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– ¿Sabemos su nombre? -preguntó Helen.

– No.

– Pero… -Helen se quedó pensativa-. Si no lo he interpretado mal, el doctor McIver le pidió que se ocupara de ella… y el doctor no está de servicio esta noche.

– Yo creo… -Annie dudó unos segundos-. Me parece que será mejor que no diga lo que pienso.

– Ya -Helen miró a Annie de arriba a abajo-. Doctora Burrows, ¿cuándo va a hacer algo con esa ropa? Vestida así parece que tiene catorce años. Podría ser muy atractiva si se arreglara un poco más.

– ¿Usted cree? -Annie sonrió. Estaba sentada en el mostrador de la consulta y balanceaba las piernas como una colegiala. Después de todo, la mujer podía tener razón. Los vaqueros y las camisas gigantes que solía llevar no eran el tipo de ropa que resaltara mucho el físico. Tampoco era el atuendo adecuado de un doctor.

Pero, ¿cómo solucionar aquello? Se imagino a símisma con el tipo de ropa que llevaba Sarah y sonrió por dentro. ¡Se vería ridícula! Y las faldas no eran precisamente de su agrado. Se sentía incómoda con ellas.

Helen la miraba interrogante.

Annie continuaba pensativa, pero su cabeza ya había saltado de un lugar a otro.

– Helen, ¿conoces a alguna Melissa? -le preguntó.

– Bueno, está Melissa Fotheringay. Tiene cinco años.

– No es la edad adecuada.

– ¿Qué edad estamos buscando?

– Alguien que pudiera ser la madre de esta criatura.

Helen se quedó en silencio.

– ¿Quieres decir… -frunció el ceño-. ¿Realmente no sabes quién es la madre de esta criatura? ¿Y el doctor McIver tampoco lo sabe?

– No sé lo que el doctor sabe o no sabe. Pero, por favor, no diga nada, sobre todo por el bien de la niña. Piense en todas las Melissa que pueda haber.

– No hay ninguna otra Melissa en la ciudad. La única que se me ocurre es Melissa Carnem. Fue enfermera aquí. Vino de Melbourne y se marchó antes de que usted llegara. Pero…

– ¿Pero?

– Era muy rubia, con los ojos claros y esta niña es completamente morena.

– Sí… Pero podría parecerse al padre.

Las miradas de las dos mujeres se encontraron. El mensaje tácito que se pasaron era inconfundible.

Helen miró incrédula al bebé y vio exactamente lo que Annie estaba viendo.

No pensará… -los ojos de Helen estaban abiertos de par en par-. No puede…

– ¿Eran amigos el doctor y la enfermera?

Helen casi se atraganta.

– ¡Dios santo! -Helen no podía apartar los ojos del bebé-. Melissa salió con el doctor, pero…

– ¿Por qué se marchó Melissa?

– Se fue a Israel. Vivía en una burbuja y era muy inquieta. Decía que quería encontrarse a sí misma y decidió irse a vivir a kibbutz. Vino aquí porque pensaba que la vida del campo era lo que buscaba. Pero se aburrió a los dos meses. Y hace unos diez meses que se marchó…

Hubo un silencio.

Diez meses. Todo cuadraba.

La campana interrumpió la amena conversación.

– Debe de ser Robert Whykes. Querrá un analgésico y que le asegure que pronto estará bien.

– Coméntale que mañana viene el fisioterapeuta y que eso lo aliviará.

– Ya se lo he dicho. Pero él no quiere nada que lo alivie. Él quiere estar bien ya. No entiende que una vértebra dañada en el cuello tarda cierto tiempo en corregirse -Helen se volvió hacia la puerta-. Creo que el doctor viene hacia aquí. Estoy impaciente por saber qué es todo esto.

– ¡No eres la única!

Tom entró en la sala y la conversación se vio interrumpida.

Helen lo miró mientras salía. Trató de sonreír, pero no pudo.

El paso largo y decidido del doctor se trocó en parada brusca al ver a Annie con la niña en brazos. La pequeña estaba terminándose el biberón y miraba a Annie con los ojos muy abiertos.

