– Fabulozo -dijo con la voz de Faneca, y dio algunos pasos sin salirse del espejo. Forzando apenas las cuerdas vocales, perfeccionó la voz rota-: Probando, probando
– dijo al espejo-. Uno, dos, uno, dos, probando la voz acharnegada y subyugante que ha de enamorar a mi mujer…
Dominada la voz, intuyó que lo único que podía traicionarle era la forma de andar. Faltaban tres horas para su encuentro con Norma y las empleó en ensayar una manera de caminar distinta, con otro ritmo. Después de varios intentos, en los que su esfuerzo por controlar los nervios le dejó casi agotado, consiguió cierta rigidez muscular en la pierna izquierda, una leve cojera que provocó automáticamente otra cadencia corporal al dar el paso, un movimiento de hombros y cintura que nunca antes había exhibido. El cuerpo adquirió de inmediato otra compostura, una gestualidad abrupta y retardada.
Y entonces, cuando ya dominaba plenamente la situación paseándose de un lado a otro por el cuarto, hizo dos cosas que no tenía previsto hacer, que nunca había pensado que iba a hacer y que en realidad no deseaba hacer, como si una voluntad ajena se hubiese apoderado de éclass="underline" encendió un cigarrillo -él, que nunca había fumado, salvo cuando era un niño-y se cambió la corbata gris perla por otra granate con arabescos tornasolados, mucho más llamativa.
Parado ante el espejo, erguido y un poco de lado, la mano derecha en el bolsillo de la americana cruzada y la izquierda en alto sosteniendo el cigarrillo entre los dedos, el charnego Faneca le miraba detrás de las espirales de humo sonriendo aviesamente.
5
La verja de la calle estaba abierta, como si le esperaran. Siempre soñó en regresar a este parque, pero nunca pudo imaginar que volvería a entrar en él como la primera vez, cuando era niño: como quien entra en un sueño. Un suave olor a podredumbre, resabios húmedos de una tarde remota o del mismo sueño, le esperaba junto al estanque de aguas muertas. Se paró en el borde, unos segundos, y evocó el pez dorado que un día le escamoteó el destino.
Conforme el murciano fulero se acercaba a la fantástica torre de ladrillo rojo, iluminada y caprichosa con sus tres cúpulas morunas revestidas de cerámica troceada, el sueño se desvanecía. En medio del silencio del jardín, podía oír el rumor de la grava bajo sus zapatos. Esas pisadas desbaratando el sueño le entristecieron. ¡Ánimo, chaval -se dijo-, no es más que una broma!
Una muchacha de rasgos asiáticos le esperaba en el porche manteniendo la puerta abierta. Marés habló por un lado de la boca.
– Soy Juan Faneca. La zeñora me dijo de venir a esta hora.
– Pase usted.
Cruzaron el amplio vestíbulo y la criada filipina le condujo a una salita situada en el ala derecha de la torre, con altos ventanales que daban al jardín. La criada volvió a salir diciendo que la señora vendría en seguida. Paseando la mirada en torno, Marés pensó en las dos tías de Norma, seguramente ya con más de ochenta años. En la época en que él vivió aquí después de casado, apenas tres meses, esta salita era un reducto de las dos ancianas solteronas, estrafalarias y cotillas. A una de ellas, Marés consiguió seducirla y fue su cómplice; la otra se le resistió siempre.
Norma Valentí tardaba en aparecer. Seguramente no me esperaba, pensó, se habrá olvidado de mí. Sentado muy tieso al borde de la butaca, atento a los ruidos de la casa, procuró sujetar los nervios. Escogió esa butaca porque entre ella y la lámpara de pie había un tiesto con una planta cuyas grandes hojas alteraban la luz y creaban zonas de sombra, donde procuró cobijar la cara. Los primeros cinco minutos serán decisivos, se dijo. Si no me reconoce al primer golpe de vista, tengo posibilidades. Si me reconoce, descubro el juego y sanseacabó, y tal vez le haga gracia y nos riamos un poco los dos…
Se levantó y ensayó la nueva manera de andar, cojeando levemente. Sintió un ligero calambre en la pierna izquierda y al caminar realmente le dolía. Confiaba en la máscara de Faneca y en la miopía de Norma. Pero lo que más le preocupaba era la voz, y probó una vez más a camuflarla mientras paseaba de un lado a otro; la depuró y la canalizó reflexivamente, como un tenor canaliza el agudo: la cabeza apuntando al suelo para buscar la resonancia craneal, la diferencia, el paso del aire abierto, el apoyo sobre el diafragma. Finalmente se abrió la puerta y apareció Norma Valentí, sencilla y elegante, con un cigarrillo entre los dedos y los temibles ojos de agua emborronados tras los gruesos cristales de las gafas. Llevaba zapatos planos, una falda de cuero color tabaco muy ceñida y un jersey negro de amplio escote de pico. Su apariencia esta noche era la de una persona estudiosa y muy atareada que se toma un descanso. Nada más ver a Faneca, se instaló en su rostro una risueña disposición afectiva, como si contuviera las ganas de reír.
– Perdone que le haya hecho esperar…
– No z'apure uzté por mí. Encantao de zaludarla -dijo el charnego con la voz impostada, una voz de oruga mecánica que ni él mismo se acababa de creer-. ¿Me permite expresarle mi agradecimiento por su confianza y su interés, y decirle de paso que e uzté más bonita de lo que m'habían dicho?…
Ella le miró sorprendida, sonriendo, y se dieron la mano.
