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Tales han sido nuestras preocupaciones en King's Abbot durante los últimos años. Hemos discutido de Ackroyd y sus asuntos desde todos los puntos de vista. Mrs. Ferrars ha ocupado su lugar en el esquema.

Ahora se ha producido un cambio en el panorama. De la amable discusión sobre los probables regalos de boda, hemos pasado a las sombras de la tragedia.

Mientras pensaba en todas esas cosas, hice maquinalmente mi ronda de visitas. No tenía ningún caso especial que atender y tal vez fui afortunado con eso, pues mi pensamiento volvía una y otra vez a la muerte misteriosa de Mrs. Ferrars. ¿Se habría suicidado? Si lo había hecho, lo más seguro era que hubiese dejado alguna nota sobre el paso que iba a dar. Se por experiencia que las mujeres que deciden suicidarse desean, por regla general, revelar el estado de ánimo que las lleva a cometer ese acto fatal.

¿Cuándo la había visto por última vez? Apenas hacía una semana. Su actitud había sido entonces completamente normal.

Recordé de pronto que la había visto la víspera, aunque sin hablarnos. Estaba paseando con Ralph Patón, lo cual me sorprendió, pues ignoraba que el muchacho se encontrara en King's Abbot. Creía que había reñido definitivamente con su padrastro y, en los últimos seis meses, no había estado en el pueblo. Estaba paseando con Mrs. Ferrars, con las cabezas muy juntas, y ella hablaba con mucha ansiedad.

Creo poder decir con toda sinceridad que entonces fue cuando el presagio surgió en mi mente. No era todavía nada tangible, sino una simple corazonada. Aquel vehemente tête-á-tête entre Ralph Patón y Mrs. Ferrars me causó una impresión desagradable.

Continuaba pensando en ello cuando me encontré frente a frente con Roger Ackroyd.

— ¡Sheppard! —exclamó—. Usted es el hombre que buscaba. ¡Qué tragedia tan horrible!

— ¿Está usted enterado?

Asintió. Me di cuenta de que el golpe había sido muy duro para él. Los rojos mofletes parecían hundidos y no era más que la sombra del hombre jovial y rebosante de salud que conocía.

—El asunto es peor de lo que supone —dijo en voz baja—. Oiga, Sheppard, necesito hablarle. ¿Puede acompañarme a casa ahora?

—Difícilmente. Tengo que visitar a tres enfermos y he de estar en mi casa a las doce para atender el consultorio.

—Dejémoslo para esta tarde. O mejor aún: venga a cenar esta noche, a las siete y media. ¿De acuerdo?

—Sí, eso me va mucho mejor. ¿Qué ocurre? ¿Se trata de Ralph?

No sé qué fue lo que me impulsó a decir eso, excepto, quizá, que casi siempre había sido Ralph.

Ackroyd me miró como si no me hubiera comprendido. Me di cuenta de que ocurría algo muy grave. Nunca, hasta entonces, había visto a Ackroyd tan trastornado.

— ¿Ralph? —repitió vagamente—. No, no se trata de él. Ralph está en Londres. ¡Maldita sea! Aquí llega la vieja miss Gannett. No quiero hablar con ella de este terrible asunto. Hasta luego, Sheppard. A las siete y media.

Asentí y él se marchó deprisa. Me quedé pensativo. ¿Ralph en Londres? Pero si estaba en King's Abbot la tarde anterior. Debió de volver a la ciudad por la noche o a primera hora de la mañana y, sin embargo, de la actitud de Ackroyd se infería algo muy distinto. Había hablado como si Ralph no se hubiera acercado al pueblo durante varios meses.

No tuve tiempo de meditar el asunto. Miss Gannett me acorraló, sedienta de información. Esta señorita tiene todas las características de mi hermana Caroline, pero carece de su ojo certero para llegar a las conclusiones que son el toque genial de las deducciones de Caroline. Miss Gannett estaba sin aliento y se mostraba inquisitiva.

