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—Sheppard, nadie sabe lo que he soportado durante las últimas veinticuatro horas. Todo se ha derrumbado en torno mío y ese asunto de Ralph ha sido la gota que ha hecho desbordar el vaso. Pero no hablemos de eso ahora. Es lo otro, lo otro. No sé qué hacer y debo decidirme pronto.

— ¿Qué ocurre?

Ackroyd permaneció en silencio unos momentos. Parecía no saber cómo empezar. Cuando habló, su pregunta me cogió por sorpresa, pues era lo último que esperaba oír de su boca.

—Sheppard, usted cuidó a Ashley Ferrars durante su última enfermedad, ¿verdad?

—Sí.

Pareció encontrar mayor dificultad aún en formular la siguiente pregunta.

— ¿No se le ocurrió nunca que le hubiesen envenenado?

Guardé silencio durante unos momentos. Decidí entonces explicar lo que sabía. Roger no es como mi hermana Caroline.

—Voy a decirle la verdad —confesé—. Entonces no tuve la menor sospecha, pero luego, en fin, lo que me dijo mi hermana me dio que pensar. Desde entonces, no he dejado de darle vueltas. Pero tenga en cuenta que no poseo pruebas.

—Fue envenenado —afirmó Ackroyd con voz apagada,

— ¿Por quién? —pregunté inmediatamente. :

—Por su esposa.

— ¿Cómo lo sabe?

—Me lo dijo ella. -

— ¿Cuándo?

— ¡Ayer! ¡Dios mío! ¡Ayer! ¡Me parece que hace diez años!

Esperé un momento y Ackroyd continuó:

—Verá usted, Sheppard, le digo esto confidencialmente. Nadie debe saberlo. Deseo su consejo. No puedo llevar este peso solo. Tal como acabo de decirle, no sé qué debo hacer.

—Puede usted contármelo todo. No estoy enterado de nada. ¿Cómo es que Mrs. Ferrars le hizo esa confesión?

—Hace tres meses, le pedí a Mrs. Ferrars que se casara conmigo. Rehusó, insistí y consintió finalmente, pero no permitió que se hiciera público el compromiso hasta haber transcurrido un año de la muerte de su esposo. Ayer fui a verla, le recordé que hacía un año y tres semanas que su esposo había muerto y que nada se oponía a que hiciéramos público el compromiso. Hacía días que me había fijado en su extraña actitud. De pronto, sin el menor aviso, me lo confesó todo, presa del mayor abati-miento. Habló de su odio hacia su brutal esposo, de su amor por mí y de la horrible solución que encontró. ¡El veneno! ¡Dios mío! ¡Fue un asesinato a sangre fría!

Vi la repulsión y el horror reflejados en el rostro de Ackroyd del mismo modo en que debió verlos Mrs. Ferrars. Ackroyd no es de esos enamorados exaltados que lo excusan todo llevados por su pasión. Es un buen ciudadano. Sus profundas convicciones morales y su respeto a la ley le apartaron sin duda de ella en el terrible momento de la revelación.

— ¡Me lo confesó todo! —repitió en voz baja—. Había alguien que lo sabía también desde el principio, alguien que la chantajeaba, exigiendo importantes cantidades. Fue esa tensión la que la llevó al borde de la locura

— ¿Quién es ese nombre?

De pronto surgió ante mis ojos el cuadro de Ralph Patón y de Mrs. Ferrars en íntimo conciliábulo y, por un momento, sentí un ramalazo de ansiedad. ¡Y si...! ¡Pero era imposible! Recordé la franqueza del saludo de Ralph aquella misma tarde. ¡Era absurdo!

—No quiso decirme su nombre —dijo Ackroyd lentamente—. No precisó tampoco que se tratara de un hombre, pero desde luego...

—Claro —interrumpí—. Debe de haber sido un hombre. ¿Sospecha usted de alguien?

Por toda respuesta, Ackroyd lanzó un gruñido y se llevó las manos a la cabeza.

— ¡No puede ser! Me vuelve loco pensar algo así. No, ni siquiera a usted le diré la disparatada sospecha que ha pasado por mi cabeza. No añadiré más que esto. Algo que ella me dijo me hizo pensar que la persona en cuestión se encuentra actualmente bajo mi techo, pero es imposible. Debo estar equivocado.

— ¿Qué le contestó usted?