– Es usted muy amable. La verdad es que tengo el tiempo justo… Siéntese, haga el favor. -Sentándose frente a él, suspiró con aire de fatiga-. Me temo que le he hecho venir para nada. No he tenido tiempo de buscar ese álbum de… de…
– Fu-Manchú. Er chino traisionero de los tambores.
– Llevo una semana que no sé ni dónde estoy, lo siento. Tía Elvira ha encontrado unos libros que pertenecieron a Joan, pero ni rastro del álbum.
Mientras ella se excusaba, Marés se echó un poco hacia atrás en la butaca buscando para su cabeza la zona de sombras, y se ofreció de medio perfil a la mirada cristalina e inquisitiva, pero afable. Observó que, en efecto, Norma le miraba con curiosidad, pero sin recelar nada: sonreía ligeramente por un lado de la boca, como si la situación la divirtiera íntimamente, como si el aspecto refinado y chulesco y las maneras resabiadas y estatuarias de este murciano de cabellos ensortijados y ojos verdes, uno de ellos tapado por el parche negro, le resultaran cuando menos interesantes. Prometió buscar el álbum, puesto que tanta ilusión le hacía a Joan.
– Ya le dije que si está todavía en casa, lo encontraré. Pero tendrá usted que volver otro día.
– Lo que uzté diga, zeñora. Ningún problema.
Norma se acomodó en el sofá y guardó silencio unos segundos observando al envarado y elegante charnego. Descruzó las piernas y volvió a cruzarlas con un gesto que era un reflejo inconsciente de su curiosidad, y con leves crujidos de seda que estremecieron a Marés. Gingiol
– ¿Cómo dijo usted que se llama? ¿Fanega…?
– Faneca. Juan Faneca.
– ¿Y dice que es un buen amigo de mi marido?
– Mucho. De toa la vía.
Norma suspiró.
– Hábleme de él. ¿Qué le pasa?
– Le pasa que es un hombre que s'ha hecho a sí mismo -dijo él con parsimonia, girando la cabeza para ofrecer el perfil duro y aguileño con el parche en el ojo-. Y esa clase de hombres son muy misteriosos, zeñora.
– Pero ¿por qué le han ido tan mal las cosas?
– Se abandonó a su suerte, y la suerte no quiso tratos con él.
– ¿Y no desea salir de esta situación? ¿Qué piensa hacer?…
– Piensa mucho en uzté. To er día. Una cosa mala, oiga. Estás perdío, Marés, le digo yo, este amor loco te va a matar. Pero él ni caso. Desesperao me tiene, zeñora Norma. ¿Y por qué esa locura tan grande?, me pregunto yo. ¿Hay en er mundo alguna mujé que merezca tanto amor? Amor loco, el peor, el más infernal, retorció y puñetero de los amores. Y si lo pensamos bien, ¿qué es el amor loco? Miruzté, menda no sabría definirlo, la verdad… Lo han definió poetas, grandes pensadores, catedráticos incluso, pero nadie ha dicho aún la última palabra. El amor loco e una cosa muy seria, zeñora.
Hablaba ayudándose con una gestualidad barroca y fantasiosa, y Norma lo miraba hipnotizada.
– Me han dicho que anda por ahí como un mendigo -dijo Norma-. ¿Es verdad que toca el violín en las escaleras del metro?
– El acordeón.
– Nunca me dijo que supiera tocar el acordeón…
– Tampoco nunca le diría que es medio contorsionista y ventrílocuo. Son habilidades de las que siempre se avergonzó un poco, pobre infeliz.
– ¿Y dónde aprendió a tocar el acordeón?
– Aprendió siendo un chaval. Le enseñó el Mago Fu-Ching, el ilusionista. Este Mago hacía unos juegos de manos extraordinarios, fabulozos… No fue un buen padre para Marés, pero el chico le quería mucho. No con la cabeza, ¿m'en-tiende?, lo quería con el corazón. Y el corazón es el que manda, zeñora.
Norma sonreía discretamente.
– Es usted muy gracioso.
– ¿Uzté cree? -entornó el charnego el ojo esmeralda, mirándola de perfil.
– ¿También toca usted algún instrumento en la calle, como él?
– No, zeñora. Yo estuve trabajando en Alemania muchos años. Yo m'he labrao un porvenir. Represento una marca muy prestigiosa de persianas venecianas… Pero Marés y yo semos amigos desde niños. Nos criamos juntos en el mismo barrio.
– Ya sé, en lo alto de la calle Verdi.
– Mismamente. Un barrio mu bonito. ¿Lo conoce?
– Joan no solía hablarme de su infancia. Ni siquiera de su familia.
– Ya no tiene familia. Está solo como un perro.
– ¡Ay, no diga eso!
– E la verdá, zeñora. Me da una pena mu grande verle así.
– Tiene amigos, supongo.
– Una pareja de vagabundos. Gente derrotada, como él.
Las gafas habían resbalado un poco sobre la nariz de Norma y ella las empujó hacia la frente con el dedo corazón, mediante un gesto frío y aséptico, como si la gente derrotada no tuviera nada que ver con ella.
– Pero… habrá alguna mujer en su vida -dijo en un tono neutro-. Una mujer que se ocupe de él.