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—Me temo que no —contestó Raymond—. Me dictaba con frecuencia cartas casi en los mismos términos.

—Eso mismo —exclamó Poirot—. A eso quería llegar. ¿Emplearía alguien semejante frase para hablar a otra persona? Es imposible que eso forme parte de una verdadera conversación. Ahora bien, si había estado dictando una carta...

—Usted piensa que estaba leyendo una carta en voz alta —dijo lentamente Raymond—. Pero, aunque así fuera, debía estar leyéndosela a alguien.

— ¿Por qué? No tenemos pruebas de que hubiera otra persona en el cuarto. No se oyó otra voz que la de Mr. Ackroyd. Recuérdelo.

—Uno no se leería cartas como ésa en voz alta, a menos que estuviera loco.

—Todos ustedes han olvidado algo —dijo Poirot suavemente—. ¡El forastero que visitó la casa el miércoles anterior!

Todas las miradas se fijaron en Poirot.

—Sí —repitió Poirot—, el miércoles. El muchacho en sí no tiene importancia, pero la firma que representaba me interesó mucho.

— ¡La Compañía de Dictáfonos! —exclamó Raymond, asombrado—. Comprendo. Usted piensa en un dictáfono.

Poirot asintió.

—Mr. Ackroyd había hablado de adquirir un dictáfono, ¿recuerda usted? Yo tuve la curiosidad de preguntar a la compañía en cuestión. Su contestación fue que Mr. Ackroyd compró un dictáfono a su representante. Ignoro por qué no se lo dijo a usted.

—Debía de querer darme una sorpresa —murmuró Raymond—. Disfrutaba como una criatura sorprendiendo a la gente. Pensaría tenerlo a escondidas un día o dos.

Es probable que se entretuviera con él como con un juguete nuevo. ¡Comprendo! ¡Usted tiene razón, nadie emplearía esas palabras en una conversación ordinaria!

—Explica también —dijo Poirot— por qué el comandante Blunt creyó que usted estaba en el despacho. Lo que oyó eran fragmentos de dictado y su mente subconsciente dedujo que usted estaba con Mr. Ackroyd. Su mente consciente estaba ocupada en algo muy distinto: la figura blanca que acababa de entrever. Creyó que se trataba de miss Ackroyd, pero lo que vio en realidad fue el delantal blanco de Úrsula Bourne que se dirigía al cobertizo.

Raymond se había repuesto de la primera sorpresa.

—De todos modos —señaló—, este descubrimiento suyo, por brillante que sea (estoy seguro de que a mí jamás se me hubiera ocurrido), deja la posición esencial igual que antes. Mr. Ackroyd aún vivía a las nueve y media, puesto que hablaba al dictáfono. Parece deducirse que Charles Kent estaba lejos de la casa en aquel momento. En cuanto a Ralph Patón...

Vaciló mirando a Úrsula.

La muchacha se ruborizó, pero contestó con firmeza.

—Ralph y yo nos separamos a las diez menos cuarto. Estoy segura de que no se acercó a la casa. No tenía intención de hacerlo. Quería evitar, ante todo, una entrevista con su padrastro. Hubiese sido un desastre.

—No es que dude de lo que usted dice —explicó Raymond—. Siempre tuve el convencimiento de que el capitán Patón era inocente, pero hay que pensar en el tribunal y en las preguntas que allí se hacen. Se encuentra en una situación difícil, pero si se presenta...

Poirot le interrumpió:

— ¿Éste es su consejo? ¿Que se presente?

— ¡Por supuesto! ¡Si usted sabe dónde está!

—Veo que no cree que lo sé y, sin embargo, le acabo de decir que lo sé todo. Sé la verdad sobre la llamada telefónica, las huellas de la ventana, el escondite de Ralph Patón.

— ¿Dónde se encuentra? —cortó Blunt.

__Cerca de aquí —contestó Poirot, sonriendo.

— ¿En Cranchester? —pregunté.

Poirot se volvió hacia mí.

—Usted me pregunta siempre lo mismo. La idea de Cranchester es en usted una idee fixe. ¡No está en Cranchester! ¡Está aquí!

Con un gesto teatral señaló con el dedo índice. Todas las cabezas se volvieron.

Ralph Patón estaba de pie en el umbral de la puerta.

