– ¿Qué?
– Imagínate, por ejemplo, a un empleado que tiene que pasarse ocho horas al día sentado ante un escritorio. ¿Qué es lo que más le ayudaría a recuperar el sentido de la libertad durante unas vacaciones? ¿Marcharse fuera de la ciudad? No. Quedarse en casa e ir a la oficina cada día o casi cada día. Pero no durante ocho horas. Pondría el despertador a la misma hora de siempre para tener el placer de poder apagarlo y seguir durmiendo.
»Cuando se levantara, iría a la oficina tardísimo y no tendría que preocuparse. Piensa en la libertad de poder entrar en el despacho a las diez y media o a las once, y sentarte ante tu escritorio sin que aquello tenga la menor importancia.
– Sigue -le pidió Millie.
– Pues va y se sienta ante su escritorio y apoya los pies sobre él…, sin tener que preocuparse por temor a ser visto, o por temor a no terminar su trabajo, porque no tiene nada que hacer. La satisfacción psíquica de estarse allí sentado, sin hacer nada, y sabiendo que puede levantarse y marchame cuando le dé la real gana…, eso sería mil veces más provechoso y le haría sentir mil veces mejor que marcharse de la ciudad para regresar hecho una piltrafa.
– Con quemaduras de sol e indigestión.
– Y picaduras de insectos, y sin dinero porque bebió demasiado en una taberna barata y por tratar de derrotar en esas condiciones a un bandido manco.
– Tracy, es una idea. Apuesto a que podrías vender un artículo sobre eso si lo escribieras en el tono correcto. No demasiado serio ni demasiado satírico. Dejando que el lector adivine si estás de guasa o vas en serio. Apuesto a que podrías vendérselo a una de las mejores revistas.
– Te estás poniendo comercial -le dijo Tracy echándose a reír-. Venga, vámonos.
Mientras Millie se preparaba, Tracy fue a su apartamento a buscar su sombrero. Se sentía estupendamente. Con solemnidad, le quitó la funda a la «Underwood» y le hizo un palmo de narices.
Después dio un respingo cuando pensó súbitamente en otra máquina de escribir que en ese mismo instante estaría tecleando el quinto guión de Millíe para la semana siguiente, a razón de una página cada siete minutos, como si se tratara de un mecanismo de precisión.
Desechó aquella idea y regresó a buscar a Millie Wheeler.
Tomaron unas copas y después comieron. Tomaron unas copas y después fueron a bailar al «Martin». Pero la música resultó demasiado buena para bailar. Se sentaron a escucharla y a conversar, y se tomaron algunas copas más.
A las seis, cuando Millie tuvo que marchame porque tenía una cita, estaban razonablemente sobrios y habían pasado una tarde maravillosa. En una palabra, había sido divertido. No habían hablado ni una sola vez de la Radio ni de los crímenes.
Al menos hasta que dejó a Millie en su casa. Ella le dio un beso ligero y después, posándole una mano sobre el brazo, lo miró con cara muy seria y le dijo:
– Tendrás cuidado, ¿verdad, Tracy?
– ¿Cuidado?
– Sabes a qué me refiero. Me di cuenta de que no querías hablar del tema y por eso no lo mencioné. Pero a mamá no puedes engañarla. Has pedido una semana de vacaciones en la Radio para poder descubrir quién mató a Dineen y a Frank.
– ¿Ah, sí? -inquirió Tracy, asombrado.
– Claro que sí. No te culpo. Al parecer, la Policía no va a ninguna parte. Pero ten cuidado, Tracy. Escúchame…
– Te estoy escuchando.
– Tengo una corazonada, Tracy. La Policía cree que quien los mató es un psicópata asesino, un loco homicida.
– A mí me parece una idea bastante acertada -dijo Tracy.
– Pero no lo es. Tracy, tras esos asesinatos hay un móvil. Puede que sea una fantasiosa, o quizá un poco tonta, pero lo presiento. Tras esos crímenes hay un asesino frío y calculador. Estoy segura. No tengo la más mínima idea del porqué, ni del móvil, pero estoy segura. Y si empiezas a investigar, te matará, Tracy. Si puede, te matará.
Tracy tragó saliva y repuso:
– Bueno, pues no dejaré que se entere de que estoy tratando de descubrirlo.
