– Está muy bien, Tracy. Muy bien.
Tracy se puso en pie, apuntando el revólver con mucho cuidado y manteniendo la distancia.
– Y, ahora, ¿puedes darme algún motivo por el que no deba llamar a la Policía?
– Sí -respondió Kreburn-. Cuando me telefoneaste para pedirme el revólver, se me ocurrió que en una de ésas lo habías descubierto y desearas jugarme una pasada como ésta. Quería saber qué ibas a decirme. Sabía que ibas a ser lo bastante listo como para revisar el revólver y asegurarte de que estuviera cargado. Pero supuse que no ibas a llegar al extremo de mirar si le habían quitado o no el percutor.
Kreburn se puso en pie y sacó otra pistola (una con un largo silenciador en el cañón), que llevaba oculta tras la chaqueta.
El dedo de Tracy apretó el gatillo de la automática que empuñaba (porque Kreburn podía estar mintiendo), y el resorte de la automática dejó escapar un clic metálico. Y nada más; no hubo ningún disparo.
«Se acabó todo», se dijo Tracy, pero tenía la mente muy despejada.
Cuando la pistola con silenciador le apuntó al pecho, Tracy vio que la puerta que conducía al otro cuarto de su apartamento (el dormitorio) se abría despacio y sin hacer ruido.
Volvió a mirar a Kreburn a la cara y le dijo:
– Espera, Dick. -Porque, si iba a llegarle alguna ayuda, incluso una fracción de segundo podía resultar fundamental.
Por encima del hombro de Dick vio quién abría la puerta. Por la abertura asomaron dos cabezas. Eran Bates y Corey, y la cabeza de éste se erguía por encima de la del hombre más bajo.
¿Y si no disparaban antes de que Kreburn…?
– Espera, Dick. Todavía no tienes los diamantes. Y yo sé dónde están.
El rostro de Kreburn se mantuvo inalterable, no dejó entrever si había mordido el anzuelo o no, pero su dedo dejó de apretar el gatillo.
– No me vengas con rodeos, Tracy.
– ~Qué gano yo con rodeos? Rodeos y un cuerno. Quiero hacer un trato. Quiero salir de aquí con vida si te digo dónde están los diamantes.
La puerta se había abierto de par en par y Bates la trasponía de puntillas, sin hacer ruido.
– ¿Dónde están? -preguntó Kreburn.
– Si te lo digo. dispararás. Tendremos que pensar en una solución mejor.
– Dímelo y te ataré y te dejaré aquí. Te encontrarán mañana, en algún momento.
Bates se acercaba a Kreburn con el andar sigiloso de los gatos. Empuñaba una pistola y la estaba levantando, no para disparar, sino para asestarle a Dick un golpe en la mano en la que llevaba el revólver. Corey seguía de pie en la puerta. También empuñaba una pistola: una «45» automática que parecía grande como un cañon.
– Está bien -dijo Tracy-. Pero, ¿cómo sé que cumplirás con tu palabra y…?
No tuvo que seguir hablando. Bates asestó su golpe. Kreburn lanzó un grito, en parte de dolor, en parte de sorpresa, y el revólver con silenciador cayó sobre la alfombra con un sonido seco. Kreburn se volvió hacia Bates, y en un abrir y cerrar de ojos Corey cubrió la distancia que lo separaba del asesino, se plantó a su lado y le enterró la «45» en un costado.
Tracy volvió a sentarse sobre el escritorio. No porque hubiera decidido hacerlo, sino porque sus rodillas hablan decidido no seguir aguantándolo más.
Con movimientos desmañados, sacó un cigarrillo de la pitillera y se lo llevó a los labios. Trató de encenderlo; Bates lo observaba y sonreía. Al cabo de unos segundos, el inspector se aproximaba a él, encendió una cerilla y se la acercó al cigarrillo.
– ¿Cómo…, cómo es que estaban aquí? -preguntó Tracy.
– Ya se lo explicaré -repuso Bates. Cogió el teléfono y dijo-: George, trae el coche-patrulla. Después, puedes irte a casa.
Colgó el teléfono. Volvió a sonreírle a Tracy y se sentó en el brazo del sillón Morris.
– Hace tres días que tiene el teléfono intervenido. He apostado a un hombre en el sótano, en la habitacion que está detrás de la que Frank usaba para dormir. El que está ahora de guardia se llama George.
