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– Una buena edad, ¿verdad? -dije, aunque yo no tenía ni idea, claro. No había tenido mucha relación con ningún crío desde que era pequeño y, según mi experiencia, a esas edades eran tan rematadamente retorcidos como a las otras. Aun así, a los padres les gustaba oír ese tipo de comentario, o al menos eso pensaba yo-. Si su marido está en casa, y tienen unos minutos, me gustaría hacerles una encuesta. Enseguida les dejaré tranquilos. Seguro que no les importará contestar a unas cuantas preguntas sobre la educación.

– ¿Va con él? -me preguntó, señalando la camioneta con dos dedos.

Yo meneé la cabeza.

– No, señora. He venido a esta zona para hablar con sus vecinos sobre la educación.

– ¿Qué quiere venderme?

– Nada -le dije. Hice un gesto sutil y casi imperceptible de sorpresa: «¿Yo? ¿Venderle algo? Pero qué tontería»-. No soy vendedor, y aunque lo fuera, no he venido para vender nada. Solo quería hacerle unas preguntas sobre la educación en la zona y su grado de satisfacción. Las personas para las que trabajo estarán encantadas de oír lo que opinan usted y su marido. ¿No desea darme su parecer sobre las escuelas locales?

Ella pensó un momento, visiblemente sorprendida ante la idea de que a alguien pudiera importarle su opinión. Conocía esa expresión de otras veces.

– No tengo tiempo -me dijo.

– Pero esa es justamente la razón por la que tendría que hablar conmigo -repuse yo, utilizando una técnica llamada «reverso». Se trataba de decirle al cliente que si tenía que hacerlo era justamente porque no podía o no se lo podía permitir. Y entonces indagabas un poco y encontrabas la razón para justificarlo-. Los estudios demuestran que cuanto más tiempo se dedica a la educación, de más tiempo libre se dispone. -Acababa de inventármelo, pero sonaba razonable.

Y creo que a ella también se lo pareció. Miró de nuevo la Ford, y luego a mí.

– Bien. -Empujó la puerta. Los lagartos defendieron su posición.

Seguí a la mujer al interior; en mi entusiasmo por la comisión que veía ante mí, casi no me acordaba del redneck. No hacía mucho que me dedicaba a aquello, nada comparado con los cinco años de Bobby, pero sabía que lo más difícil era entrar en la casa. A veces pasaban días antes de que alguien me dejara pasar, pero nunca había entrado en una casa donde no hubiera hecho una venta. Ni una vez. Bobby decía que aquello era lo que distinguía a un auténtico vendedor. Y resulta que yo lo era: un auténtico vendedor.

Así que allí estaba, dentro de la caravana. Yo, aquella mujer desecada y un marido al que aún no había visto. Y solo uno de los tres saldría de allí con vida.

2

En el interior, el olor a tabaco sustituyó el hedor a basura y porquería de fuera. En mi familia todo el mundo fumaba cigarrillos, todos excepto mi padrastro, que fumaba puros y pipa. Siempre he detestado ese olor, la forma en que impregna la ropa, los libros, la comida. Cuando aún era lo bastante pequeño para llevar la merienda al colegio, mi sándwich de pavo siempre olía a Lucky Strikes… una marca poco adecuada para mi madre, que no era precisamente afortunada.

La mujer, que también olía a tabaco y tenía manchas de nicotina en los dedos, me dijo que se llamaba Karen. El marido parecía más joven, pero también se le veía desmejorado, y me di cuenta de que su globo se deshincharía antes que el de ella. Al igual que Karen, era inusualmente delgado y tenía un aire consumido. Llevaba una camiseta sin mangas de Ronnie James Dio que dejaba al descubierto unos brazos huesudos, recubiertos de varias capas de músculo. El pelo, liso y pelirrojo, le caía sobre los hombros en una versión sureña de los cortes al natural. Era atractivo, como Karen, lo que es lo mismo que decir que habría sido más atractivo de no haber dado la impresión de que no había comido, ni dormido, ni se había lavado durante casi una semana.

Salió de la cocina de la caravana sujetando una botella de tinto Killian por el cuello como si tratara de estrangularla.

