– Me he fijado en una cosa con respecto a tu especie -le dijo Martin con calma-. Todos tenéis el mismo humor negro. Creo que es porque tenéis miedo. Tenéis miedo de volver al lugar del que provenís e intentáis disimularlo.
La criatura empujó un poco más, ganando unos centímetros y partiendo aún más el cristal.
– ¡Haz algo! -gritó Frankie.
– No te tengo miedo, predicador -gruñó-. Vuestro tiempo ha terminado. Ahora nosotros somos los amos. ¡Los muertos heredarán la tierra!
Martin le metió la pistola en la boca mientras hablaba.
– Pues todavía quedan mansos en ella, así que tendréis que esperar vuestro turno.
Apretó el gatillo y el parabrisas se tiñó de rojo.
Con los disparos todavía resonando a lo lejos, Jim se dio la vuelta para comprobar si los estaban persiguiendo. Una bala rebotó en el techo y se incorporaron a toda velocidad a la carretera, dejando el peaje atrás.
– ¿Dónde estamos? -preguntó Frankie mientras sacaba la cabeza por la ventanilla para evitar un accidente.
– Cerca de West Orange -respondió Jim-. Creo que los hemos perdido por el momento. Frena y nos quitaremos a esa cosa de encima en un minuto.
Frankie giró hacia la mediana y frenó. Los tres bajaron del vehículo y Frankie y Martin montaron guardia mientras Jim agarraba al zombi por los pies y tiraba. Gruñó y puso todas sus fuerzas en el intento, pero el cuerpo estaba firmemente encajado en el parabrisas.
– Martin, échame una mano.
El anciano no respondió.
– ¿Martin?
Jim echó un vistazo y vio a Martin y Frankie mirando a lo lejos. A ambos lados de la carretera se extendía un cementerio hasta donde alcanzaba la vista, y la autopista pasaba justo por el medio. Miles de lápidas se erguían hacia el cielo, rodeadas de edificios y enormes solares desiertos. Algunas tumbas y criptas salpicaban el paisaje, pero había tantas lápidas que resultaban prácticamente invisibles.
– Sí -dijo Jim-, recuerdo este sitio. Cada vez que pasaba por aquí para recoger a Danny o dejarlo en casa se me ponían los pelos de punta. Da miedo, ¿verdad?
– Es increíble -susurró Frankie, asombrada-. Nunca había visto tantas lápidas en un mismo sitio. ¡Es enorme!
Martin susurró tan bajo que no se le oyó.
– ¿Qué has dicho, Martin?
Se quedó mirando aquel mar de mármol y granito.
– Ahora éste es nuestro mundo. Rodeados por la muerte.
– Hasta donde alcanza la vista -asintió Frankie.
– ¿Cuánto tardarán en desmoronarse estos edificios? ¿Cuánto aguantarán las lápidas? ¿Cuánto tiempo durarán los muertos después de que hayamos desaparecido?
Negó con la cabeza, entristecido, y se dirigió a ayudar a Jim. Con mucho esfuerzo, consiguieron sacar el cuerpo del parabrisas y continuaron su camino.
A medida que el sol se ponía, sus últimos y débiles rayos iluminaron un cartel que se encontraba ante ellos.
BLOOMINGTON – PRÓXIMA SALIDA
Jim empezó a hiperventilar.
– Coge esa salida.
Martin se dio la vuelta, preocupado.
– ¿Estás bien? ¿Te pasa algo?
Jim agarró el asiento con fuerza, jadeando. Sintió náuseas. El pulso se le aceleró y se le enfrió la piel.
– Tengo mucho miedo -susurró-. Martin, tengo muchísimo miedo. No sé qué va a pasar.
Frankie tomó la salida y encendió las luces. Esta vez, el peaje estaba desierto.
– ¿Por dónde?
Jim no respondió y Martin no estaba seguro de que la hubiese oído. Tenía los ojos cerrados y había empezado a temblar.
– ¡Eh! -gritó Frankie desde el asiento delantero-. ¿Quieres volver a ver a tu hijo? ¡Pues espabila, coño! ¿Por dónde?
Jim abrió los ojos.
– Perdón, tienes razón. Ve hasta el final y gira a la izquierda en el semáforo. Después recorre tres manzanas y luego a la derecha, hacia Chestnut; verás una gran iglesia y un videoclub en la esquina.
