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– Gálvez -advirtió la mujer, a espaldas de Larsen.

– Pensamos, es cierto, perdone -dijo Kunz-, que usted podía haber ido este mediodía a buscar al viejo para ponerlo en guardia.

– Bajo la lluvia -agregó Gálvez-. Que iba haciendo el camino hasta la quinta, para decirle al viejo que yo tengo uno de los títulos falsificados, y lo agarraba la lluvia.

– Gálvez -repitió la mujer, perentoria, detrás de los hombros de Larsen.

– Eso -dijo Gálvez-, que iba hasta la quinta para avisar al viejo Petrus o a la hija. Lo dije, todos dijimos que podía ser -alzó de entre sus piernas una botella panzona de caña y llenó tres vasos, sin tocarlos, haciendo sonar el chorro, sin mostrar los dientes pero con una perpetua hilaridad en la forma enrojecida de la boca; y los labios unidos sin sonrisa, parecían desnudos, como si acabara de afeitarlos.

– Que iba bajo la lluvia y avisaba, y que avisar no servía para nada. Porque el viejo Petrus lo sabe mejor que nosotros, lo sabe desde mucho antes que nosotros. Todos lo dijimos, primero uno, después otro, repitiéndolo. Y yo agregué que si eso sucedía, si usted hacía el camino hasta la quinta, empapándose para cumplir con su deber -al fin y al cabo son seis mil pesos los que le acredito cada día 25- y dar la voz de alarma, tal vez me hiciera un favor; y que tal vez yo esté desde tiempo deseando que alguien me haga un favor semejante.

Larsen apartó con suavidad el plato de sopa vacío, encendió un cigarrillo y fue inclinando el cuerpo hasta beber en el vaso que había llenado Gálvez.

– ¿Quiere algo más? -preguntó la mujer.

– Gracias, ya le dije, señora. Vine a pedir algo caliente, una limosna.

– Se me ocurrió que debe haber pensado otra novedad para aumentar las ganancias del astillero -dijo Kunz, casi cubriendo la risa blanda de Gálvez-. Algo más que armar o remendar barcos.

– La piratería o la trata, por ejemplo -sugirió Gálvez. Kunz alzó su vaso, entornó los ojos e hizo caer la cabeza hacia atrás.

Las manos sucias y heridas de la mujer retiraron el plato de Larsen. Los perros estaban silenciosos, tal vez dormidos en la enorme cama. El viento silbó alejado, tartamudeante, y todos podían escucharlo ir y venir, obligado a tomar una decisión.

– El problema está en saber si contamos o no con un agente en El Rosario -dijo Gálvez-. Podríamos duplicar las operaciones, tener un equipo de pilotos que trajeran los barcos hasta Puerto Astillero. Podríamos comprarnos gorras con visera, podríamos discutir seriamente sobre bauprés, proa, trinquete, cangreja y mesana. Podríamos jugar a las batallas navales en la mesa de cedro de la Sala del Directorio.

Bebía abandonado en el sillón de mimbre que empezaba a deshacerse, los grandes dientes expuestos con indiferencia a las tablas ahumadas del techo.

– Teníamos ganas, desde que empezó la lluvia -dijo Kunz-, de no ir a trabajar esta tarde. En realidad, no hay nada urgente. El amigo tiene los libros al día y los presupuestos que debo calcular pueden demorarse. Me imagino que usted sabrá tolerar. Quedarnos aquí bebiendo, oír llover y conversar sobre Morgan y Drake.

– ¿Qué le parece? -preguntó Gálvez.

Larsen terminó la caña y alargó la mano para servirse otro vaso; sentía que se le iba formando una sonrisa imbécil, que su voz sonaría insegura. La mujer pasó a su costado, al costado de la mesa y de Gálvez, se detuvo con la cara próxima al vidrio húmedo de la ventana; era ancha, propicia, se inclinaba con dulzura hacia el fin de la lluvia.

– Ahora estoy más contento -dijo Larsen; miraba sin vehemencia la nuca de la mujer, el pelo rizoso, crecido y descuidado-. Ahora. No por la sopa, que agradezco, ni por la caña. Tal vez un poco, porque me dejaron entrar aquí. Estoy contento porque hace un rato sentí la desgracia, y era como si fuese mía, como si sólo a mí me hubiera tocado y como si la llevara adentro y quién sabe hasta cuándo. Ahora la veo afuera, ocupando a otros; entonces todo se hace más fácil. Una cosa es la enfermedad y otra la peste -bebió la mitad del vaso y sonrió a la sonrisa que Gálvez había descendido hacia él, recelosa, expectante. La mujer continuaba de espaldas, cabizbaja, imprecisamente hostil.