»Hace media hora, cuando vinimos a arrestarlo, fuimos a ver a George para saber si había pasado algo. Y nos enteramos de que usted le había pedido a Kreburn que viniera a traerle un arma. Acababan de verlo entrar en el bar de Thompson, de modo que decidimos esperar en su piso y averiguar para qué le había pedido el arma a Kreburn, antes de echarle el guante.
– Vaya si se han tomado su tiempo, y mientras tanto, mi vida corría un terrible peligro. La próxima vez, deténganme.
Bates lanzó una carcajada y repuso:
– Pudo haberle disparado, es verdad. Pero también es verdad que usted pudo haberle disparado a él. Digamos que estamos a mano.
– Podría decir cosas peores. ¿Iba usted a detenerme?
– Claro que sí. Dejó usted una pista que va de aquí a Queens, y tiene un kilómetro de ancho. Los hombres que logró despistar tomaron el número de matrícula del taxi. Cuando lo perdieron en Broadway con la Cuarenta y Dos, buscaron al taxi y averiguaron dónde tenía parada. Y el taxista les dijo que iba usted hacia Queens.
»Después…, bueno, recibimos el informe de Queens. ¿Nos culpa por haber venido a arrestarlo? Ah…, por cierto…
– ¿Por cierto, qué?
– ¿Bromeaba, o sabe de verdad dónde están los diamantes? Si es que existen.
– Me gustaría adivinar. Apuesto a que Kreburn no se enteró nunca de que el collar del perro era un regalo de Mueller, y bastante reciente, por cierto. Ese collar tendrá unos doce o quince remaches bien bonitos y grandes. Cada remache es lo bastante grande como para contener una piedra de diez o veinte quilates. Y si esos diamantes existen, espero que estén allí, porque mi querido amigo tuvo dos oportunidades perfectas para hacerse con ese collar y las perdió. Por eso estoy casi seguro de que no sabía que el collar era un regalo de Mueller.
Bates asintió lentamente.
– Nos espera un montón de burocracia. Aclarar cuatro asesinatos exige rellenar una montaña de formularios. Necesitaremos declaraciones y cosas por el estilo.
¿Quiere acompañarme a la Comisaría para acabar con todo esta noche, o prefiere irse a dormir?
– ¿Dormir? -preguntó Tracy-. ¿Qué es eso?
Entonces se acordó.
– Baje usted, inspector -le dijo-. Tengo que hacer una llamada. Si no llego a tiempo para que me lleven en el coche-patrulla, iré en taxi.
Bates asintió. Él y Corey sacaron a Kreburn.
Tracy telefoneó a Lee Randolph al Blade.
– Aquí tienes la nota, Lee -le dijo. Se la refirió a toda prisa en diez minutos, y luego añadió-: Si me entero de que mi corazonada sobre el collar del perro es cierta, volveré a llamarte. Resérvate el detalle para el final.
– Estupendo, Tracy. Oye, lo siento si…
– Olvídalo. Te veré mañana.
Colgó antes de que Lee tuviera ocasión de agregar nada más.
Al llegar abajo, el coche-patrulla había llegado y se había marchado. A Tracy le dio igual. Se fue a la Comisaría, pero antes pasó por el bar de Barney a tomarse unas cervezas con los del turno de noche del Blade. En la máquina tocadiscos puso dos veces la polca Barrilito de cerveza.
Desde el bar de Barney habría ido directamente a la Comisaría, pero se acordó de pasar por la taberna de Stan Hrdlicka para contarle las novedades; se habla olvidado de cómo lo había tumbado el «Slivovitz» en una ocasión. Volvió a tumbarlo.
Pero no fue tan terrible como la vez anterior; se despertó él solo en la cama de Stan, despejado y a las ocho de la mañana.
Se sentía estupendamente. Se compró una camisa, tomó un baño turco, se hizo afeitar en una barbería, y seguia sintiéndose estupendamente.
Llegó al despacho de Bates a las diez, y se marchó a las once. Le remordió un poco la conciencia cuando se enteró de que las piedras (eran diamantes del mismo tamaño) estaban ocultas en los remaches del collar del perro. Se sintió mejor al encontrar en un quiosco un último ejemplar del Blade y comprobar que Lee había logrado publicar el detalle.