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Cuando se detuvo para tomar aliento, murmuré algo respecto a un paciente y me largué.

Pensé ir a los Three Boars, porque me parecía probable que a esa hora Ralph Patón estuviese allí. Conocía bien a Ralph, mejor tal vez que los demás habitantes de King's Abbot, pues había conocido antes a su madre y comprendía ciertas cosas que desconcertaban a los demás. Era, hasta cierto punto, víctima de una ley hereditaria. No heredó de su madre la propensión a la bebida, pero poseía ciertos rasgos de debilidad. Tal como mi nuevo amigo de la mañana había declarado, era extraordinariamente guapo, alto, bien proporcionado, dotado de la elegancia de movimientos del perfecto atleta, moreno como su madre, con un rostro de líneas correctas, tostado por el sol y casi siempre animado por una fácil sonrisa.

Ralph era uno de esos seres nacidos para ganarse la voluntad de los demás sin esfuerzo. Se daba a la buena vida, era extravagante, no respetaba nada en este mundo, pero, aun así, era encantador y sus amigos le eran devotos.

¿Podía yo acaso hacer algo por el muchacho? Me parecía que sí.

En el Three Boars me enteré de que el capitán acababa de regresar. Subí a su cuarto y entré sin hacerme anunciar.

Durante un momento, al recordar lo que había oído y visto, dudé sobre cómo me recibiría, pero sin razón.

— ¡Hola! ¡Es usted, Sheppard! ¡Me alegro de verle! —Se acercó a mí con la mano tendida y el rostro radiante y sonriente—. La única persona que me alegro de ver en este pueblo infernal.

— ¿Qué le ha hecho el pobre pueblo?

Ralph rió irritado.

—Es una larga historia. Las cosas no me van muy bien. ¿Quiere beber algo?

—Sí, gracias.

Pulsó el timbre. Después volvió a mi lado y se desplomó en una butaca.

—Para ser franco —dijo sombríamente—, estoy metido en un lío. Es más, no tengo la menor idea de lo que voy a hacer.

— ¿Qué ocurre?

—Se trata de mi dichoso padrastro.

— ¿Qué ha hecho?

—No es lo que haya hecho, sino lo que con seguridad está a punto de hacer

Un camarero se presentó en respuesta a la llamada y Ralph pidió las bebidas. Cuando el hombre salió, se sentó de nuevo con el entrecejo fruncido.

— ¿Se trata de algo verdaderamente serio?

Asintió.

— ¡Esta vez estoy con el agua al cuello! —dijo muy sobrio.

La gravedad inusitada de su voz me dio a entender que decía la verdad. Ralph Patón no se ponía grave por una nimiedad.

—No veo cómo puedo salir del paso —continuó—. No lo veo.

— ¡Si puedo ayudarle...! —sugerí.

Meneó la cabeza con decisión.

—Gracias, doctor, pero no puedo permitir que se enrede en esto. Es preciso que luche solo.

Guardó silencio un minuto y repitió con un leve cambio en la voz:

— ¡Sí, es preciso que luche solo!

Capítulo IV

Cena en Fernly Park

Faltaba unos minutos para las siete y media, cuando llamé a la puerta de Fernly Park. Parker, el mayordomo, la abrió con admirable prontitud.

La noche era tan agradable que había ido a pie. Entré en el gran vestíbulo y Parker se hizo cargo de mi abrigo. En aquel instante, un amable joven llamado Raymond, secretario de Ackroyd, cruzó el vestíbulo y se encaminó hacia el despacho con las manos llenas de papeles.

— ¡Buenas noches, doctor! ¿Viene a cenar o se trata de una visita profesional?

Miró mi maletín negro, que había dejado en el arcón de roble.

Le expliqué que esperaba ser llamado de un momento a otro para atender un parto y que, en consecuencia, debía estar preparado. Raymond asintió y siguió su camino.

—Vaya al salón —añadió por encima del hombro—. Ya conoce usted el camino. Las señoras bajarán dentro de un minuto. Tengo que llevar estos papeles a Mr. Ackroyd y le diré que está usted aquí.

