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Martin intentó sacar el cuchillo, pero estaba firmemente hundido. Se puso en pie y se limpió la sangre de las manos en la ropa.

– Mas tú, oh Dios, los harás descender al pozo de la destrucción. Los hombres que viven por la sangre y los engaños no demediarán sus días; empero confiaré en ti.

Pateó el cuerpo de Miller, cogió su arma y la examinó.

– Salmo cincuenta y cinco, versículos cuarto a vigésimo tercero.

Experimentó con el fusil, recordando su época en el ejército, y se preparó. Echó un vistazo a ambos cuerpos para asegurarse de que no se movían y un escalofrío le recorrió la espalda. El rescate de Miller le recordó al zombi de la silla de ruedas. Entonces fue Jim quien lo salvó.

– Por favor, Señor, cuida de él. Ayúdale a encontrar a su hijo.

Sintió que le inundaba una extraña sensación de paz. Con renovadas fuerzas y confianza, Martin ignoró la artritis que le atenazaba las articulaciones y la falta de aire en sus pulmones y se dirigió hacia la salida.

– Aunque camine por el valle de las sombras de la muerte, no temeré ningún mal, pues tú estás conmigo.

Se adentró en el valle y, pese a que las sombras de la muerte lo cubrían todo, no conoció el miedo.

* * *

El sargento Michaels pateó la puerta y el cristal roto se derramó sobre la acera y la alfombra. Atravesó corriendo el recibidor del edificio de oficinas, escuchando tras de sí cómo morían sus hombres.

Un zombi apareció de detrás del puesto de recepción en el que se escondía y le disparó. Algo le quemó en el hombro, como una picadura de abeja pero mucho más dolorosa, y sintió un impacto en la pierna. Michaels aulló de dolor y abatió a la criatura. Empezó a jadear.

Se detuvo ante las puertas del ascensor, respirando pesadamente mientras pensaba qué hacer a continuación. El calor que sentía en el hombro y el muslo le hicieron darse cuenta de que las balas le habían alcanzado, así que rasgó la tela de su camisa y echó un vistazo a la herida. Tenía mal aspecto, y el agujero del muslo pintaba aún peor. La cabeza le dio vueltas y se le revolvió el estómago, así que apretó la palma de la mano contra el hombro y consideró sus opciones.

El complejo se había quedado sin energía, así que los ascensores no funcionaban. Valoró la posibilidad de abrir las puertas por la fuerza y esconderse en el hueco, pero acabó descartando la idea. A su izquierda había unas escaleras que llevaban hacia arriba, y a su derecha, el servicio de caballeros.

Renqueó en dirección a las escaleras y abrió la puerta, que emitió un crujido. Oyó voces y pasos a la carrera dirigiéndose hacia él desde el piso superior.

«¡Los disparos venían de abajo!»

No eran voces humanas.

Michaels dejó que la puerta se volviese a cerrar y se dirigió hacia los servicios. Varios zombis estaban atravesando la entrada principal y otros más se avecinaban por las escaleras. Abrió la puerta del baño con un golpe de hombro y echó un vistazo alrededor, aterrado. Habría tres lavabos, cuatro letrinas y una fila de urinarios. No había ventanas y la única salida era la puerta que acababa de cruzar.

Los zombis se gritaron unos a otros al encontrarse en el recibidor. Gimiendo, Michaels se escondió en la letrina que estaba más lejos de la entrada. En cuanto abrió la puerta, pudo comprobar que nadie había tirado de la cadena desde la última vez que se utilizó el váter: el agua que contenía era de color marrón oscuro, y las heces y la orina se habían mezclado en una sopa tóxica y espesa. A Michaels le entraron arcadas e intentó contener la respiración.

«Aquí no me encontrarán», pensó.

La puerta del baño crujió al abrirse y oyó pasos dirigiéndose hacia él.

Michaels miró al suelo y se quedó paralizado de miedo. Sus heridas habían dejado un reguero de brillantes gotas de sangre que llevaban a su ubicación como un rastro de migas de pan.

– ¡Sal, carne, no tardaremos mucho!

Los servicios pronto se llenaron de criaturas.

