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– ¡La está enredando, doctora! -comentó Henry que hasta entonces se había limitado a mirar boquiabierto la escena-. No deje que la convenza para hacer algo que no está bien. Ya sabe como es. Puede convencer a cualquiera de cualquier cosa.

– Sí, está claro que es capaz de cosas imposibles -afirmó Annie y miró a Tom-. Suele funcionarle. Pero lo que me está pidiendo ahora es demasiado. Quiere que mienta a los servicios sociales.

– No es una mentira…

– El período de adaptación son seis semanas en que los padres no pueden tener acceso a los hijos. ¿Me garantizarías que ni siquiera vas a mirar por la ventana?

– ¡Annie…!

– No lo voy a hacer -le dijo Annie-. Protesta todo lo que quieras.

Por supuesto que una parte de ella pensaba que, tal vez, si Tom se quedaba con la niña seis semanas, acabaría por no darla en adopción. Pero su parte profesional y ética le decía que ese no era modo de hacerlo.

– Tom, en cuanto el período de adaptación empieza, los servicios sociales se ponen en contacto con los padres adoptivos, les cuentan cómo es tu hija y les preguntan si la quieren. Les advierten de la posibilidad de que puedas cambiar de opinión. Pero si nada cambia, el bebé será suyo en seis semanas.

– ¿Y qué hay de malo en que yo disfrute de la niña durante ese período? -miró a Annie con un gesto desafiante.

– Porque la razón de que se haga así es que el paso más duro debe darse antes de que los padres adoptivos sean informados. Suelen ser gente que lleva años esperando un bebé y no es justo que se les creen falsas expectativas.

El rostro de Tom se oscureció.

– ¿Qué diablos es esto, doctora Burrows? ¿Una lección sobre moral o algún tipo de castigo superior?

– No -dijo Annie con firmeza-. Pero no veo porqué otros tengan que sufrir injustamente. Las parejas que se deciden por la adopción suelen ser gente desesperada por ver su vida iluminada por un niño.

– ¿Asumes que hay una posibilidad de que no quisiera darla después de seis semanas?

Annie respiró antes de continuar.

– Si se queda aquí, es posible que así sea.

– ¡Eso no tiene sentido! La única solución es la adopción.

– Entonces, ¿por qué, sencillamente, no te desprendes de ella ahora?

– Porque acabo de conocerla y…

– Y quieres conocerla mejor.

– Eso es.

– Así que, cuando ya sepas cómo es, la darás.

– Sí.

– ¡Vaya, vaya! -Henry, que hasta entonces no había intervenido, no pudo más. Parecía estar divirtiéndose francamente-. Si piensa eso es porque no conoce a los bebés, doctor. Cuando el mío nació, pensé que era la cosa más fea que jamás había visto. Pero, de pronto, te miran a los ojos y ya estás perdido.

– Henry…

– No importa cuántas noches te quedes sin dormir -continuó Henry, haciendo caso omiso a la interrupción-. La casa se convierte en un caos, la esposa se pasa todo el día ocupada, se acaban los guisos y las tartas. Pero nada de eso importa, porque los has tomado en tus brazos y te han sonreído. Te dicen que es una mueca, que todavía no saben lo que es sonreír. Pero lo que tu ves va más allá y estás perdido.

Henry lo miró fijamente.

– Y me atrevería a decir que todo eso ya le ha sucedido a nuestro doctor. ¿Qué opina usted, doctora Burrows?

Annie vio lo mismo.

– Bueno… la verdad es que… Creo que tiene usted toda la razón -Annie consiguió esbozar una sonrisa-. Y creo también que necesitaba oír eso de un hombre. Resulta que las mujeres pueden usar sierras sin cortar lo que no deben y los hombres se pueden enamorar de sus bebés.

La mirada que Tom dirigió a Annie hizo que se decidiera por una pronta retirada.

– Henry, tengo mucha gente esperando. Así es que, como el doctor está aquí, le voy a dejar que le ponga toda la escayola.

Annie salió de allí, antes de que Tom pudiera decir nada.

Capítulo 3

Annie se pasó toda la mañana atendiendo pacientes y no volvió a ver a Tom en varias horas.

