligibles y después más disparos, seguidos de varias pisadas a la carrera. Una explosión sacudió al camión entero.
– Deben de estar atacándonos -concluyó Jim mientras cambiaba de posición para devolver la sangre a las piernas, que se le habían dormido por la falta de actividad.
Algo golpeó uno de los lados del remolque y apareció un agujero del tamaño de una pequeña moneda por el que entró un rayo de luz. Se oyó un grito procedente de la oscuridad.
– ¡Nos han disparado!
– ¡Todo el mundo al suelo! -gritó Jim mientras arrastraba a Martin con él. Otra bala alcanzó al remolque, esta vez cerca del techo.
Haringa se ajustó las gafas.
– ¿Qué coño está pasando?
Trepó por encima del resto hacia el rayo de luz, y cuando iba a inclinarse para otear el exterior, algo blanco e hinchado asomó por el agujero.
Un dedo. Un dedo muerto.
Oyó una risita y el dedo desapareció, dejando trozos de carne podrida enganchados en el metal.
Un puño se estrelló contra el remolque. Luego otro.
Jim se dio cuenta de que los disparos parecían estar alejándose de ellos.
Algo empezó a dar golpecitos en la puerta del remolque, tocando Shave and a haircut.
Antes de que pudiesen detenerlo, un hombre respondió con el final de la melodía.
Tan-tan. Dos toques.
La puerta empezó a temblar.
– Es como si nos hubiesen estado esperando -musitó McFarland, contemplando la matanza que estaba teniendo lugar a su alrededor-. Como si alguien les hubiese dicho que veníamos hacia aquí.
– Puede que así haya sido, capitán -le dijo Baker-. Los pájaros. Los murciélagos. He intentado hacerles entender que están poseídos por las mismas entidades que poseen a los humanos muertos.
– Chorradas -escupió González-. Si eso fuese cierto, ¿por qué no están infectados también los bichos, eh? ¿Cómo es que no hay mosquitos zombi volando por ahí, o moscas?
– No tengo todas las respuestas. Quizá los insectos no tengan suficiente fuerza vital, o quizá sus cuerpos sean demasiado frágiles, no lo sé. Sólo sé que cuando la energía, fuerza vital o alma, sea nuestra o de un animal, abandona el cuerpo para dirigirse allá donde vaya, esas cosas toman su lugar.
Schow se quitó los auriculares y, con un rápido movimiento, sacó la pistola y se la puso a Gusano en la sien. Gusano gimió e intentó alejarse del cañón, pero Schow le sujetó del pelo y tiró de él. Una gota de sangre se deslizó por el rostro del aterrado muchacho como una lágrima.
– Voy a proponerle una cosa, profesor. Vamos a probar su pequeña teoría ahora mismo. Sabía que esto iba a pasar, ¿verdad? ¡Nos ha tendido una trampa!
– No, Schow -respondió Baker, extendiendo las manos hacia él-, ¡no tenía ni idea! Vine por un camino distinto desde Havenbrook. ¿Y por qué iba a conducirlos a una trampa, poniéndonos a Gusano y a mí en peligro?
– ¡Están por todas partes! -gritó una voz por la radio-. ¡Repito, han atravesado el perímetro! Cuidado con el flanco, cuidado con el…
Se oyó un grito ahogado y después sonido de electricidad estática.
Schow se inclinó, abrió la puerta y arrojó a Gusano al exterior.
– ¡Eiker!
Gusano rodó por la carretera. Cuando consiguió ponerse en pie, empezó a dar manotazos a la puerta. Schow la cerró de golpe y echó el cierre. Después apuntó a Baker con la pistola.
Cuatro niños rodearon a Gusano con una expresión de malicioso placer en sus rostros muertos.
– ¡Eiker!
Schow se dirigió al conductor.
– Silva, dé la orden de retirada. Quiero que todos los hombres vuelvan a sus vehículos. Vamos a seguir avanzando y nos reagruparemos en Havenbrook.