Parker se había retirado, de modo que me encontraba solo en el vestíbulo. Me arreglé la corbata ante un gran espejo que colgaba de la pared y me encaminé a la puerta del salón.

Cuando puse la mano en el pomo oí un ruido en el interior de la estancia, un ruido que me pareció el de una ventana que se cerraba. Lo anoté maquinalmente, sin concederle importancia en aquel momento.

Abrí la puerta y entré. Al hacerlo, tropecé con miss Russell que se disponía a salir. Ambos nos excusamos.

Por primera vez miré detenidamente al ama de llaves. ¡Qué hermosa debió de ser un día y cuánto lo era aún! El pelo oscuro no tenía canas y, cuando se arrebolaba, como ocurría ahora, su aspecto ganaba muchísimo.

De un modo inconsciente, me pregunté si habría salido, pues respiraba como si hubiera estado corriendo.

—Me parece que llego demasiado temprano.

—No creo, doctor. Ya son más de las siete y media. —Se detuvo un segundo antes de añadir—: Ignoraba que viniera a cenar. Mr. Ackroyd no me ha avisado.

Tuve la vaga impresión de que mi presencia la desagradaba, pero no encontré ninguna razón.

— ¿Cómo va la rodilla?

— ¡Sigue igual! ¡Gracias, doctor! Debo irme. Mrs. Ackroyd bajará en un instante. Sólo estaba comprobando si a las flores les faltaba agua.

Salió rápidamente y yo me acerqué a la ventana, extrañado por su evidente deseo de justificar su presencia en el salón. Al hacerlo, me di cuenta de algo que, de haberlo reflexionado antes, hubiera recordado: que por los ventanales se accedía a la terraza. Pero el sonido que había oído antes no podía ser el de una ventana que se cerraba.

Para distraer mi pensamiento de tan desagradables preocupaciones, más que por cualquier otro motivo, empecé a tratar de adivinar la causa del ruido en cuestión.

¿Carbón echado al fuego? ¡No podía ser! ¿El cierre de un cajón? ¡Tampoco! De pronto mi mirada se posó en lo que llaman, según creo, una vitrina para la plata, un mueble con tapa de cristal que se levanta y que permite ver el contenido. Me acerqué para ver qué había dentro.

Contemplé dos o tres objetos de plata antigua, un zapatito de niño que perteneció al rey Carlos I, algunas figuras de jade chinas y varios objetos africanos. Levanté la tapa para coger una de las figuras de jade, pero se me resbaló de los dedos y cayó.

Reconocí de inmediato el sonido anterior. Era el de esta tapa al ser cerrada con suavidad. Levanté y bajé la tapa un par de veces para comprobarlo y, por último, observé más de cerca los objetos.

Estaba todavía inclinado sobre la vitrina cuando Flora Ackroyd entró en la habitación.

Serán muchas las personas que no quieran a Flora Ackroyd, pero nadie deja de admirarla. Con sus amigos sabe mostrarse encantadora. Lo primero que en ella llama la atención es su extraordinaria belleza. Tiene el cabello dorado claro de los escandinavos. Sus ojos son azules como las aguas de un fiordo noruego y su cutis es de crema y rosas. Tiene hombros cuadrados de adolescente y caderas estrechas. Para un médico cansado de la vida, es un verdadero tónico tropezar con una salud tan perfecta como la de Flora. Es, en una palabra, una muchacha inglesa, sencilla y franca. Tal vez estoy chapado a la antigua, pero creo que hay que buscar muy lejos para encontrar algo que supere a una joven como ella.

Flora se acercó hacia mí y expresó sus dudas sacrílegas en cuanto a que el rey Carlos I hubiese llevado el zapatito de la vitrina.

—De todos modos —continuó Flora—, eso de dar tanta importancia a algo porque alguien lo ha llevado me parece una tontería. La pluma que George Eliot usó para escribir El molino junto al Floss[1] no es más que una pluma vulgar. Si a uno le interesa George Eliot, ¿por qué no comprar El molino junto al Floss en una edición barata y leerlo?

—Suponía que usted no leía nunca obras antiguas, miss Flora

—Se equivoca usted, doctor Sheppard. El molino junto al Floss me gusta muchísimo.