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No oyó el motor hasta que lo tuvo prácticamente encima. Jim oyó el ronroneo del Humvee a sus espaldas y se dio la vuelta tan bruscamente que se torció el tobillo. Cayó al suelo y se quedó tumbado mientras el vehículo se acercaba hacia él.

– ¡No! ¡Ahora no me vais a parar! -Levantó el M-16 y apuntó al Humvee.

– ¡Jim! ¿Eres tú? ¡Gracias a Dios!

Martin asomaba por la ventanilla del copiloto, levantando las manos hacia el cielo en señal de triunfo y agradecimiento.

– ¿Martin? -exclamó Jim. Pese al cansancio y el dolor en el tobillo, se puso en pie y corrió hacia el anciano-. ¡Martin! ¡Pensaba que estabas muerto!

Juntaron sus manos con un palmetazo. Ambos estaban llorando.

– Parece que el Señor todavía quiere que te ayude, Jim.

Rieron, Martin se bajó del vehículo y se abrazaron.

– Venga, vamos a buscar al chaval.

– Amén, amigo mío. Amén.

Jim se metió en el Humvee y una mujer, negra, hermosa pero cansada esbozó una rápida sonrisa tras el volante. Jim asintió, confundido.

– Ésta es Frankie -la presentó Martin-. Ha tenido el detalle de recogerme.

– Y una mierda, recogerte. Te salvé el culo y lo sabes.

– Sí, efectivamente -rió Martin-, y te lo agradezco. ¡Tendrías que haberlo visto, Jim! Un grupo de zombis me tenía rodeado y Frankie fue a por ellos y los atropelló a todos.

– Gracias por cuidar de él.

– No pasa nada.

Se pusieron en marcha y Frankie centró su atención en la carretera. Jim la estudió, preguntándose quién sería y cuál sería su historia antes de que todo empezase. Era evidente que había llevado una vida dura, se notaba en las líneas de su rostro e incluso en el aire que la envolvía. Jim nunca había creído en las auras, pero Frankie tenía una. Era muy hermosa pese a sus rasgos duros y Jim tenía la sensación de que se volvería aún más guapa con el tiempo.

– Bueno, ¿adónde vamos? ¿Tenéis algo en mente?

– Bloomington, Nueva Jersey -contestó Jim-. Está a una hora de aquí.

– ¿Bloomington? -preguntó Frankie por encima del hombro-. Es una ciudad dormitorio, ¿no? Estará hasta arriba de no muertos. Olvídalo.

– Entonces tendrás que dejarnos aquí -repuso Jim-, porque es a donde nos dirigimos.

Frankie miró a Martin con incredulidad, pero el predicador asintió.

– Tenemos motivos para creer que el hijo de Jim está vivo en Bloomington, que es donde tenemos que ir.

Frankie silbó.

– Jesús. ¿Y cómo sabéis que está vivo?

– En el sur -empezó Jim- todavía hay energía en algunas zonas. Mi teléfono móvil funcionó hasta hace días y mi hijo, Danny, me llamó. Su padrastro se había convertido en uno de ellos y Danny y mi ex mujer estaban escondidos en el ático de su casa.

Frankie negó con la cabeza.

– También había energía en algunos barrios de Baltimore, pero aun así… quiero decir, piénsalo. ¿Cómo sabes que sigue vivo?

– Fe -respondió Martin por él-. Tenemos fe. Hemos llegado tan lejos gracias a Dios.

Jim permaneció en silencio unos minutos y luego volvió a hablar.

– A estas alturas no puedo estar seguro de que siga vivo, Frankie. Quiero que lo esté, rezo por ello y lo siento en lo más profundo de mi ser. Pero tengo que asegurarme. Si no, me volveré loco.

– Me parece bien, pero, ¿puedo preguntarte algo? ¿Has pensado qué harás si llegamos ahí y resulta que Danny es uno de ellos?

Jim miró por la ventana.

– No lo sé.

Frankie no respondió. Cambió de marcha y condujo en silencio.

