La relación con ellos provenía de la familia de mi madre, los Coll. Mi abuelo materno y el abuelo paterno de Oriol, el padre de Enric, eran como hermanos. Los padres de ellos, o sea nuestros bisabuelos establecieron una estrecha amistad en aquellos años de fines del siglo XIX cuando una Barcelona descarada pretendía competir con París como capital de arte. Frecuentaban Els Quatre Gats coincidiendo con Nonell, Picasso, Rusiñol o Cases. Eran hijos de familias de la alta burguesía catalana; pero habían salido jovenzuelos rebeldes, que antes de alistarse incondicionales al teatro del Liceo, como les correspondía por tradición y familia, habían de frecuentar las tertulias artísticas de la época. En ellas visitaron brevemente casi todos los ismos de aquel mundo cambiante de finales del XIX, sin olvidar anarquismos, comunismos, cubismos, existencialismos y de forma más permanente el prostibulismo de las calles Aviñó y Robador, donde solían invitar a artistas de pocos recursos, pero de semejante libido y gran talento, como aquel muchacho llamado Picasso.
De entonces venían las colecciones de cuadros, comprados por poco y por favor a amigos, artistas menesterosos, que ahora valían fortunas, heredadas por los abuelos y que éstos distribuyeron entre su progenie.
Volví a la ventana para contemplar aquella urbe donde el arte continuaba vibrando en su aliento. ¿Por qué mi madre dejó toda su tradición, toda aquella historia de leyenda atrás? ¿Por qué terminó casándose con un americano y prácticamente huyendo de la ciudad? Sí, claro, se enamoró de mi padre. La descendiente de fortunas pasadas, creadas a fuerza de telares y veleros surcando océanos para comerciar con las Indias, dignificadas por ópera en el Liceo y después, en la golfa generación posterior, ilustradas por movimientos de arte vanguardista, a los que asistieron como adinerados mecenas bohemios, se prendó de un ingeniero americano.
Sí, claro. Debió de ser el amor… eso sería. El amor. Pero había algo más en toda esa historia. Algo más que se me ocultaba pero que yo intuía que estaba allí, escondido.
Fue entonces cuando sonó el teléfono.
– Dígame -respondí.
– ¡Hola, Cristina! -identifiqué a mi interlocutora de inmediato-. Soy Alicia, tu madrina.
– ¡Hola, Alicia! ¿Qué tal estás?
– Muy bien, cariño. Te he dejado dos mensajes para que me llamaras -en su voz cálida, profunda, había un matiz de reproche.
– Lo iba a hacer, Alicia -¿por qué ese tono de disculpa?, me pregunté-. Pero acabo de llegar -miré el reloj comprobando que eso no era cierto, llevaba en el hotel más de una hora.
– Pues bien. Me he adelantado yo -concluyó ella-. Estoy aquí y te espero en recepción.
– ¿Dónde? ¿Aquí? -pregunté como una estúpida.
– ¿Dónde va a ser cariño? En el hotel.
Me quedé muda. ¿En el hotel? ¿Qué hacía Alicia en mi hotel?
– Anda, no me hagas esperar. Baja -concluyó ante mi silencio.
– Bueno, ahora voy -repuse obediente.
– Hasta ahora, cariño.
– Hasta ahora.
«Así que al fin me encuentro con Alicia», pensé.
La reconocí de inmediato. Alicia habría pasado los sesenta años, pero la mujer que se levantó sonriente de una de las mesas del bar cercano a recepción aparentaba mucho menos.
Estaba gruesa, la recordaba como hembra de caderas anchas, algo matrona ella, y esa característica le había crecido con el tiempo.
– ¡Cariño! ¡Qué gusto verte! -exclamó con esa voz profunda suya mientras me tendía los brazos. Me acogió entre ellos y luego de un fuerte apretón me dio dos sonoros besos. Olía a un perfume penetrante y sus pulseras de oro tintinearon.
– ¡Hola, Alicia! -de alguna manera la fuerte personalidad de aquella mujer, el carisma que irradiaba me hacían sentir de nuevo como una niña de trece años. Y sus ojos. Esos ojos azul profundo, algo rasgados, como los de su hijo Oriol. Al verlos de nuevo me estremecí.
– ¡Qué guapa estás! -exclamó, poniendo alguna distancia entre ambas para observarme-. Te has convertido en una mujer estupenda. Tengo ganas de verle la cara a Oriol cuando os encontréis.
Escrutó mi expresión al mencionar a su hijo y yo intenté mantener mi sonrisa sin cambios y no dije nada.
– Pero siéntate -me invitó sin importarle mi silencio-. Cuéntame cosas de tu familia. ¿Qué tal os va en los Estados Unidos?
Obedecí, pero antes observé el lugar donde aquel hombre extraño había estado un rato antes. No lo vi y me sentí aliviada.
Alicia era una gran conversadora y pasamos un rato agradable charlando de trivialidades. Tenía muchas cosas que preguntarle pero no supe engarzar ninguna en la conversación. Sentía que no teníamos aún suficiente confianza. De pronto ella dijo:
– He venido a buscarte para que vengas a mi casa.
– ¿Qué?
– Eso, que te vienes conmigo.
– Pero…
– No hay pero que valga, cariño -hablaba con esa voz profunda y aterciopelada pero llena de autoridad-. Tengo una casa enorme con varias habitaciones de invitados y no voy a dejar que mi ahijada esté sola en un hotel.
– De ninguna manera -me resistí, mientras pensaba con rapidez. Alicia, la temida por mi madre, la mujer peligrosa según Luis, me invitaba a su casa; la casa donde vivía Oriol. ¿Cuántas intrigas sobre Enric desvelaría?-. No quiero molestar.
– ¡Molestia es que te quedes aquí! -dijo rotunda-. Casi ofensa. Está decidido, nos vamos a mi casa y mañana te acompaño, junto a Oriol, a la lectura del testamento.
– Pero… -no me escuchó y se fue hacia la conserjería, donde empezó a impartir instrucciones. Fui a detenerla, aunque presentía que era inútil. En realidad yo quería ir. Observé cómo actuaba. Esa mujer tenía una autoridad asombrosa. Hablaba casi como en un susurro y los demás se inclinaban para escucharla mejor. Dejó su tarjeta de crédito en el mostrador y dijo que nos podíamos ir.
– No se te ocurra pagar mi cuenta.
– Ya está hecho -dijo ella.
– Me niego.
– Llegas tarde. El director del hotel es amigo mío y no aceptarán tu dinero. A mi ahijada la invito yo.
A pesar de estas palabras, advertí, enérgica, al empleado del mostrador que yo era quien pagaba, pero él repuso que la señora pidió la cuenta antes de que yo bajara de mi habitación, se había hecho cargo de todo, y que era imposible anular la transacción.
– Tengo que recoger mis cosas -le dije al fin. Me sentía molesta con ella, no tanto porque abonara mis gastos, sino por el dominio que parecía ejercer a su alrededor, incluyéndome a mí.
– No te preocupes por eso, cariño -repuso con un gesto de «no importa»-. La camarera y mi doncella, que ya está en camino, se hacen cargo de tu equipaje. En un ratito lo tendrás todo bien dispuesto en tu habitación de mi casa -y cogiéndome del brazo con el suyo me condujo hacia la salida.
– Te dejas la tarjeta.