Gusano empezó a arañar el Humvee y a aporrear frenéticamente la puerta. Entonces los niños se echaron encima de él.
Baker cerró los ojos pero no pudo evitar oír los gritos.
– Fíjate -apuntó González-, le han arrancado la garganta de un mordisco.
– Y la oreja -añadió McFarland-. Pero tampoco es que le sirviesen de mucho.
– Cabrones -sollozó Baker-. Cabrones de mierda, os veré arder. ¡Os veré arder a todos! ¿Cómo habéis podido hacer algo así?
– Vamos -ordenó Schow. El Humvee se puso en marcha con una sacudida.
Con los ojos cerrados y los puños apretados contra las orejas, Baker lloró.
– Pues mira -anunció González-, el retrasado debía de ser un bicho, porque no se vuelve a levantar.
Pero cuando atravesaron la colina y lo perdieron de vista, Gusano se alzó.
Capítulo 20
– ¡Atrás, universitario de los cojones!
Miller empujó al asustado teniente, ignorando por completo el protocolo.
En la carretera, un soldado herido gritó cuando un grupo de zombis le abrió el estómago con sus propias manos, hundiéndolas en las calientes vísceras. Miller apuntó el M-16 hacia ellos y vació el cargador.
Agarró a un oficial que se encontraba en plena huida y lo atrajo hacia sí de un tirón. Éste tenía tanto miedo que gimió en cuanto notó que algo lo sujetaba.
– ¿Dónde está el soldado de primera Kramer?
– No lo sé -tartamudeó el hombre-, la última vez que lo vi se dirigía al picadero y entonces todo se fue a la mierda y esas cosas mataron a Navarro y a Arensburg; y eran igualitas a mi hija, una de ellas era clavada a mi hija…
Miller tiró al hombre al suelo y éste se quedó tumbado, delirando.
«A la mierda Kramer, a la mierda Schow y a la mierda todo el mundo -pensó-. Esta operación es una cagada como un templo.»
Extrajo el cargador vacío, metió uno nuevo y disparó al teniente en la cara. Después hizo un gesto a un camión cisterna que pasaba por ahí y se subió a la cabina.
El conductor tenía el miedo reflejado en el rostro.
– Creo que deberíamos habernos quedado en Gettysburg, sargento.
– Tampoco habría supuesto mucha diferencia -contestó Miller con desdén. Bajó la ventanilla, vio un zombi y apretó el gatillo.
– ¡Están intentando entrar!
Los hombres que se encontraban dentro del camión se dirigieron hacia la parte trasera, aplastando a todos aquellos que se encontraban en su camino a los lados del remolque. Martin resolló, agarrándose el pecho, e intentó hacer sitio para ponerse en pie.
– ¿Estás bien? -le preguntó Jim.
El anciano negó con la cabeza, luchando por respirar.
Las puertas volvieron a temblar cuando los zombis forcejearon con la barra de metal que las mantenía cerradas. Se abrieron de golpe con un gran ruido y el remolque se llenó de luz y de los sonidos de la batalla… los sonidos de hombres muriendo.
«Son niños -pensó Jim-. ¡Tienen la edad de Danny!»
Los hombres que estaban más cerca de la puerta arañaron a quienes tenían detrás, pero no había espacio para moverse. Se apretaron unos contra otros mientras aquellas manos podridas se aferraban a ellos, arrastrándolos hacia la horda. Los zombis empezaron a subir al remolque mientras sus fauces hambrientas se abrían y cerraban con expectación.
Haringa se abrió paso hacia delante y pateó a uno de ellos en la cabeza, enviándolo de vuelta con el resto. Apuntó con la bota a otro, pero éste le sujetó la pierna y tiró de él hacia abajo. Los dientes de la criatura se hundieron en su extremidad y la sangre empezó a manar sobre sus pantalones vaqueros.