Ninguno de los pacientes parecía sufrir ningún mal grave, pero todos se mostraban particularmente interesados en la historia del doctor y el bebé. Annie estaba empezando a sospechar que la repentina aparición de tantos síntomas inconcretos en la comunidad se debía más bien a una curiosidad hambrienta de noticias.

Cada vez que alguien llamaba a la puerta, Annie esperaba ver a Tom, decidido a llamar a los servicios sociales. Pero eso no ocurrió. Así que iba a quedarse con la niña durante el fin de semana.

– Pero no va a conseguir que la admita en el hospital -se dijo a sí misma-. No, señor.

Se despidió de Rebecca, la recepcionista, y salió a comer. ¡Comer! Ni siquiera recordaba haber desayunado.

¡Al diablo Tom McIver y sus problemas emocionales! Ella tenía sus propios problemas emocionales… que estaban directamente relacionados con él.

Llegó al corredor que conducía a su apartamento.

Necesitaba un poco de paz y, sobre todo, perderle a él de vista durante un rato.

Pero al abrir la puerta, allí estaban: él y la niña, tumbada en la cuna.

La pequeña dormía. Tom salió de la cocina con una ensaladera llena de ensalada.

Anna miró a la mesa. Había dos platos, dos pares de cubiertos, vino, copas, pan calentito… ¡Y un delicioso olor a comida recién hecha!

– Sea lo que sea lo que quieres, la respuesta es no.

– ¡Annie, eres una desconfiada!

– Te conozco, Tom McIver -dijo Annie, se dirigió a la puerta y la abrió-. Fuera. La respuesta es no y no y no. ¡Fuera!

– Annie, necesito hablar contigo.

– Pues organiza una reunión en el hospital.

– Annie… -Tom dejó la ensalada en mitad de la mesa y le puso las manos sobre los hombros.

Sólo ella podía saber lo que su tacto le hacía sentir.

A pesar de todo, no se iba a dejar convencer. Algo quería, aunque ella no supiera de qué se trataba.

– Annie, esta es la primera vez que hago esto. Hannah y yo hemos estado en la carnicería, en la frutería y nos hemos pasado toda la mañana cocinando.

– ¿Hannah?

– Hannah -Tom pareció confuso-. La… la he llamado así, por mi abuela.

– Es muy bonito, Tom -dijo Annie mientras se alejaba de él-. ¿Quieres que sea ese su nombre?

– Supongo que los padres adoptivos se lo podrán cambiar.

– Sí, pueden -afirmó ella-. Pero todavía no has decidido si quieres darla en adopción.

– El lunes… Supongo que si no aceptas mi propuesta, por lo menos la tendré conmigo hasta el lunes.

– Ya -Annie lo miró directamente a los ojos. Había algo más-. ¿Y qué es lo que esperas que yo haga a cambio de la comida?

– Es sólo un gesto de buena voluntad.

– No me lo creo.

– ¿Qué quieres decir?

– Quiero decir que no me lo creo. ¿Qué quieres?

– Tómate al menos un vasito de vino.

– No. No bebo cuando estoy de servicio.

– Un vaso no te hará nada.

– Y, sobre todo, no bebo cuando alguien quiere convencerme de algo que va contra mis principios. Así es que suelta de una vez qué es lo que quieres.

Tom miró a Annie. Sonrió ligeramente.

– No. Me ha costado mucho preparar esta comida y no estoy dispuesto a que no te dignes a probarla. No querrás que Tiny y Hoof acaben por tomársela.

Annie miró una y otra vez a la mesa.

Estaba muerta de hambre y olía divinamente.

– Bueno, de acuerdo. Pero no te hago promesas.

– Cállate, y come como un buen doctor -dijo Tom-. Después ya veremos.

Así es que Annie se sentó y comió gustosa el estupendo guiso que él había preparado. Tenía que admitir que le encantaba estar con Tom. Aunque no era capaz de relajarse ni un minuto en su presencia.

Por fin, Tom apartó el plato y suspiró.

– Eres muy inquieta, Annie.

– Si descansara, sería demasiado superior a ti -dijo Annie y lo miró conteniendo una sonrisa-. De acuerdo, Tom. Ya me has alimentado y me siento mucho mejor. Te ayudaré si puedo, pero no voy a cuidar a tu hija durante seis semanas.