– Tome caña -dijo Kunz-. Oír llover y tirarse a dormir la siesta. ¿Qué más?

– Sí -dijo Larsen-, ahora es mejor. Pero siempre hay cosas que hacer aunque uno no sepa por qué las hace. Puede ser, es cierto, que vaya esta tarde hasta la quinta y le hable al viejo del título falsificado. Puede ser.

– No importa que lo haga, ya le dije -repuso Gálvez. La mujer se apartó del mal tiempo en el vidrio grasiento; puso un brazo alrededor de Gálvez, del sillón desvencijado, e inclinó la cara blanca, casi risueña, hacia la mesa.

– Al viejo o a la hija -murmuró.

– Al viejo o a la hija -dijo Larsen.

EL ASTILLERO – IV

LA CASILLA-IV

Hubo, es indudable, aunque nadie puede saber hoy con certeza en qué momento de la historia debe ser colocada, la semana en que Gálvez se negó a ir al astillero.

La primera mañana de su ausencia debe de haber sido para Larsen el verdadero día de prueba de aquel invierno; los padecimientos y las dudas posteriores se hicieron más fáciles de soportar.

Aquella mañana Larsen llegó al astillero cerca de las diez, saludó al perfil de Kunz que examinaba un álbum de estampillas sobre la mesa de dibujo, y entró inquieto en su oficina. Cambió un montón de carpetas por otro y trató de leer hasta las once, mientras la repentina llovizna rebotaba en los filos de los vidrios rotos de la ventana. «Sólo debo preocuparme por mí, no hay otra cosa; yo, triste y aterido en este escritorio, acorralado por el mal tiempo, la mala suerte, la mugre. Y sin embargo me importa que esta lluvia caiga sobre otros, golpee desganada sus techos.»

Se levantó sin ruido y fue hasta la puerta para espiar en la gran sala. Gálvez no había llegado; Kunz tomaba mate mirando un ventanal. Larsen meditó sobre el peligro de que la ausencia de Gálvez fuera definitiva, que iniciara el final del delirio que él, Larsen, había recibido como una antorcha de desconocidos, anteriores Gerentes Generales y que se había comprometido a mantener hasta el momento en que se mostrara el desenlace imprevisible. Si Gálvez había decidido renunciar al juego, era posible que Kunz se contagiara. Uno y otro, y la mujer con su barriga y los perros, podrían no ver al mundo, el otro, el de los demás. Pero él ya no.

Esperó hasta cerca de mediodía, pero Kunz no se acercó a la puerta de la Gerencia General. La llovizna había terminado y una nube sucia se apoyaba en la ventana, pesada, entrando apenas, desdeñando entrar. Larsen apartó las carpetas y fue hasta la ventana para meter una mano y después la otra en la niebla. «No puede ser», se estuvo repitiendo. Hubiera preferido, para lo que estaba por pasar, una fecha antigua, joven; hubiera preferido otra clase de fe para hacerlo. «Pero nunca dejan elegir, sólo después se entera uno de que podía haber elegido.» Acarició el gatillo del revólver bajo el brazo mientras escuchaba la aspereza del silencio; Kunz empujó una silla y bostezó.

Sentía la contracción frecuente de la boca y la mejilla mientras volvía al escritorio y guardaba el revólver en el cajón entreabierto. «Si se burla, lo insulto; si pelea, lo mato.» Apretó el timbre para llamar al Gerente Técnico.

– Sí -gritó Kunz, y entró abrochándose el saco.

– ¿Estaba por irse? Me distraje estudiando estas carpetas. No tengo idea de la hora. ¿Usted sabe algo del pleito por el Tampico?

– ¿El Tampico? No sé nada, tiene que ser una historia vieja -repuso Kunz, y volvió a bostezar.

– El Tampico -insistió Larsen. Sólo entonces alzó la vista para mirar a Kunz. Vio la cara redonda, con la barba crecida, el pelo endurecido, excesivo y negro, la mano también peluda que subía de los botones a la moña negra de la corbata-. Claro, no debe ser de su tiempo; pero es interesante como antecedente. Entró apurado, sin descargar, por un desperfecto en el árbol. Parece que traía algún inflamable y se incendió en el astillero, aquí mismo, un poco más al norte. Dice la carpeta que no había seguro o que no toda la mercadería estaba asegurada -había abierto cualquier carpeta y fingía leer; un gemido sobre el techo anunció más lluvia-. ¿Quién paga, entonces? ¿Quién es responsable?