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– En cuanto a Petrus -dijo Díaz Grey- está durmiendo en la esquina, en el hotel Plaza. Hablé con él, apenas, esta tarde.

– Lo sabía, doctor -sonrió Larsen-, y quién le dice que no es por eso que estoy aquí.

«Este hombre que vivió los últimos treinta años del dinero sucio que le daban con gusto mujeres sucias, que atinó a defenderse de la vida sustituyéndola por una traición, sin origen, de dureza y coraje; que creyó de una manera y ahora sigue creyendo de otra, que no nació para morir sino para ganar e imponerse, que en este mismo momento se está imaginando la vida como un territorio infinito y sin tiempo en el que es forzoso avanzar y sacar ventajas.»

– Pregunte lo que quiera. Espere un momento -fue hasta el comedor e hizo funcionar el aparato de los discos; había dejado la puerta entornada, de modo que la música no llegaba más fuerte que la lluvia.

– Primero la empresa, doctor. ¿Qué cree? Usted tiene que saber. Digo, si hay probabilidades de que Petrus salga a flote.

– Hace más de cinco años que se discute eso en Santa María, en el hotel y en el club, a la hora del aperitivo. Yo tengo mis datos. Pero usted está allá, es el Gerente.

Larsen volvió a torcer la boca y se miró las uñas. Los dos se buscaron los ojos; ya no se oía la lluvia y el coro empezaba a llenar el consultorio. Breve y perezosa sonó una bocina en el río.

– Como en la iglesia -dijo Larsen con dulzura y respeto, cabeceando-. Le voy a ser franco. No me ocupo de la parte administrativa. Lo que hago por ahora es un estudio general, para empaparme del asunto, y examino los costos -alzó los hombros para disculparse-. Pero aquello es una ruina.

«Y justamente este hombre, que debía estar hasta su muerte por lo menos a cien kilómetros de aquí, tuvo que volver para enredarse las patas endurecidas en lo que queda de la telaraña del viejo Petrus.»

– Por lo que yo sé -dijo Díaz Grey- no hay la menor esperanza. No liquidaron todavía la sociedad porque a nadie puede beneficiar la liquidación. Los accionistas principales dieron el asunto por perdido hace tiempo y se olvidaron.

– ¿Seguro? Petrus habla de treinta millones.

– Sí, ya lo sé, lo oí también esta tarde. Petrus está loco, o trata de seguir creyendo para no volverse loco. Si liquidan cobrará cien mil pesos y yo sé que debe, él, personalmente, más de un millón. Pero mientras, puede seguir presentando escritos y visitando ministerios. Está muy viejo, además. ¿Usted cobra sueldo?

– No de manera efectiva, por ahora.

– Sí -dijo Díaz Grey, dulcemente-: he conocido otros gerentes de Petrus; muchos se despidieron en Santa María mientras esperaban la balsa. Una lista larga. Y no había dos parecidos. Como si el viejo Petrus los eligiera o los encargara siempre distintos, con la esperanza de encontrar algún día alguno diferente a todos los hombres, alguno que hasta engorde con el desencanto y el hambre y no se vaya nunca.

– Tal vez sea así, doctor.

– Los vi.

(Podrían haber sido cinco o seis, en tres años, los gerentes generales, o administrativos o técnicos de Jeremías Petrus, S.A.; que pasaron por Santa María, de regreso de un exilio que ellos no podían sentir como un mero alejamiento de lugares familiares o, por lo menos, susceptibles de ser entendidos y ubicados. No tan distintos, después de todo; emparentados por la pobreza o la miseria agresiva de sus ropas, fantásticas, dispares. Pero con un algo de vigilada decadencia, un aire común que parecía el uniforme del pequeño ejército formado por la locura infecciosa del viejo Petrus. Muchos otros, tal vez el doble, no habían sido vistos estableciendo en Santa María un nuevo contacto con el mundo hostil, adverso, pero que podía ser creído y desafiado. Algunos subieron a una lancha en Puerto Astillero y dispararon en cualquier dirección; otros pasaron por la ciudad cubiertos aún por un miedo que podía confundirse con el orgullo y los hacía incógnitos e invisibles. No tan distintos: hermanados, además, por una mirada, no vacía, sino vaciada de lo que había tenido y confesado antes, de lo que continuaban teniendo los ojos de los habitantes de aquel primer pedazo de tierra firme que pisaban al huir.