¿No era una pena lo ocurrido a la pobre Mrs. Ferrars? Mucha gente anda diciendo que hacía años que se había aficionado a las drogas. ¡Parece mentira lo que la gente llega a inventar y, sin embargo, lo peor es que, en general, hay algo de verdad en esas descabelladas afirmaciones! ¡Cuando el río suena! También dicen que Mr. Ackroyd lo descubrió y rompió el compromiso, porque había un compromiso. Ella, miss Gannett, tenía pruebas. Desde luego, yo debía saberlo todo —los médicos siempre lo saben todo—, pero se lo callan.

Me espetó todo eso con su mirada de águila para ver cómo reaccionaba ante sus sugerencias. Afortunadamente, la vida en común con Caroline me ha enseñado a mantener mis facciones en la mayor impasibilidad y a contestar con breves frases que no me comprometan.

En la presente ocasión, felicité a miss Gannett por no formar parte del grupo de calumniadores y de chismosos. Un buen contraataque, pensé. La puso en dificultades y me marché antes de que pudiera rehacerse.

Regresé a casa pensativo. Varios pacientes me esperaban en la consulta.

Acababa de despedir al último y pensaba descansar unos minutos en el jardín antes del almuerzo, cuando vi que me esperaba otra paciente. Se levantó y se acercó a mí mientras yo permanecía de pie un tanto sorprendido. No sé el porqué, a no ser por esa imagen férrea que trans-mite miss Russell, algo que está por encima de las enfermedades de la carne.

El ama de llaves de Ackroyd es una mujer alta, hermosa, pero con un aire que impone respeto. Tiene una mirada y una boca severa. Tengo la impresión de que si yo fuera una camarera o una cocinera, echaría a correr al verla acercarse.

—Buenos días, doctor Sheppard. Le agradecería que echara una mirada a mi rodilla.

La reconocí, pero, a decir verdad, no le encontré nada de particular. La historia de miss Russell, sobre unos vagos dolores, resultaba tan poco convincente que, de haberse tratado de cualquier otra persona con menos integridad de carácter, hubiera sospechado que intentaba engañarme. Se me ocurrió la idea de que miss Russell hubiera inventado deliberadamente la afección de la rodilla para sonsacarme respecto a la muerte de Mrs. Ferrars, pero no tardé en darme cuenta de que me equivocaba. No hizo más que una breve alusión a la tragedia. Sin embargo, parecía dispuesta a entretenerse y a charlar.

—Gracias por esta botella de linimento, doctor —dijo finalmente—, aunque no creo que me alivie mucho.

Tampoco yo lo creía, pero protesté como era mi deber profesional. Después de todo no podía causarle daño y hay que dar la cara por las herramientas de nuestra profesión.

—No creo en todas esas drogas —dijo miss Russell, con una mirada despreciativa a mi surtido de frascos—. Las drogas suelen hacer mucho daño. Fíjese usted en los cocainómanos.

— ¡Oh! Ésos casos... —comencé, pero ella no me dejó seguir.

—...son muy frecuentes en la alta sociedad.

Estoy convencido de que miss Russell sabe mucho más de la alta sociedad que yo. No traté de discutir con ella.

—Sólo quiero que me diga una cosa, doctor. ¿Puede curarse un verdadero adicto a las drogas?

No es posible contestar a una pregunta de esa naturaleza a la ligera. Le hice un somero resumen sobre el asunto, que ella escuchó con atención. Yo continuaba sospechando que buscaba información sobre Mrs. Ferrars.

—El veronal, por ejemplo... —empecé.

Pero, cosa extraña, no parecía interesada en el veronal. Cambió de tema y me preguntó si era cierto que algunos venenos no dejaban la menor huella.

— ¡Vaya! ¡Ha estado usted leyendo historias de detectives!

Me confesó que sí.

—La esencia de una historia de detectives —proseguí—, es la existencia de un veneno raro, algo que viene de América del Sur y que nadie conoce, algo que una tribu de salvajes emplea para envenenar sus flechas. La muerte es instantánea y la ciencia occidental resulta impotente para descubrirlo. ¿A eso se refiere?

—Sí. ¿Pero existe en realidad?

Meneé la cabeza, apenado.

—Me temo que no. Está el curare, desde luego.

Le hablé largo rato del curare, pero daba la sensación de haber perdido interés por el tema. Me preguntó si tenía ese veneno entre mis drogas y, al contestarle negativamente, me parece que decaí en su estimación.