Capítulo XXIV

La historia de Ralph Patón

Fue un minuto desagradable para mí. A duras penas me di cuenta de lo que ocurrió después, pero hubo exclamaciones y gritos de sorpresa. Cuando fui bastante dueño de mí mismo para ver lo que sucedía, Ralph estaba junto a su esposa, con sus manos entre las suyas, y me sonreía desde el otro extremo de la estancia.

Poirot también sonreía y, al propio tiempo, me amenazaba con el dedo.

— ¿No le he dicho por lo menos treinta y seis veces que es inútil esconderle cosas a Hercule Poirot? —preguntó—. ¿Que de todos modos lo descubre todo?

Se volvió hacia los demás.

—Recuerden que un día nos reunimos en torno a una mesa. Éramos seis. Acusé a las cinco personas que estaban conmigo de esconderme algo. Cuatro de ellas confesaron secretos. El doctor Sheppard no lo hizo, pero hacía tiempo que tenía mis sospechas. El doctor Sheppard fue al Three Boars aquella noche, con la esperanza de encontrar a Ralph.

»No le encontró en la posada, pero me dije: « ¿Y suponiendo que le hubiese visto en la calle, al regresar a su casa?». El doctor era amigo del capitán y venía directamente de la escena del crimen. Debió de comprender que las cosas pintaban mal para Ralph. Tal vez sabía más que el público en general.

—Es cierto —asentí tristemente—. Creo que lo mejor será contarlo todo ahora. Fui aquella tarde a ver a Ralph. Al principio rehusó confesarme nada, pero luego me habló de su matrimonio y del apuro en que se encontraba. Tan pronto como el crimen fue descubierto, comprendí que, una vez se conocieran los hechos, las sospechas no dejarían de recaer sobre Ralph o sobre la muchacha a la que amaba. Aquella noche se lo expliqué todo con claridad. La idea de que acaso tuviera que declarar de un modo que perjudicara a su esposa le decidió a...

Vacilé y Ralph continuó en mi lugar.

— ¡A hacer una tontería! Verá usted, Úrsula me dejó para regresar a casa. Pensé que era factible que hubiese tratado de ver otra vez a mi padrastro. Había estado muy rudo con ella por la tarde. Se me ocurrió que quizá la había insultado de forma tan ofensiva que, sin saber qué hacía...

Se detuvo. Úrsula le soltó la mano y retrocedió un paso.

— ¿Tú has podido creer eso, Ralph? ¿Tú has llegado a pensar que yo le maté?

—Volvamos a la culpable conducta del doctor Sheppard —le cortó Poirot—. El doctor consintió en hacer lo que estuviese en sus manos para ayudarle. Logró con éxito que el capitán quedara oculto a la acción de la policía.

— ¿Dónde? —Preguntó Raymond—. ¿En su propia casa?

— ¡No! Debería usted preguntárselo como hice yo. Si el buen doctor esconde al muchacho, ¿qué sitio puede escoger? Tiene que ser un lugar cercano. Pensé en Cranchester. ¿Un hotel? ¡No! ¿Una pensión familiar? ¡Todavía menos probable! ¿Dónde, pues? ¡Ah! Lo sé. ¡En un sanatorio! ¡En una casa de reposo! Pongo mi teoría a prueba. Invento la historia de un sobrino que pierde la razón. Consulto a miss Sheppard para saber dónde hay establecimientos apropiados. Me da los nombres de dos de ellos, cerca de Cranchester, a los cuales su hermano ha enviado enfermos. Me entero. Sí, el doctor en persona llevó a un paciente a uno de ellos a primera hora del sábado por la mañana. Aunque estaba registrado bajo otro nombre, no tuve dificultad alguna en identificar al capitán Patón. Después de algunas formalidades necesarias, me permitieron llevármelo. Llegó a mi casa ayer por la mañana muy temprano.

Le miré desconsolado.

— ¡El experto del ministerio del Interior de Caroline! —murmuré—. ¡Y pensar que no sospeché nada!

—Comprenderá usted ahora por qué mencioné la reticencia de su manuscrito —murmuró Poirot—. Decía la verdad, pero dejaba muchas cosas en la sombra, ¿no es así, amigo mío?

Estaba demasiado abatido para discutir.

—El doctor Sheppard ha sido muy leal —dijo Ralph—. No me ha abandonado un solo instante y ha hecho lo que ha creído más indicado. Veo, ahora, por lo que Mr. Poirot me ha dicho, que esto no era en realidad lo mejor que se podía hacer. Yo debía presentarme y afrontar las conse-cuencias. En el sanatorio no leíamos los periódicos, e ignoraba lo que sucedía.