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Algunas gotas le golpearon la mejilla. Se levantó y estuvo escuchando el silencio que cubría el viento: recogió los papeles del informe mientras se oía canturrear tres versos de un tango que reiteraba con plácida, jubilosa furia, que se bastaban. Al llegar a la puerta, ladeándose el sombrero, pensó que había olvidado algo: tuvo ganas de reír, de palpar la proximidad de un amigo verdadero, de hacer una crueldad a la que nadie pudiera descubrirle una causa.

Volvió a bravuconear en mediodía, con las piernas separadas, desprendido el sobretodo, en la enorme oficina desierta; miró las mesas de Gálvez y Kunz, los escritorios que no habían sido convertidos aún en leña, los ficheros abollados, las inútiles, incomprensibles máquinas arrumbadas. El viento inflaba los papeles amarillos que habían protegido al piso de las goteras del techo; próxima, una canaleta rota dejaba caer un chorro de agua sobre latas. Casi alegre, inquieto, abrochándose, con una diminuta expresión de venganza, Larsen imaginó el ruido laborioso de la oficina cinco o diez años atrás.

Salió a la llovizna por la escalera de hierro y pudo atravesar el barro sin que lo viera ninguno de los habitantes de la casilla. Fue corriendo, como si viera todo por primera vez, como si lo hubiera presentido y lo encontrara ahora en un éxtasis de amor a primera vista, la casilla de Gálvez, la timonera ladeada, los yuyos y los charcos, el esqueleto herrumbrado del camión, la baja muralla de despojos, cadenas, anclas, mástiles. Reconoció ese tono exacto de gris que sólo los miserables pueden distinguir en un cielo de lluvia; la delgada línea purulenta que separa las nubes, la sardónica luz lejanísima filtrada con ruindad. Ahora la lluvia se acumulaba en su sombrero; él sonrió con bonhomía, sin cambiar el paso, tratando de recoger hasta la más distante voz del viento en el río y en los árboles. Erguido, contoneándose con exageración, esquivó hierros de formas y nombres perdidos que descansaban aprisionados en un torbellino de alambres, y penetró en la sombra, en el distante frío, en la reticencia del galpón. Pasó revista a los casilleros, a los hilos de lluvia, a los nidos de polvo y telarañas, a las maquinarias rojinegras que continuaban simulando dignidad. Caminó sin ruido hasta el fondo del hangar y buscó con las nalgas hasta sentarse en el borde de una balsa para naufragio. Mirando el ángulo del techo -y miraba también las carreras gozosas del viento colado, el matiz arcaico de la lluvia que había empezado a sonar con bufonesca intransigencia- se tanteó distraído para buscar cigarrillos y encendió uno. Podía enumerar lo que no le importaba: fumar, comer, abrigarse, el respeto ajeno, el futuro. Algo había encontrado aquel mediodía o tal vez hubiera dejado algo olvidado en la Gerencia General, después de la entrevista con Gálvez. Daba lo mismo.

Imaginó sonriendo un ruido de ratas que devoraban bulones, tuercas y llaves en los casilleros; imaginó sonriendo un protegido mediodía de invierno en la casa de Petrus, con una Josefina engordada y cómplice sirviendo la mesa, con una Angélica Inés de inconmovible sonrisa enajenada vigilando la altura del fuego en la chimenea, mimando a un número variable de niños, transportando su mirada servicial y su murmullo patético de la cara lustrosa de un Larsen dichoso al gran retrato en óvalo del padre y suegro muerto; a la cabeza de voluntad y arcano, severa, rodeándose con las patillas, a dos metros de altura, ejemplar dominante, obedecida.

Se acercó a la puerta trasera del cobertizo, asistió al final veloz y acobardado de la lluvia, estuvo calculando las consecuencias que tendría para la navegación la cortina de niebla que se acercaba desde el río. Fue y vino, chapoteando el barro, complaciéndose con el ruido, considerando aplicadamente el miedo, la duda, la ignorancia, la pobreza, la decadencia y la muerte. Encendió otro cigarrillo y descubrió una oficina abandonada, sin puertas, con paredes de tablas; había un catre, un cajón con un libro, una palangana con el esmalte estrellado; ésa era la casa de Kunz.