— ¿Qué podía decirle? Comprendió, desde luego, el golpe que yo había recibido. Surgió entonces la cuestión de saber cuál era mi deber. Ella acababa de hacerme cómplice suyo de aquel crimen. Se dio cuenta de todo antes que yo, pues estaba anonadado. Me pidió veinticuatro horas de plazo, me hizo prometer que no haría nada hasta transcurridas esas horas y rehusó terminantemente darme el nombre del chantajista que la había estado desangrando. Supongo que temía que fuera a encararme con él y lo descubriera todo. Me dijo que tendría noticias suyas antes de veinticuatro horas. ¡Dios mío! Le juro, Sheppard, que nunca pensé en que pudiera suicidarse. ¡Yo la impulsé a matarse!

— ¡No, no! No exagere usted las cosas. Usted no es responsable de su muerte.

—La cuestión es ¿qué voy a hacer? La pobre mujer ha muerto. ¿Por qué resucitar cosas pasadas?

—Estoy de acuerdo con usted.

—Pero queda otro asunto. ¿Cómo voy a desenmascarar al rufián que la impulsó a matarse de un modo tan inexorable como si la hubiese matado él mismo? Conocía su primer crimen y se cebó en ella como un buitre. Ella ha pagado el precio de su delito. ¿Acaso él quedará impune?

—Comprendo. Usted quiere desenmascararle. Pero no debe olvidar que eso daría publicidad al asunto.

—He pensado en ello. Le he dado mil y una vueltas.

—Estoy de acuerdo con usted en que el truhán ha de recibir un castigo, pero hay que pensar en las consecuencias.

Ackroyd se levantó y se paseó por la habitación. Al cabo de unos segundos, se dejó caer nuevamente en una silla.

—Mire usted, Sheppard, dejémoslo así. Si no sabemos nada por ella, no daremos ningún paso.

— ¿Qué quiere usted decir? —pregunté con curiosidad.

—Tengo la impresión de que ha dejado un mensaje para mí antes de morir.

Meneé la cabeza.

— ¿Le ha dejado una carta o algún tipo de mensaje?

—Estoy seguro de que sí, Sheppard. Y lo que es más: sospecho que, al escoger la muerte, deseó que se supiera todo, aunque sólo fuera para verse vengada del hombre que la llevó a la desesperación. Creo que, de haberla visto entonces, me hubiese dicho su nombre, encargándome que le persiguiera.

Me miró fijamente.

— ¿No cree usted en los presentimientos?

—Sí, sí, desde luego. Si, como usted dice, se recibiera algo de ella...

Callé. La puerta se abrió silenciosamente y Parker entró con una bandeja, en la que había algunas cartas.

—El correo de la noche, señor —dijo acercando la bandeja a Ackroyd.

Después recogió las tazas del café y se alejó.

Mi atención, alejada por un momento de Ackroyd, volvió a concentrase en él. Miraba como hipnotizado un sobre azul largo y estrecho. Había dejado caer las otras cartas al suelo.

—Su letra —dijo en un murmullo—. Debió de salir y echarla al correo anoche, antes... antes...

Abrió el sobre y sacó de éste una hoja de papel grueso. Levantó la vista rápidamente.

— ¿Está seguro de haber cerrado la ventana?

—Segurísimo —dije sorprendido—. ¿Por qué?

—He tenido toda la noche la extraña sensación de que me vigilaban, de que me espiaban. ¿Qué es eso?

Se volvió bruscamente y le imité. A ambos nos había parecido oír un leve ruido en la puerta, como si alguien moviera el pomo. Me puse en pie y abrí la puerta. No había nadie.

—Son los nervios —murmuró Ackroyd.

Desdobló la hoja de papel y leyó en voz baja:

«Mi amado, mi bien amado Roger: Una vida exige otra, lo comprendo, lo he leído en tu cara esta tarde y estoy tomando el único camino que me queda. Te dejo el encargo de castigar a la persona que ha hecho un infierno de mi vida durante el último año. No he querido decirte antes su nombre, pero pienso escribírtelo ahora. No tengo hijos ni parientes en qué pensar y no temo la publicidad. Si puedes, Roger, querido Roger, perdóname el mal que te quise hacer, puesto que al llegar la hora, no me vi con ánimo para realizar...»

Ackroyd, con el dedo puesto para doblar la página, se detuvo.

—Perdóneme, Sheppard —dijo con voz temblorosa—, pero debo leer esto a solas. Lo escribió para mí personalmente.