En cada salida que cruzaban había varios monumentos a la civilización: casas y edificios de apartamentos, iglesias, sinagogas y mezquitas, centros comerciales y tiendas. Los arcos dorados de un restaurante de comida rápida colgaban torcidos. Una bolera había sido reducida a cenizas. Una tienda de mascotas se había convertido en un comedero para los zombis, mientras que un supermercado había sido saqueado hasta quedar vacío. Vieron el cartel de un motel que aseguraba tener habitaciones libres y televisión por cable, y una sala de cine que ofrecía treinta carteles en blanco.

Frankie se revolvió.

– ¿Qué pasará con todo esto?

Martin negó con la cabeza.

– No lo sé.

– Todo ha terminado, ¿verdad? Aunque ahora no sean suficientes, pronto lo serán. Empezarán a cazarnos, a encontrar a los supervivientes. O quizá esperen a que estemos todos muertos.

– Yo no estoy listo para morir -dijo Jim desde el asiento trasero-. Y algo me dice que tú tampoco lo estás.

Siguieron avanzando.

Martin empezó a tararear Rock of ages mientras Jim daba rítmicos golpecitos en sus armas. Frankie permaneció en silencio, perdida en sus pensamientos sobre Aimee y su propio bebé.

«Mi bebé…»

¿Qué clase de vida habría tenido si no fuese una yonqui y una puta? Obviamente, no habría durado mucho en este nuevo mundo, pero quizá habrían podido pasar algo de tiempo juntos, aunque fuese un día. En vez de eso, le fue arrancado de su lado y murió antes de poder experimentar qué era la vida, ni siquiera por un segundo.

Era culpa suya. Había fracasado como madre, como había fracasado en todo lo demás a lo largo de su miserable vida hasta que dejó el caballo y renació.

Se convenció a sí misma de que jamás volvería a fracasar.

Unos veinte minutos después, pasaron ante el cartel de la carretera de Garden State.

– Puedes dejarnos en la entrada -suspiró Jim-. Agradecemos tu ayuda.

– ¡Y una mierda! -exclamó Frankie-. Os voy a llevar hasta el final.

– No tienes por qué hacerlo -dijo Jim-. Tú misma lo has dicho, va a ser peligroso.

– Quiero ayudarte -insistió Frankie-. Necesito ayudarte. Por mí y por mi hijo.

Giró la cabeza hacia él y sus miradas se encontraron.

Le temblaba la voz.

– Perdí a mi hijo, así que quiero ayudarte a encontrar al tuyo.

Jim tragó saliva y asintió.

– Entonces métete por esta entrada.

Cogió su pistola y se la dio a Martin.

– Habremos llegado en un santiamén.

Tomaron la entrada y Frankie aceleró, dirigiéndose a toda velocidad hacia el peaje.

– ¿Alguien tiene suelto? -bromeó Martin.

Frankie revolucionó el motor y señaló hacia adelante.

– ¡Mirad!

Ante ellos, los zombis habían formado una barricada colocando barreras de cemento ante la mayoría de entradas del peaje. En las demás, las criaturas estaban unidas codo con codo hasta formar un muro de carne.

– Nos habrán visto venir desde el puente.

Jim subió a la torreta mientras Frankie aceleraba hacia la amalgama de zombis.

– ¡Jim! -le advirtió-, ¡la ametralladora no tiene munición!

Su respuesta se perdió en la ráfaga del M-16, que reventó varias cabezas e hizo que muchos zombis se desplomasen. Martin asomó por la ventanilla y apuntó con cuidado. Apretó el gatillo de la pistola dos veces, gritó y volvió al interior.

– ¡Nos están disparando!

– ¡Sujetaos! -gritó Frankie mientras pisaba el acelerador a fondo.

Se estrellaron contra el muro de zombis, lanzando a varias criaturas por los aires y aplastando a otras bajo las ruedas. Jim volvió al interior del vehículo en el momento en el que el parachoques delantero se estrellaba contra un zombi. El impacto hizo que la criatura rodase sobre el capó y atravesase el parabrisas hasta asomar la cabeza y parte de los hombros por el cristal, entre Frankie y Martin.

– ¡Mierda!

Frankie se sacudió los cristales de encima e intentó ver a través de las grietas que se extendían por el parabrisas.

El zombi se retorció, lanzando dentelladas hacia Martin.

– Agradezco mucho el viaje, chicos, ¿pero no sabéis que es peligroso recoger autoestopistas?