«Otra cosa: nunca se me ocurrió preguntarme, tampoco, dónde vivía el alemán.» Entró y se sentó en el catre, encogido, la cabeza alzada y hacia la puerta, el cigarrillo cerca del vientre, en una actitud tan humilde y amistosa que Kunz no podría enojarse si entrara de repente. «Esta es la desgracia -pensó-, no la mala suerte que llega, insiste, infiel y se va, sino la desgracia, vieja, fría, verdosa. No es que venga y se quede, es una cosa distinta, nada tiene que ver con los sucesos, aunque los use para mostrarse; la desgracia está, a veces. Y esta vez está, no sé desde cuándo; anduve dando vueltas para no enterarme, la ayudé a engordar con el sueño de la Gerencia General, de los treinta millones, de la boca que se rió sin sonido en la glorieta. Y ahora, cualquier cosa que haga serviría para que se me pegue con más fuerza. Lo único que queda para hacer es precisamente eso: cualquier cosa, hacer una cosa detrás de otra, sin interés, sin sentido, como si otro (o mejor otros, un amo para cada acto) le pagara a uno para hacerlas y uno se limitara a cumplir en la mejor forma posible, despreocupado del resultado final de lo que hace. Una cosa y otra y otra cosa, ajenas, sin que importe que salgan bien o mal, sin que no importe qué quieren decir. Siempre fue así; es mejor que tocar madera o hacerse bendecir; cuando la desgracia se entera de que es inútil, empieza a secarse, se desprende y cae».

Salió bajo las últimas gotas de lluvia que caían de los plátanos ennegrecidos. Fue a golpear en la puerta de la casilla de Gálvez y cuando la mujer vino a abrirle teniendo a sus espaldas el repentino silencio -solamente, remotos, nulos, los ruidos quejosos de los perros, los del fox en la radio-, pasó junto a ella sin mirarla con un orgulloso «Permiso», se introdujo en el calor, se acercó a la bienvenida de los hombres, arrastró un banco y quedó sentado, el sombrero en la tierra seca, sosteniendo la sonrisa desmesurada de Gálvez con la suya, breve, fácil, persuasiva.

– ¿Comió? -dijo la mujer-. No puede haber comido. ¿Quiere comer? No queda, pero voy a hacerle algo.

– Gracias. Si comieron puchero -dijo Larsen mirando los platos-, puede darme, a lo mejor, una taza de caldo o de sopa.

– Le puedo hacer un bife -dijo la mujer.

– Hay carne colgada -señaló Kunz.

– No, gracias -insistió Larsen-. Gracias, señora. Le agradecería mucho, de veras, una taza de caldo caliente. Me haría un favor muy grande.

Pensó que había exagerado la humildad; Gálvez lo miraba burlón y atento. La mujer retiró algo de la mesa, levantó del suelo el sombrero; la sentía próxima a su hombro, de espaldas, pensativa sobre la llama ruidosa, resuelta a no hablar.

– Nos quedamos sin vino, hasta la noche -dijo Kunz-. ¿Quiere caña? Hay unas cuantas botellas; es tan mala que nunca termina.

– Después de la sopa. O del caldo -contestó Larsen.

La mujer no habló.

Un golpe de viento rodeó insistente dos veces la casilla; la llama del calentador vibró aplastada. Kunz, cruzando los brazos, se puso las manos en los hombros.

– ¿Por dónde andaba? -preguntó Kunz-. Se nos ocurrió que había ido a visitar a Petrus.

– Al señor Petrus, don Jeremías -dijo Gálvez.

Larsen alzó su sonrisa pero Gálvez estaba apagando el cigarrillo en un plato. Ahora el viento estaba encima de la casilla, circular y enfurecido; callaron, deprimidos por una sensación de distancia, de pesadez, de nubes removidas. La mujer puso en la mesa un plato de sopa, apartó los perros de las piernas de Larsen.

– Permiso -dijo Larsen, y empezó a tragar con la cuchara; enfrente, la pareja vigilante de los hombres; atrás, los gemidos de los perros y la hostilidad de la mujer. Se interrumpió mirando el rincón de tablas, un reloj, un vaso con largas guías verdes-. Quiero darles las gracias. Pero tampoco tenía muchas ganas de comer. Un plato de cualquier cosa caliente me vendría bien, pensé. Y entonces se me ocurrió venir a golpear aquí.

– Estábamos diciendo que se había ido a la quinta de Petrus -dijo velozmente Kunz- y que al viejo, por lo menos, no lo iba a encontrar. Creo que no viene hasta la otra semana.

– Bueno, no nos importa -se rió Gálvez-. No me dejarán mentir. Yo dije que no nos importaba a quién iba usted a visitar en la quinta.