Michaels apuntó el fusil hacia la puerta de la letrina sin parar de sollozar, con el brazo tan dolorido que el cañón temblaba en sus manos. El miedo, la adrenalina, la pérdida de sangre y el hedor que desprendían la letrina y sus perseguidores le dieron ganas de vomitar. El estómago se le revolvió, el fusil se le cayó al suelo y empezó a sentir calambres por todo el cuerpo. No podía moverse. No podía pensar.

Los zombis echaron la puerta abajo cuando su presa empezó a expulsar bilis. Michaels fue incapaz de gritar mientras lo arrastraban al exterior y lo sujetaban contra las duras y frías baldosas. Se ahogó en su propio vómito antes de que empezaran a comérselo.

* * *

– Bienvenido de vuelta, sabio. -Unos dedos gangrenosos agarraron a Baker por el pelo, obligándolo a ponerse en pie-. Veo que has traído a unos amigos. Todo un detalle.

Baker no podía hablar. El hedor de la cordita, del combustible ardiendo y de la carne podrida de Ob le inundaron los pulmones y empezó a toser. El campo de batalla estaba saturado por los gritos de los heridos, los muertos y los moribundos. Las balas silbaban por todas partes y las explosiones se sucedían como fuegos artificiales. Ambos bandos estaban sufriendo innumerables bajas, pero la mayoría de soldados muertos volvían a levantarse poco tiempo después para reabastecer las filas de los zombis.

– ¿Qué significa todo esto, Billín?

– Querían… querían usar Havenbrook como base de operaciones.

– ¿En serio? -Ob negó con la cabeza, acariciando el lanzacohetes de forma casi afectuosa-. Tu especie tiene que asumir que vuestro tiempo ha terminado. Sois comida. Carne. Transporte. Nada más. Vuestro tiempo en este mundo ha terminado.

– He estado pensando en ello -dijo Baker, tapándose la boca y la nariz con la mano-. Supongo que eres consciente de que si acabáis con toda la raza humana, tu propia especie también estará destinada a desaparecer.

Ob se quedó mirándolo a través de los ojos muertos de Powell.

– Hay más mundos que éste.

Algo pasó silbando sobre la cabeza de Baker y abrió un agujero en el hombro de Ob. El zombi dio un paso atrás, apuntando con el lanzacohetes.

Baker se echó al suelo y una segunda bala alcanzó a Ob en la cara, destrozando su nariz y labio superior. El lanzacohetes se le escurrió de la mano y rugió de indignación. Sus palabras eran ininteligibles, pero su intención era clara.

– ¡La ha cagado, profesor! -gritó Schow mientras se dirigía hacia ambos, ignorando las balas que volaban a su alrededor. Levantó la pistola y volvió a disparar, destrozando un lado de la cabeza de Ob. Bajo los fragmentos astillados de cráneo podía verse el brillante cerebro, que a Baker le recordó a una coliflor ensangrentada.

Ob se desplomó y se quedó tirado en la hierba entre espasmos.

Baker se hizo un ovillo y Schow le propinó una brutal patada en las costillas. El científico gritó cuando la pesada bota le alcanzó, rompiendo algo en su interior.

– ¡Hijo de puta! ¡Esos que están muriendo ahí fuera son mis hombres! ¡Mis hombres! ¡Nos has traído a una trampa!

Volvió a patear a Baker, esta vez en la cabeza. El dolor le recorrió de punta a punta y su visión se tornó borrosa.

Schow se puso de rodillas y le apretó la pistola contra los genitales. Baker gruñó e intentó alejarse rodando, pero Schow consiguió ponerlo boca arriba, con la espalda pegada al suelo.

– Voy a acabar con usted aquí y ahora, profesor. Pero no va a ser rápido y va a dolerle, se lo aseguro. Para empezar, voy a volarle la polla, ¿qué le parece? -Concluyó la amenaza hundiendo el cañón en los testículos de Baker, que gritó de dolor-. No es una sensación agradable, ¿a que no, profesor? Pues va a ponerse mucho peor. Va a desangrarse, pero no antes de que esos desgraciados se le echen encima. Seguramente siga vivo cuando empiecen con usted, ¿y sabe qué haré después?