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– También la recoge mi doncella.

– No habrás firmado la cuenta en blanco. ¿Verdad?

Alicia soltó una carcajada.

– ¿Y qué importa eso? -inquirió alegre-. Éste es un hotel americano. Y los americanos sois todos honrados, ¿no es cierto? -había un tonillo burlón en su voz aterciopelada.

«Si yo te contara», pensé.

– ¡Qué bonitas piernas tienes, cariño! -el coche de Alicia se detuvo en uno de los semáforos de las Ramblas, la inesperada aparición de la mujer en el hotel no me dio la oportunidad de cambiarme de ropa sentada en ese asiento bajo, la minifalda, que había usado con el comisario, subía hasta más arriba de la mitad de los muslos. Ella acarició mi rodilla y yo me puse alerta. Por un momento me arrepentí de haber aceptado su hospitalidad.

– Gracias -repuse cautelosa.

– He dado instrucciones al hotel para que tomen nota de tus llamadas tal como si tú continuaras siendo su huésped -sonreía-. Así no tienen por qué enterarse en América de que te has venido conmigo.

«Sabe que no le cae bien a mi madre», me dije.

Cruzamos la ciudad por el eje vertical que va desde el puerto viejo a la sierra de Collserola. Ramblas, paseo de Gracia, Mayor de Gracia para llegar a la avenida del Tibidabo, donde Alicia conservaba el caserón modernista de los Bonaplata con vista privilegiada sobre la urbe. Por el camino la mujer relataba anécdotas de la ciudad, y en el paseo de Gracia me fue señalando dónde vivían aún amigos comunes de nuestras familias, contándome cotilleos rápidos y sabrosos sobre algunos de ellos. Usaba el mismo tono cómplice con el que una amiga le cuenta secretitos a otra; Alicia me hacía sentir una extraña camaradería.

CATORCE

La ciudad había cambiado en muchos aspectos, pero aquella casa estaba tal como yo la recordaba. Sólo que todo había encogido algo desde aquellos tiempos lejanos. La última vez que estuve allí, en nuestra despedida de Barcelona, debía ser yo más corta de talla y mi crecimiento me hacía ver, ahora, todas las dimensiones reducidas en relación con mis recuerdos. Esos que conservaban el alegre campanilleo del tranvía azul, el único que aún funcionaba en la ciudad, y que traqueteaba frente a la casa de Alicia, subiendo y bajando la cuesta. Era de los modelos más antiguos que circularon y transportaba a los visitantes desde los Ferrocarriles Catalanes al funicular que los dejaba en la cima, junto al templo del Sagrado Corazón y el parque de atracciones del Tibidabo. La avenida, el tranvía, el funicular, el antiguo parque, siempre antiguo a pesar de las renovaciones, con sus maravillosos autómatas decimonónicos aún funcionando, su avión falso, el laberinto y el castillo de la bruja; todo tenía para mí, cuando niña, y mantiene todavía hoy, una magia especial.

– Tu hotel no es único en cuanto a panorámica sobre Barcelona -dijo Alicia después de mostrarme la parte de la gran escalinata central, dependencias de cocina, y el salón que daba al cuidado jardín, lugar de memorables aventuras infantiles-. Ven.

Y subimos directamente a la tercera planta, donde ella tenía su gabinete privado. No había estado nunca en aquella habitación y desde allí se contemplaba la urbe en panorámica opuesta. Al fondo estaba el mar, azul intenso, iluminado por el sol que llegaba desde nuestra espalda, y la montaña de Montjuïc con su castillo. Y allí, en el centro, se extendía la ciudad, cubriéndose poco a poco de sombras vespertinas.

– Así que fuiste tú la heredera del anillo de Enric -dijo Alicia de pronto. Quizá fuera que el tono de su voz había cambiado, o fue la expresión de su cara de gata o tal vez habló con intención especial. El caso es que me sobresalté.

En su gabinete del último piso, Alicia hizo servir la cena. El cielo aún mostraba, en unas nubecillas rosa que flotaban sobre el mar, los reflejos de un sol ya oculto, mientras que abajo dominaba el crepúsculo, y las luces la ciudad se iban encendiendo a nuestros pies. Había tenido tiempo de supervisar que mis pertenencias, llegadas con asombrosa velocidad, estuvieran dispuestas a mi gusto en mi habitación y de recorrer aquel querido jardín.

Pero para mi desilusión, él no apareció.

La única referencia que Alicia hizo de su hijo fue al señalar «ésta es la habitación de Oriol», estaba al lado de la mía, pero no me la mostró, como si él la tuviera cerrada con llave. Yo contuve mis preguntas pero, en el fondo, esperaba encontrármelo en las escaleras o en un recodo del jardín. Pensé que no debía de estar en la casa.

Hablamos de mis padres, de lo distinto de la vida en Nueva York y de pronto se fijó en mi mano.

– ¿Es eso un anillo de prometida?

– Sí.

– Tiene que ser un gran muchacho -dijo sonriendo.

– Sí, sí lo es. Trabaja en bolsa.

– Esa gente de Wall Street está acostumbrada a quedarse con lo mejor -había un brillo pícaro en sus ojos azules.

Yo sonreí sin responder y fue cuando ella, de pronto, soltó eso de:

– Así que fuiste tú la heredera del anillo de Enric -y yo esperé a recuperarme de mi sobresalto antes de responder:

– Me llegó por sorpresa en mi último cumpleaños, unos meses antes de recibir la carta del notario citándome para mañana.

– Tu padrino te quería mucho -dijo lentamente. Su mirada se tornó triste, como si sintiera celos-. Te adoraba -enfatizó.

– Siempre fue muy cariñoso conmigo -repuse-. Era como si fuera mi tío.

– Y también quiso mucho a tu madre. Mucho.

No supe qué contestarle a eso. No me gustaba que metiera a mi madre en la conversación. ¿Pretendía insinuar algo?

– Debía de haberlo supuesto -continuó. Hablaba como pensando, como rumiando una ofensa antigua-. El anillo. No fue para mí. Ni lo guardó para su hijo. Te lo hizo enviar a ti como regalo de cumpleaños…

Esa mujer me estaba haciendo sentir culpable por lucir el aro del rubí, era incómodo y me hubiera gustado encontrarme en mi hotel. Sola. O incluso cenando con Luis. Ahora echaba en falta a aquel pesado divertido. Pero como si Alicia leyera mi pensamiento, su ancha cara felina se iluminó con una sonrisa cordial.

– Pero ¡me alegra tanto que lo tengas tú!, cariño -pasó la mano por un espacio de la mesa libre de vajilla y acarició la mía-. ¿Me lo dejas ver?

Yo me saqué el anillo y se lo tendí. Ella lo tomó en sus manos, con respeto, y lo miró a trasluz.

– Es bello -dijo-. Es una obra maestra de la orfebrería de su tiempo, del siglo XIII. ¡Fíjate! -se levantó para apagar la luz eléctrica y acercando el anillo a la llama de una de las velas de la mesa la proyectó sobre el mantel. Allí estaba la cruz roja, difuminada por la distancia, palpitando conforme al movimiento de la llama. Inquietante, misteriosa-. ¿No es fabuloso?

– Sí lo es -repuse-. Es increíble la forma en que fueron capaces de engarzar el rubí, con su base labrada de marfil, en el anillo de oro.

– ¿Marfil? ¿Qué marfil?

– Pues… el del anillo, la base que sujeta la piedra y permite ver la cruz roja gracias a los bordes blancos. De marfil… Alicia soltó una risita.