– Usted es su mejor amigo, no hay duda -admitió Norma.
– Lo fui.
– Si no lo fuera, no sabría tantas cosas de él. -Esperó otro rato, observándole atentamente, y cuando iba a añadir algo él se levantó y dio unos pasos por la salita cojeando levemente, erguido, una mano en el bolsillo y en la otra la copa de jerez, dejándose mirar. Finalmente Norma dijo-: ¿Qué es eso de El Torero Enmascarado?
– Cuando Marés tenía catorce años ya sabía tocar el acordeón y recitaba poesías
– contó él-. Todo lo aprendió de un artista de varietés, un jotero retirado que estuvo viviendo un par de años con su madre y que tuvo por nombre artístico El Maño de los Pies de Oro. El chico había trabajado en el garaje del señor Prats y luego con un electricista, pero lo había dejado y soñaba con dedicarse a algo grande. Por mediación del jotero, que estaba relacionado con el mundo de las variedades, Marés estuvo actuando algunas semanas en los cines Selecto y Moderno, que ofrecían espectáculo al concluir la proyección de películas. Aparecía en los carteles como El Torero Enmascarado y ocultaba su identidad bajo el antifaz, pero en seguida supimos que era él, dijo Faneca. En escena lucía un traje de luces y tocaba el acordeón y recitaba poesías y letras de pasodobles. El chaval gustó mucho, pero hizo una carrera efímera: su madre y el jotero tuvieron la peregrina idea de incluir en su repertorio poesías en catalán y sardanas, y eso propició el fracaso. Un día, en el cine Selecto de la calle Major de Gràcia, el niño torero fue abucheado y su orgullo quedó tan maltrecho que no quiso volver a salir a escena vestido de luces.
– ¡Qué historia maravillosa! -dijo Norma.
– No debe extrañarle que Marés nunca l'hablara de eso. No le gustaba recordar sus fracasos. Y hay otra cosa que uzté no sabe: su marío vino a este mundo como quien se mete en una caja de zapatos.
Norma se echó a reír.
– ¡Pero ¿qué dice usted?!
– Que me muera aquí mismo si no e verdá.
Según contaba su madre cuando el morapio la ponía alegre, dijo Faneca muy animado, Marés nació exhibiendo sus habilidades de contorsionista. No es sólo que naciera de culo, sino que lo hizo también y al mismo tiempo de cabeza, es decir, doblado como esas muchachas ayudantes de ilusionistas que son capaces de introducirse en una caja de zapatos con la cabeza entre las piernas.
– ¡Pero esto es fantástico! -exclamó Norma-. Jamás oí nada semejante.
– Digo. La pura verdá.
Su boca mantenía el rictus altanero, levemente irónico, que intrigaba a Norma: a ratos parecía interesado en que ella no acabara de creer ni en sus palabras ni en su apariencia, como invitándola a penetrar una verdad más íntima que había de satisfacerla mucho más. Después de otro silencio, durante el cual se observaron mutuamente, Norma se quitó un momento las gafas para limpiarlas con un pañuelo y dijo:
– Y ahora ¿por qué no hablamos un poco de usted?
– Mi vía no tié ningún interés.
– Usted qué sabe. ¿Cuántos años tiene, Faneca?
– ¿Cuántos me hace?
– Usted es más joven que Joan. Cuarenta…
– Dejémoslo así.
– ¿Signo del zodiaco?…
– Géminis.
– ¡Ah! Doble personalidad.
– Digo. Yo too lo tengo doble, menos la vista.
– Y a su edad, y viviendo en Barcelona, ¿cómo es que no habla usted catalán?
– He estao trabajando en Alemania muchos años…
– Aun así, hombre -insistió Norma-. Debería acordarse. Venga, algo sabrá. ¿De verdad no sabe decir nada en catalán?
– No, en serio.
– Pero ¿nada de nada de nada? ¡No me lo creo!
El juego parecía divertirla e insistió, riéndose:
– No me diga que se siente usted incapaz de pronunciar una palabra, una sola. ¡Vamos, hombre!
– Bueno, ya que se empeña uzté… De niño aprendí a decir una cosa que le oí muchas veces a un vecino mu guarro.
– ¿Qué cosa?
– Es que yo pronuncio mu malamente. Y me da un poco de vergüenza.
– Es natural que tenga usted acento, pero eso es lo de menos; no debe avergonzarse.
– No es solamente por el acento, no, zeñora…
– ¡Entonces dígalo, hombre! ¡Atrévase!
– Bueno. Allá voy.
Carraspeó un par de veces y se acomodó en la butaca con la espalda muy recta, miró a Norma fijamente a los ojos procurando traspasar los gruesos cristales de sus gafas de miope y dijo con la voz impostada, ronca:
– Fes-me un francès, reina.
