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Sólo una cosa quedaba pendiente para ellos: mi encuentro con el desafiante de la muerte. Lamentaba que don Juan no me hubiera avisado con anterioridad para poder prepararme mejor. Pero él era un nagual que siempre hacía todo lo que era de importancia en el momento, y sin previo aviso.

Por un rato, me sentí muy bien; tranquilamente sentado con don Juan en esa plaza, esperando a que los eventos se desarrollaran; pero luego mi estabilidad emocional sufrió un altibajo, y en fracciones de segundo me encontré dentro de una oscura desesperación. Me asaltaron triviales consideraciones acerca de mi seguridad, mis metas, mis esperanzas y mis preocupaciones en el mundo. Al examinar todo esto, tuve que admitir que la única preocupación real que yo tenía era acerca de mis tres compañeras en el mundo de don Juan. Aunque si lo pensaba, ni siquiera eso me preocupaba verdaderamente. Don Juan les había enseñado a ser la clase de brujas que siempre sabían qué hacer; y lo más importante aún, las había preparado para saber qué hacer con lo que sabían.

Habiendo sido despojado, desde hacía mucho tiempo, de toda razón mundana posible para sentirme angustiado, lo único que me quedaba era el miedo de morir a manos del desafiante de la muerte: la preocupación por mí mismo. Y me entregué a ella desvergonzadamente, una última jugada antes de desaparecer. Me puse tan asustado, que me dio náusea. Traté de disculparme, pero don Juan se rió.

– El que te vomites de miedo no te hace de ninguna manera único -dijo-. Cuando yo conocí al desafiante de la muerte, me oriné en los pantalones. Créeme.

Esperé en silencio durante un momento intolerablemente largo.

– ¿Estás listo? -preguntó.

Dije que si. Levantándose de la banca añadió:

– Entonces ya nos vamos. Y ahora descubriremos cómo vas a actuar cuando estés en la línea de fuego.

Me condujo de regreso a la iglesia. Hasta el día de hoy, de lo único que me puedo acordar de aquella caminata es que tuvo que arrastrarme todo el camino. Pero no recuerdo haber llegado a la iglesia o haber entrado en ella. Lo próximo que supe es que estaba arrodillado en un largo y desgastado banco de iglesia, junto a la mujer que había visto antes. Me estaba sonriendo. Miré alrededor tratando de localizar a don Juan, pero no estaba a la vista. Hubiera salido de ahí volando si no me hubiera detenido la mujer, agarrándome del brazo.

– ¿Por qué habrías de tener tanto miedo de una pobrecita como yo? -me preguntó en inglés.

Me quedé pegado en el lugar donde estaba arrodillado. Lo que me cautivó por completo e instantáneamente fue su voz. No puedo describir qué es lo que había en el sonido rasposo de su voz que llegaba a lo más recóndito de mí. Era como si siempre hubiera conocido esa voz.

Me quedé allí inmóvil, atrapado por ese sonido. Me preguntó algo más en inglés, pero no pude entender lo que decía. Me sonrió con dulzura.

– Está bien -susurró en español.

Estaba arrodillada a mi derecha.

– Entiendo perfectamente lo que es el verdadero miedo, vivo con él -añadió.

Estaba a punto de hablarle, cuando escuché la voz del emisario en mi oído:

– Es la voz de Hermelinda, tu nodriza -dijo.

Lo único que sabía yo de Hermelinda era la historia que me contaron, que había muerto en un accidente, atropellada por un camión. Que la voz de la mujer me trajera esas memorias era algo impactante. Experimenté una momentánea y agonizante ansiedad.

– Soy tu nodriza -exclamó la mujer suavemente-. ¡Qué extraordinario! ¿Quieres mi chichi? -su cuerpo se convulsionó de risa.

Hice un supremo esfuerzo para mantenerme calmo; sabía que estaba perdiendo la ecuanimidad rápidamente, y que en cualquier momento iba a perder el control de mi razón.

– No te preocupes por mi broma -dijo en voz baja-. La verdad es que me caes muy bien. Estás llenísimo de energía. Y nos vamos a llevar muy bien.

Dos hombres viejos se arrodillaron enfrente de nosotros. Uno de ellos volteó la cabeza y nos miró con curiosidad. Ella no les puso ninguna atención, y continuó susurrándome al oído.

