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Se dirigió hacia la entrada mientras Schow y González le apuntaban con sus armas. Se sentía ligero, como si estuviese encima de una cinta transportadora en vez de caminando. Sus sentidos estaban a flor de pieclass="underline" notaba el sol en la nuca y el pelo le dolía allí donde Schow había tirado de él. Reinaba el silencio, como si el entorno estuviese conteniendo la respiración. No se oían pájaros o insectos, vivos o muertos. De pronto, oyó una radio encenderse tras él. Alguien dio una señal y escuchó un cargador introduciéndose en un arma.

Se encontró enfrente de la garita. Durante años pasó por delante de aquella entrada dos veces al día, pero cuando huyó de Havenbrook, días atrás, jamás esperó volver a verla. Conocía a los guardias por su nombre, les preguntaba por sus mujeres e hijos y les daba primas por Navidad. ¿Dónde estarían ahora? ¿Dentro, quizá, escondidos entre las sombras? ¿Esperándole?

No, aquella idea era simplemente ridícula. Si hubiesen vuelto a su puesto tras ser reanimados, los habría visto al escapar. Pero claro, entonces, ¿quién había escrito sobre el cartel? La pintura era reciente… muy reciente.

Escuchó el sonido de la electricidad estática y otro crujido de una radio cercana, así como el motor del camión, que le seguía de cerca.

– ¡Vamos, profesor! -gritó Schow-. No tenemos todo el día. ¡Se acercan por la retaguardia, así que en cinco segundos empezaré a disparar! Venga, ¡imagínese que está vendiendo galletas de las Girl Scouts!

Sus palabras fueron recibidas con carcajadas por parte de los soldados.

Baker tomó aliento, lo contuvo y pensó en Gusano.

– Lo siento -repitió una y otra vez, como un mantra. Y así, caminó a través de la entrada.

Capítulo 21

Como tenía el viento en contra, Jim los escuchó antes de olerlos. Sus gruñidos y maldiciones resonaban por todo el bosque. Las hojas crujían bajo sus pesados pies a medida que avanzaban hacia su ubicación tras haber perseguido al convoy. Un pájaro vivo levantó el vuelo desde su refugio en las ramas altas, asustado. Segundos después, chilló cuando otra ave no muerta lo cazó en el aire.

Jim echó un vistazo alrededor con el corazón latiendo a toda prisa y los sentidos totalmente alerta. Avanzaría más deprisa por la carretera, pero no tendría donde ocultarse y se convertiría en un objetivo a plena vista. El bosque ofrecía protección, pero la espesa vegetación que le ayudaba a ocultarse también lo retrasaba.

Oyó algo dirigiéndose hacia él y se paró en seco, conteniendo la respiración. Pudo oler el hedor rancio del zombi cuando pasó a su lado, tan cerca que podía oír las moscas zumbando bajo su piel.

La criatura pasó de largo, dirigiéndose hacia la carretera. Jim exhaló rápidamente y esperó a dejar de oírla. Cuando creyó que era el momento, salió de su escondrijo y echó a correr.

Inmediatamente después, oyó un grito ronco tras él. Le había visto.

– ¡Ven, cerdito, cerdito, cerdito!

Jim se abrió paso a través del follaje, corriendo en paralelo a la carretera. Las ramas le asestaban latigazos en la cara y las raíces nudosas amenazaban con hacerle tropezar a cada paso. Las hojas muertas crujían bajo sus pies, llamando aún más la atención.

Un cadáver surgió de entre los arbustos delante de él y tuvo que girar hacia la derecha, alejándose de la carretera, para esquivarlo. El zombi le persiguió torpemente, arrastrando una pierna inútil; colocó una flecha en un arco compuesto de fibra de vidrio y la lanzó en su dirección. El proyectil silbó sobre su cabeza hasta terminar clavado en un viejo roble.

Otro zombi empezó a perseguirle, y, aunque Jim no lo sabía, aquel cadáver era el de Gusano.

– ¡Oy a o' ti!

Se abalanzó hacia él con la lengua revolviéndose en su boca como un pez muerto.

Jim atravesó un amasijo de arbustos de moras y siguió corriendo. La camisa se le quedó enganchada en las espinas y tuvo que quitársela para poder liberarse, por lo que quedó colgada como una bandera.