Regresaban, en realidad, como sabían todos los que hablaron con ellos y como ellos mismos admitían, de Puerto Astillero, un sitio cualquiera de la costa, con colonos alemanes y rancheríos de mestizos rodeando, junto con el río, el edificio de Petrus S.A., un cubo gris de cemento desconchado, un abandono que ocupaban formas de hierro herrumbroso. Llegaban de un punto que sólo separaban de Santa María algunos minutos de lancha, poco más de dos horas para el hombre resuelto o desesperado que se forzara, andando, un camino entre alumbrados de quintas y montes de sauces. Sus ojos, apartándolos de los amables escuchadores de sus cuitas imprecisas y enardecidas por el regreso, los unía, los soldaba para siempre a otros gerentes de jerarquía diversa que habían cruzado en retirada la ciudad y a los que habrían de llegar en el futuro. Eran ojos, miradas, con un destello sorprendentemente duro pero jubiloso. Estaban, los gerentes, de vuelta; agradecían las maderas, las manos, los vidrios que palpaban, las bocas que les hacían preguntas, las sonrisas, las lástimas y los asombros.

Pero este júbilo de sus ojos no era el de retorno de un destierro, o no sólo eso. Miraban como si acabaran de resucitar y como seguros de que el recuerdo de la muerte recién dejada -un recuerdo intransferible, indócil a las palabras y al silencio- era ya para siempre una cualidad de sus almas. No volvían de un lugar determinado, según sus ojos; volvían de haber estado en ninguna parte, en una soledad absoluta y engañosamente poblada por símbolos: la ambición, la seguridad, el tiempo, el poder. Volvían, nunca del todo lúcidos, nunca verdaderamente liberados, de un particular infierno creado con ignorancia por el viejo Petrus.)

La música se refería a la fraternidad y al consuelo. Larsen escuchaba con la cabeza ladeada, la copa sujeta por las manos que colgaban entre las rodillas, tolerante, sin fe en ningún sentido o resultado imaginable de la entrevista, seguro de que bastaba durar para vencer.

– Pero no crea, doctor. No nos moriremos de hambre. Organicé a la gente, el personal superior que queda, y no hay motivo de queja. Y tampoco pienso irme.

– Sí, tal vez sea usted el hombre que necesitaba Petrus, el hombre justo para aquello. No tiene nada de cómico, de increíble, aunque es seguro que me hubiera reído si viniera otro a contármelo. Es raro que aquí nadie supiese nada.

– Puerto Astillero está muerto, doctor. Apenas si atracan las lanchas, nadie llega ni se embarca. Hoy mismo, para venir, tuve que alquilar una lancha de pescadores -sonrió con desdén y excusa; el nuevo disco ensalzaba convincente la esperanza absurda.

– Así que usted está allí -dijo Díaz Grey, con repentina alegría-. Todo está bien, todo está en orden. Déjeme hablar; casi nunca bebo, aparte de la cuota de las siete de la tarde en el bar del hotel. Y siempre, casi siempre, la misma gente, las mismas cosas. Usted y Petrus. Tendría que haberlo profetizado; me doy cuenta y me avergüenzo. No hay sorpresas en la vida, usted sabe. Todo lo que nos sorprende es justamente aquello que confirma el sentido de la vida. Pero nos educaron mal, exigimos ser mal educados. Tal vez usted no, tampoco Petrus -sonrió cariñosamente y llenó la copa que había dejado Larsen sobre el escritorio; después la suya, lentamente, sosteniendo con velada piedad la sonrisa. Oyó el chasquido de la máquina en el silencio: sólo quedaba una cara de disco, no había lluvia ni viento.

– La última, doctor -pidió Larsen-. Me quedan algunas cosas que hacer esta noche y muy importantes. No se imagina el gusto de verlo y estar así con usted. Siempre pensé y dije que el doctor Díaz Grey era lo mejor del pueblo. Salud. No hay sorpresas en la vida, tiene razón; por lo menos para los hombres de veras. La sabemos de memoria, permítame, como a una mujer. Y en cuanto al sentido de la vida, no se piense que hablo en vano. Algo entiendo. Uno hace cosas, pero no puede hacer más que lo que hace. O, distinto, no siempre se elige. Pero los demás…

– Los demás también, créame -dijo el médico con paciencia, con la costumbre de ser claro y obvio que le habían inculcado en la Facultad para beneficio de los enfermos pobres-. Usted y ellos. Todos sabiendo que nuestra manera de vivir es una farsa, capaces de admitirlo, pero no haciéndolo porque cada uno necesita, además, proteger una farsa personal. También yo, claro. Petrus es un farsante cuando le ofrece la Gerencia General y usted otro cuando acepta. Es un juego, y usted y él saben que el otro está jugando. Pero se callan y disimulan. Petrus necesita un gerente para poder chicanear probando que no se interrumpió el funcionamiento del astillero. Usted quiere ir acumulando sueldos por si algún día viene el milagro y el asunto se arregla y se puede exigir el pago. Supongo.