Exhaló profundamente durante un buen rato y volvió a moverse. Puso los fusiles a un lado y comprobó la pistola; cuando estuvo satisfecho con su estado, la devolvió a la funda. Se hundió en el asiento y esperó mientras el barrio de su hijo empezaba a dibujarse en el exterior.
– Hay uno -murmuró Martin, bajando la ventanilla y listo para disparar.
– No -le detuvo Frankie-. No dispares a menos que suponga una amenaza directa o que parezca que nos está siguiendo.
– Pero ése avisará al resto -protestó-. ¡Y lo último que necesitamos es que aparezcan más!
– ¡Y precisamente por eso no tienes que pegarle un tiro! Para cuando haya avisado a sus amigos podridos de que ya ha llegado el pedido de Telecarne, habremos cogido al chico y nos habremos largado. ¡Si te pones a disparar, hasta el último zombi de esta ciudad sabrá que hemos llegado y dónde encontrarnos!
– Tienes razón -asintió Martin mientras subía la ventanilla-. Buena idea.
Una zombi obesa se tambaleó por la carretera, vestida con un kimono y tirando de una silla de paseo para bebés. En ella iba sentado otro zombi: le faltaba la mitad inferior y las pocas tripas que le quedaban se desparramaban a su alrededor. Las dos criaturas se agitaron cuando vieron el vehículo y la zombi corrió tras él con los puños en alto.
Frankie pisó el freno, puso la marcha atrás y dirigió el Humvee contra los zombis, aplastándolos a ambos y a la silla bajo sus ruedas.
– ¿Ves? -sonrió a Martin-, ¿a que ha sido mucho más silencioso que un disparo?
Martin tembló, pero Jim apenas se dio cuenta. Su pulso seguía acelerado, pero al menos ya no sentía náuseas.
¿Cuántas veces había conducido por aquellas calles de la periferia para recoger a Danny o para volverlo a dejar en casa? Docenas. Y en ninguna de aquellas ocasiones sospechó que volvería a recorrerlas en semejantes circunstancias. Recordó la primera vez, después del primer verano que pasó con su hijo: Danny empezó a llorar en cuanto giró hacia Chestnut porque no quería que su padre se fuese. Su pequeño rostro siguió cubierto de lagrimones cuando llegaron al tramo que llevaba a la casa de Tammy y Rick y cuando Jim se marchó a regañadientes. Observó a Danny en el espejo retrovisor y esperó hasta haberlo perdido de vista para frenar y echarse a llorar.
Pensó en el nacimiento de Danny y cuando el médico lo puso en sus brazos por primera vez. Era pequeño, diminuto, su piel rosada seguía húmeda y la cabeza estaba ligeramente deformada por el parto. Su hijo también estaba llorando en aquella ocasión, pero cuando Jim le habló, abrió los ojos y sonrió. Los médicos y Tammy insistieron en que no era una sonrisa, argumentando que los bebés no pueden sonreír… pero, en su fuero interno, Jim sabía que sí lo fue.
Recordó aquella vez en la que Danny, Carrie y él estaban jugando a Uno y ambos le pillaron haciendo trampas, guardándose una carta de «roba cuatro» debajo de la mesa, en su regazo. Lucharon en el suelo, haciéndole cosquillas hasta que reconoció el engaño, y después se sentaron juntos en el sofá a comer palomitas viendo a Godzilla arrasando Japón y enfrentándose a Mecha-Godzilla.
Se acordó de la ocasión en la que le dijo por teléfono que iba a ser un hermano mayor, después de que Carrie le confirmase que estaba embarazada.
Tembló al recordar la huida del refugio y de su casa y en lo que se había convertido aquel embarazo que tanta alegría le había proporcionado. Pensó en Carrie y el bebé. Las había disparado a ambas.
La llamada de Danny resonó en su mente mientras Frankie giraba hacia Chestnut.
«Papá, tengo miedo. Estoy en el ático. Me… -Electricidad estática, y después-:… acordaba de tu número, pero el móvil de Rick no funcionaba. Mami pasó mucho tiempo dormida pero luego se levantó y lo arregló, y ahora se ha vuelto a dormir. Lleva durmiendo desde… desde que cogieron a Rick.»
– He llegado a Chestnut -le informó Frankie desde delante-. ¿Y ahora?