Trepó por una colina cubierta de maleza, se agachó y agarró una rama caída. Era tan larga como un brazo y sólida al tacto.

Una marmota, cuyas vísceras asomaban por un agujero en su costado, chilló rabiosa y lanzó varios mordiscos al aire cerca de sus talones. Jim blandió la improvisada porra contra la cabeza de la criatura, pero ésta esquivó el golpe dando un paso atrás. El segundo ataque fue aún más potente y la cabeza del animal reventó de tal forma por la fuerza del impacto que uno de sus ojos salió disparado de su órbita.

Gusano estaba pisándole los talones. Jim subió hasta la cima de la colina y se preparó para enfrentarse a él.

El bosque siguió vomitando zombis, que se dirigían hacia su posición. Primero seis, luego una docena. Después, dos docenas. Pudo oír a más seres atravesando la espesura y dirigiéndose en tropel hacia la carretera de la izquierda.

Gusano intentó darle un zarpazo, pero Jim le pegó un empujón que lo hizo caer colina abajo hasta chocar contra otras tres criaturas que se desplomaron sobre el verde suelo.

Volvió a blandir la porra, que impactó contra la mandíbula de otro zombi. Se oyó un chasquido y Jim gritó de alegría… hasta que se dio cuenta de que lo que se había roto no era la mandíbula, sino su arma.

El palo había pasado a ser una lanza, así que Jim lo utilizó como tal, estocando al ojo ictérico de la criatura. Empujó con todo el peso de su cuerpo y oyó cómo el palo penetraba la membrana con un chasquido y se hundía en el tejido blando del cerebro. Jim tiró del palo con fuerza, pero fue incapaz de sacarlo, ya que estaba completamente encajado en el cráneo del zombi. Así que lo soltó, dio media vuelta y siguió corriendo.

Volvió a dirigirse hacia la carretera, buscando desesperadamente un vehículo abandonado o, al menos, un arma que se hubiese quedado sin dueño durante la batalla. Recorrió casi medio kilómetro hasta tropezar con un soldado herido.

El hombre estaba recostado, con la espalda apoyada en un roble. Uno de sus brazos colgaba inútil en uno de sus lados y tenía las piernas rotas y cubiertas de mordiscos. Sorprendentemente, y pese al daño, estaba vivo.

Tras un instante, Jim le reconoció.

– Eh, tío -le rogó el soldado-, échame una mano. Tengo que volver a la unidad y encontrar un médico.

– Eres el soldado Miccelli, ¿verdad?

El hombre entrecerró los ojos con una mezcla de sospecha y sorpresa.

– Sí -jadeó-, ¿y tú quién eres?

– Jim Thurmond. Te recuerdo de esta mañana, deja que te ayude.

Se arrodilló e inspeccionó las piernas de Miccelli. Un pedazo de hueso astillado asomaba a través de su gemelo y Jim lo tocó con la punta del dedo.

Miccelli gritó, hundiendo sus dedos en la tierra y las hojas.

– ¡Shhhh! -le advirtió Jim-. Van a enterarse de dónde estás. ¡Están por todas partes!

– Me cago en la hostia, tío, ¡ayúdame! ¿Qué coño te pasa?

Jim apartó el fusil de Miccelli con el pie, fuera del alcance del soldado.

– Llegarán aquí en cosa de un minuto, así que tendré que protegernos a los dos. ¿Cómo se maneja este cacharro?

Gruñendo de dolor, Miccelli explicó cómo funcionaba el arma y cómo cambiar el cargador. Satisfecho, Jim se puso de pie y le apuntó con ella.

– ¿Pero qué haces, tío?

– Esta mañana, cuando te llevaste al profesor Baker antes de que subiésemos al camión, me preguntaste una cosa. ¿Recuerdas qué? ¿Eh? -Miccelli negó con la cabeza rápidamente-. Me preguntaste si quería que me pegases un tiro y me dejases tirado, ¿te acuerdas?

– Eh, tío, ¡no jodas! -había abierto los ojos de par en par al comprender quién era. Le enseñó las manos en un gesto de rendición-. ¿Por favor? ¡No me jodas, tío! ¡Si vas a dispararme, dispárame en la puta cabeza! ¡No me dispares en la tripa! ¿Qué ganarías con eso?