– Pero lo harás, a pesar de no proponértelo. Tendrás que preguntar cosas a la gente, es la única manera de encontrar pistas y tratar de encajarlas. Además, le harás preguntas al asesino. Porque no sabes quién es, pero tiene que ser alguien que conoces.
– Pero…
– Tiene que ser, Tracy. Alguien que te conoce bien. Todo lo sucedido lo indica así. Alguien que te conoce tanto como yo.
Tracy había bajado los brazos. Se le acercó, volvió a abrazarla y le dijo:
– No tan bien, Millie -dijo, pero ella le puso las manos sobre el pecho y lo mantuvo apartado.
– ¿No te das cuenta de lo peligroso que será meterte en esto? Por lo que sabes, incluso yo podría ser la asesina. ¿No te acuerdas que soy la única persona, aparte de ti mismo, que sabes que leyó el guión de Papá Noel antes del primer asesinato?
– No seas tonta.
– No soy tonta, Tracy. No, no he sido yo. Pero tengo miedo…, temo por ti. Dices que tendrás cuidado, pero, ¿cómo puedes tener cuidado, a menos que sepas, aunque sea mínimamente, de quién debes cuidarte?
– Pero…
– No voy a detenerte. Sé cómo debes de sentirte. Tienes que intentarlo…, y no me gustarías si te sintieras así. Pero si hubiera algo en lo que pudiera ayudarte, déjame hacerlo. ¿Vale?
– Sí -repuso Tracy-. Vale, Millie.
La presión de las manos de Millie contra su pecho cedió, y él volvió a besarla. Ella se metió en su apartamento y cerró la puerta.
Tracy se quedó allí de pie, tratando de decidir si se marchaba a su casa o si volvía a salir. Debería haber sido una decisión fácil de tomar, pero estaba demasiado confundido como para tomarla. Se sentía un tanto asombrado por la interpretación que Millie había hecho de sus motivos y su carácter, y estaba un poco asustado.
¿Tendría Millie razón? ¿Acaso había pedido una semana de vacaciones porque inconscientemente había estado rondándole la idea de resolver aquel asunto?
Maldición, no. No era así. ¿Qué rayos iba a poder hacer él que la Policía, con todos sus recursos y su experiencia, no hubiera podido hacer? Sobre todo, en aquel momento en que el plan de Jerry Evers se había ido al traste, y que la Policía ya no perdía tiempo con él. Aquélla había sido la única ventaja que les había llevado, lo único que él había sabido y la Policía no.
Maldición, para eso estaba la Policía, para resolver los crímenes. El no era detective ni pretendía serlo. ¡Maldita fuera Millie por meterlo en un brete como aquél!
«¿Y por qué -se preguntó Tracy- no le dijiste a Millie que estaba equivocada sobre los motivos que te han impulsado a pedir la semana libre?» Pero no hizo falta que se contestara, porque ya lo sabia.
En fin, de todos modos necesitaba una copa y no quería tomarla a solas en su apartamento.
Bajó y salió a la calle. Había oscurecido y soplaba una brisa fresca y agradable. Era una noche estupenda o podía haberlo sido.
Se quedó allí de pie preguntándose hacia dónde ir, tal como había hecho unas noches antes, cuando la señora Murdock se había presentado sola y lo había conducido al sótano para enseñarle el lugar del crímen.
Maldición, pero si era…, era la señora Murdock la que en ese momento giraba en la esquina. Vestida igual que había estado el jueves por la noche. Pero en esta ocasión no se le acercó a toda prisa. Al verlo se paró en seco, y después entró veloz en el bar de Thompson como una ardilla que salta a su agujero.
Tenía que haber sido divertido, se dijo Tracy.
No lo fue.
Asustarla de aquella manera había sido una idea muy tonta. Tuvo la corazonada de que Bates había comenzado a sospechar seriamente de él a partir de aquel momento. Y no tenía gracia que la señora Murdock o la Policía lo consideraran un psicópata asesino. Sobre todo la Policía.
Lanzó una maldición por lo bajo y comenzó a andar. Pasó delante del bar de Thompson sin mirar, para que la señora Murdock (que estaría mirando hacia fuera) lo viera y supiera que no había moros en la costa, y que podía correr a casa a refugiarse con su marido, el corredor de seguros, y sus seriales radiofónicos. Le debía al menos eso, por más tonta y pesada que fuera.