– Cabrón -dijo, y dicho esto se pasó la botella a la mano izquierda y me ofreció su derecha.

Yo no entendía por qué me había llamado «cabrón», y no correspondí al gesto.

– Cabrón -repitió-. Es mi nombre. En realidad, no es mi nombre de verdad, solo es un apodo.

Yo meneé la cabeza con lo que consideré una dosis apropiada de escepticismo.

– Bueno, ¿dónde has encontrado a este individuo? -le preguntó Cabrón a su mujer. Lo dijo un poco demasiado deprisa, un poco demasiado alto para ser afable. Con un movimiento del cuello se echó el pelo hacia atrás.

– Quiere hacernos unas preguntas sobre las niñas.

Karen había pasado a la cocina, separada de la sala de estar por una barra corta. Me señaló con el gesto, o quizá estaba señalando la puerta. No dejaban de mover la cabeza a un lado y a otro, como si estuvieran en un vídeo de Devo.

Cabrón me miró.

– Las niñas, ¿eh? Pareces demasiado joven para ser abogado. O poli.

Traté de sonreír para disimular, porque me estaba dando un repelús…

– No, no se trata de eso. Estoy aquí para hablar sobre el sistema educativo.

Cabrón me pasó el brazo por el hombro.

– El sistema educativo, ¿eh?

– Exacto.

El brazo se retiró casi enseguida, pero el interior de aquella caravana empezaba a parecerme más amenazador que el exterior. Había visto cosas raras en las casas de la gente -vídeos con nombres como Los rostros de la muerte mezclados con otros de dibujos de Mickey Mouse, una jarra con condones usados sobre una mesita de café, una vez hasta vi una colección de cabezas reducidas-, pero aquella extraña muestra de familiaridad me hizo ponerme en guardia. Y sin embargo, no me fui. El redneck seguramente seguía fuera, así que no habría ganado nada saliendo. Ya puestos, valía la pena quedarse, al menos allí tenía la oportunidad de hacer una venta.

Aunque no, seguramente no. Con cierto recelo eché un vistazo a la caravana. Era de esos sitios que ahuyentan a los vendedores como los ajos ahuyentan a los vampiros. No había juguetes por ningún lado, ni fundas vacías de vídeos infantiles, ni libros para colorear o torres precarias de Lego. No había juguetes de ninguna clase. Aunque en realidad tampoco había cosas de adultos. Ni plantas de plástico, ni chillones relojes de cuco de los que «no encontrará en las tiendas», ni viejos cuadros de payasos.

No, esa gente tenía un sofá beis, una tumbona azul que parecía totalmente fuera de sitio y una mesita auxiliar de cristal agrietado cubierta de botellas de cerveza, marcas antiguas de botellas de cerveza y manchas de café. En la mesita también había un tazón blanco de café, con las palabras Oldham Health Services en negro, y por su aspecto me pareció que harían falta las dos manos para levantarlo. El café que había dentro se había condensado y parecía alquitrán.

En la cocina, el suelo de linóleo, de ese marrón que parece sucio cuando está limpio y extrasucio cuando está sucio, estaba despegado y empezaba a enroscarse. Por un lado se había curvado sobre un trapo blanco y parecía un búlgaro con relleno de crema.

Pero, a pesar de todo, había un resquicio de esperanza. Sí, sus cosas eran espantosas, y sí, evidentemente no tenían dinero, salvo… Sobre el televisor había una figurilla mellada de Lladró, una bailarina en mitad de un giro. Quizá era un regalo, o la habían heredado de algún abuelo, o la habían encontrado en la basura. Eso era lo de menos. El caso es que era un Lladró, y los Lladró eran sinónimo de oro. Los Lladró eran cutres. Por muy mermado y reprimido que estuviera, allí dentro moraba el espíritu de lo cutre.

Cabrón me puso una mano en la espalda.

– Vaya, así que estás preguntando a los padres su opinión sobre el sistema educativo. Algo así, ¿no?

¿Me habría oído cuando estaba en la puerta?

– Eso es. Sobre la educación y sobre sus hijos. -Unos hijos que no parecían haber dejado ninguna huella de su paso por la casa.