Norma permaneció un rato callada. Ni siquiera pestañeó.
– ¿Solamente eso? -dijo por fin, y sus labios ya no sonreían como antes-. Me refiero a si no sabe decir otra cosa. ¿Quiere un poco más de jerez?
Se había levantado y llenaba las copas. Para ver mejor lo que hacía, ya que estaba de espaldas a la luz de la ventana, se desplazó alrededor de la mesa y entonces quedó de espaldas a él y ligeramente inclinada, con las nalgas enhiestas bien ceñidas por el pantalón blanco. El murciano fulero consideró con su ojo verde la pieza y la ocasión y se dijo: «Ahora o nunca.» Lo decidió en cuestión de segundos, pero en realidad lo llevaba escrito en la frente desde que entró en Villa Valentí. Caminando con altivez se acercó a Norma por detrás y, sin pensarlo dos veces, depositó suavemente la mano derecha en la nalga. Tenía la sensibilidad casi en suspenso por la emoción del momento, pero aun así la mano pudo calibrar la sorprendente firmeza del trasero, su juvenil encabritamiento. Le pareció, curiosamente, un culo hospitalario y desconocido, que nunca había sabido explorar y que en cierto modo ya no le pertenecía. Dejó la mano quieta en la nalga y esperó acontecimientos. Lo peor no sería una bofetada o una sarta de insultos -se dijo-, sino quedarme de pronto aquí solo y ver llegar luego a la doncella invitándome con fría indiferencia a abandonar la casa… Sin embargo, no ocurrió nada de eso. Norma volvió tranquilamente la cabeza y le miró con sus ojos indescifrables, enterrados en una vorágine cristalina de círculos concéntricos, y luego dedicó nuevamente su atención en lo que estaba terminando de hacer, llenar las copas de jerez. Su nalga no acusó sorpresa ni temblor alguno, el menor respingo o retraimiento; indiferente, dura, estaba allí soportando la mano abierta como si no tuviera nada que ver con ella. Todo ocurrió muy rápido, pero al charnego le pareció eterno: muy pegado a la espalda de Norma, pero sin rozarla, aspirando el cálido aroma de sus cabellos y su nuca, su mano se demoró en la presa, sobándola ahora discretamente. Entonces, habiendo ya terminado de llenar las copas, ella se volvió despacio.
– Tiene usted bastante caradura.
– Lo he hecho con la mejó volunta, zeñora.
– No me diga.
– ¿La he ofendío?
– No haga preguntas idiotas. -Se sentó y cruzó las piernas muy despacio, sonriendo sin mirarle-. Pero no vuelva a hacerlo. Y menos en mi casa.
– E uzté una mujé maravillosa.
Ella entornó los ojos recelosamente:
– ¡Virgen Santa! Me gustaría saber qué le habrá contado Joan de mí…
– Que está acostumbrada a manejar a los hombres.
– Eso es casi un insulto. Pero hablaremos de todo eso en otro momento, tal vez. He pasado un rato la mar de entretenido, Faneca, y se lo agradezco. -Se levantó y le tendió la mano-. Cuando me haya leído esos cuadernos de Joan le llamaré a la pensión y quizá me anime a hacerle una visita. Creo que me gustaría ver la calle donde se criaron usted y el fenómeno de mi marido…
– ¡Fabulozo! ¿Y cuándo será eso?
– No lo sé. Ahora váyase.
No fue acompañado a la puerta, pero se sintió observado en el jardín y sobre todo al pararse junto al estanque de aguas verdes, donde recordó una vez más el áureo y escurridizo pez que un día saltó de las manos de Marés para hundirse en la nada. Calma, Fanequilla, se dijo en voz baja, a ti no te pasará lo mismo. Sabemos lo que a ella le gusta, una lengua charnega lamiendo su cuerpo catalanufo, una lengua caliente, áspera y parsimoniosa como la de un gato, eso es lo que ella secretamente desea, la conocemos bien…
Sabiéndose observado desde la ventana, caminó con garbo por el sendero de grava hacia la verja donde campeaba el dragón, iba envarado, estupendo, la mano en el bolsillo y cojeando levemente.
12
Carmen entró en la sala con las manos en la cintura y sorteando hábilmente los muebles que no veía, sin necesidad de tantearlos y sonriendo a la nada. El sol maduro de la tarde encendía la ventana abierta y sus ojos ciegos se orientaron hacia la luz.
– ¿Dónde está, señor Faneca?
– Aquí, niña, en la ventana.
– ¿Qué hace?
– Estoy mirando la calle.
Ella se sentó en la mecedora, frente al televisor apagado, y no dijo nada. Desde la cocina llegaba la voz de su abuela discutiendo con el señor Tomás. Al cabo de un rato Carmen dijo:
– ¿En qué piensa, señor Faneca?