– Déjame tomar tu mano -pidió.

Pero su petición era como una orden. Le di mi mano, incapaz de negarme.

– Gracias. Gracias por tu confianza en mi -susurró.

El sonido de su voz me estaba volviendo loco; un sonido rasposo, tan exótico, tan absolutamente femenino. Bajo ninguna condición la hubiera considerado como la voz elaborada de un hombre tratando de sonar como una mujer. No era una voz ronca ni dura. Era como el sonido de pies descalzos caminando suavemente sobre grava.

Hice un tremendo esfuerzo para romper una capa invisible de energía que parecía haberme envuelto. Creí haberlo logrado. Me levanté, listo para irme, y lo hubiera hecho si la mujer no se hubiera también levantado y susurrado en mi oído.

– No huyas. Hay tantas cosas que te tengo que decir.

Detenido por la curiosidad, me senté automáticamente. Increíblemente, mi ansiedad y mi miedo se desvanecieron repentinamente. Hasta tuve la suficiente presencia de ánimo para preguntarle:

– ¿Es usted verdaderamente una mujer?

Se rió entre dientes, como una niña, y luego me dijo una intrincada frase.

– Si te atreves a pensar que me transformaría en un hombre temible para causarte daño, estás gravemente equivocado -dijo, acentuando aún más esa extraña, hipnótica voz-. Tú eres mi benefactor. Yo soy tu sirvienta, como he sido la sirvienta de todos los naguales que te precedieron.

Haciendo acopio de toda la energía que pude, le dije lo que pensaba.

– Puede usted tomar mi energía -dije-. Es un regalo para usted, pero no quiero que me dé ningún regalo de poder. Y le digo esto sinceramente.

– No puedo tomar tu energía gratis -susurró-. Yo pago por lo que recibo, ese es el trato. Es una tontería regalar tu energía.

– Créame, he sido un tonto durante toda mi vida -dije-. Puedo darme el lujo de hacerle un regalo. No me causa ningún problema. Usted necesita la energía, tómela. Pero yo no puedo cargar cosas innecesarias. No tengo nada, y me encanta no tenerlo.

– A lo mejor -dijo con un aire pensativo.

Le pregunté agresivamente si quería decir que a lo mejor tomaría mi energía o que no me creyó que no tenía nada y que me encantaba no tenerlo.

Se rió con deleite y dijo que a lo mejor tomaría mi energía ya que yo era tan generoso de ofrecérsela. Pero que tenía que hacer un pago; me tenía que dar algo de valor similar.

Al escucharla hablar, me di cuenta de que hablaba el español con un extravagante acento extranjero. Añadía un fonema extra en la sílaba media de cada palabra. Nunca en mi vida había escuchado a nadie hablar así.

– Su acento es verdaderamente extraordinario -dije-. ¿De dónde es?

– De casi la eternidad -dijo suspirando.

Habíamos empezado a entablar una conexión. Comprendí por qué suspiró. Ella era lo más cercano a lo permanente, mientras que yo era transitorio. Esa era mi ventaja. El desafiante de la muerte estaba acorralado, y yo era libre.

La examiné de cerca. Parecía tener entre treinta y cinco y cuarenta años. Era de piel oscura; una mujer completamente india, casi corpulenta, pero no gorda, ni siquiera pesada. Podía ver que la piel de sus brazos y sus manos era suave; sus músculos firmes y jóvenes. Juzgué que medía entre un metro setenta o setenta y cinco. Tenía puesto un vestido largo, un rebozo negro y huaraches. Estando arrodillada también le podía ver sus tobillos y parte de sus bien formadas pantorrillas. Su cintura era delgada. Tenía unos senos grandes los cuales no podía, o quizá no quería esconder bajo su rebozo. Su cabello era negro azabache y estaba atado en una larga trenza. No era hermosa, pero tampoco era fea. Sus facciones no eran de ninguna manera sobresalientes. No podía haber atraído la atención de nadie, excepto por sus ojos, que los mantenía bajos, escondidos debajo de sus enormes, largas y espesas pestañas. Eran unos ojos magníficos, claros y serenos. Aparte de los ojos de don Juan, yo nunca había visto otros ojos más brillantes, más vivos.