¡El parecido era increíble!

– Te ha costado librarte de Sarah, según veo -comentó Annie.

Como siempre, Tom la ignoró por completo. Estaba claro que desde su punto de vista, Annie era como una hermana pequeña.

Tom se aproximó a ella, sin apartar la vista del bebé.

Ciertamente, era delicioso, uno de esos bebés que uno quiere llevarse a casa sin pensárselo dos veces.

Tom continuaba atónito, mirando al bebé. El único sonido que se oía era el succionar de la niña.

Sin pensárselo dos veces, Annie decidió romper el silencio.

– Tom, ¿es tu hija?

Al oír la pregunta, Tom retrocedió, pero sus ojos permanecieron fijos en el rostro de la pequeña. Era como si estuviera viendo un milagro.

– ¡No!… bueno…

– ¿Puedo leer la nota?

Tom se metió la mano en el bolsillo de la camisa, pero no llegó a sacar el papel.

Annie se levantó, se acercó a él y le puso la niña en los brazos.

El parecido era increíble.

Tom miró durante unos segundos la carita sonriente de la criatura. El bebé sonreía y sonreía, sin importarle la cara de susto del doctor. Finalmente una mueca se esbozó en su rostro. ¿Cómo podía resistirse?

El parecido fue aún mayor.

Annie metió la mano en el bolsillo de Tom. Él estaba demasiado perplejo para protestar por nada.

Tenía una amiga que tenía un bebé y se marchó a vivir a un kibbutz y me sonó tan bien que decidí hacer lo mismo. Por eso me quedé embarazada de ti. Pero luego me di cuenta de que era una estupidez, porque los niños te atan y acabo de conocer a un tipo estupendo que no quiere un bebé. Así es que si tú no la quieres, dala en adopción. Si quieres que firme los papeles, mi madre me los mandará. Envíaselos a ella.

No le he puesto nombre. Me parecía una tontería si no quería quedármela.

Sé que te engañé para quedarme embarazada y seguramente tú tampoco la querrás. Pero mi madre me dijo que debía darte la oportunidad de tomar esa decisión.

Annie leyó y releyó la nota una y otra vez. Luego miró a Tom.

Estaba realmente sorprendido, en estado de shock.

A pesar de la grave situación en que se encontraba la pobre pequeña, la imagen que tenía delante le arrancó una sonrisa.

Tom lo vio.

– Doctora Burrows -dijo con una voz profunda, peligrosa-. Doctora Burrows, si sigue sonriendo de ese modo, acabaré por estrangularla.

– ¿Quién está sonriendo? -dijo ella sin modificar un ápice su gesto. Al ver el ceño gravemente fruncido de su jefe, decidió cambiar la sonrisa por un intento de seriedad-. No creo que la situación de esta pequeña sea para tomársela a risa.

Desde luego, Tom McIver no tenía ningún motivo para reírse. La niña, sin embargo, parecía feliz.

– Annie…

– Lo siento, Tom -Annie trató de mantener la compostura.

En realidad, tenía razón. No era, en absoluto, una situación divertida.

Pero había algo de novedoso y agradable para ella: por primera vez se habían invertido los papeles.

Tom siempre había estado al control de todo.

Llevaba seis años a cargo de aquel hospital. Desde el primer momento, a Annie le había quedado claro que lo que el doctor buscaba era alguien que hiciera lo que a él no le gustaba y que le permitiese tener tiempo para divertirse.

Y así lo había hecho durante los seis meses que ella llevaba allí. Eso sí, nunca se divertía con Annie.

En una ocasión, poco después de llegar, había escuchado un comentario que Tom le hacía a otra persona.

– Es competente y ordinaria. Si tenemos un poco de suerte, se convertirá en una agradable médico solterona, dedicada en cuerpo y alma a su trabajo. La ciudad obtendrá un beneficio de su dinero.

Annie había estado a punto de dejar el hospital después de aquello. Pero le gustaba el trabajo y el lugar.

Bueno, había otra razón.

Desde el instante mismo que había visto a Tom McIver se había enamorado de él.

¡Estúpida, estúpida, estúpida!