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Eso era todo, y alcanzaba. Cuando tuvo nombre -El Chámame, y el subtítulo: «Grandes mejoras por cambio de dueño»- escrito en una tabla que clavaron torcida en un plátano enano que señalaba la esquina y pretendía establecer el límite entre vereda y camino, no hubo que agregarle mucho: algunas mesas, sillas y botellas, otro farol en el rincón donde el espacio de los cueros lo ocupaba ahora una tarima para los músicos. Y en un tirante vertical, otro carteclass="underline" «Prohibido el uso y porte de armas», grandilocuente, innecesario, expuesto allí como congraciadora adhesión a la autoridad, que era un milico con jinetas de cabo que ataba cada noche el caballo al arbolito de la esquina.

Ni siquiera hubo necesidad de disponer del viejo del mango de cuchillo en la cintura; éste no hizo más que trasladarse del mostrador a cualquier punta de mesa donde lo toleraran. Y ahí se estaba, móvil y charlatán, pero sin mayor significado que los objetos que él mismo había manejado antes del bautizo: los tablones, los faroles, las botellas. Astuto e insomne, desde la caída de la tarde hasta la madrugada, esperando, y sin equivocarse nunca, el momento oportuno para colocar el «esto me recuerda» y alguna de sus sobadas historias mentirosas. Compartiendo con el cabo el privilegio de emborracharse sin pagar, por lo menos no con dinero, y el de arrastrar contra el piso de tierra -prepotente y seguro uno, casi caricioso el otro- una lonja de rebenque.

No hubo que agregar nada más y en realidad lo único que en una discusión podría haber sido defendido como una mejora, aparte de la mayor riqueza en velocidades para emborracharse que ofrecía el estante, eran los músicos, la guitarra y el acordeón, y su natural consecuencia: las mesas contra dos paredes y los metros de polvo regado, libres para bailar.

No hubo que agregar nada más, porque el resto -es decir, El Chámame mismo- lo traían cada noche los clientes. Iban llegando para armar El Chámame, cargando, siendo cada uno, varón o hembra, una pieza del rompecabezas; hasta sus accidentales ausencias contribuían a formarlo; y hasta pagaban por el derecho de hacerlo.

Nunca pudo saberse de dónde sacaban el dinero; la Petrus, S.A., había interrumpido el trabajo años antes y las chacras de la zona eran demasiado pobres para tener peones permanentes. Tal vez alguno de los hombres trabajara en el lanchaje, pero no podían ser más de dos o tres; Puerto Astillero era ahora sólo un lugar de escala, y de los de menor movimiento, en los recorridos de las lanchas. Las fábricas más próximas -las de conservas de pescado- estaban bastante al sur, entre Santa María y Enduro. Uno de los clientes era el mozo del Belgrano; otro, Machín, decía que era dueño de una lancha y la tenía alquilada en Enduro. Pero estaba todo el resto anónimo, doce o quince, dos docenas en las noches de sábado, y sus mujeres con ropas y pinturas increíbles, un hembraje indiferenciado, un conjunto movedizo de colores, perfumes y agujeros, con tacones altísimos o con alpargatas, con vestidos de baile o con batas manchadas por vómitos y orina de bebés.

Era absurdo hacer cálculos acerca de dónde sacaban el dinero -un peso el vaso chico y dos el grande de cualquier cosa aguada que les sirvieran-, porque tampoco podía nadie saber de dónde salían ellos mismos, los clientes, en qué cueva o qué árbol, o debajo de qué piedra iban a refugiarse desde el momento en que los músicos negaban otros bises y enfundaban, y hasta la hora de la noche próxima en que el viejo del cuchillo en la cintura se trepaba inseguro en una silla para encender el farol exterior que anunciaba sin alharacas al mundo la resurrección puntual de El Chámame.

Larsen entró un sábado con Kunz y no pasó del mostrador. Estuvo examinando a las mujeres con una especie de aterrorizada fascinación y acaso pensó que un Dios probable tendría que sustituir el imaginado infierno general y llameante por pequeños infiernos individuales. A cada uno el suyo, según una divina justicia y los méritos hechos. Y acaso pensó que un Chámame siempre en medianoche de sábado, sin pausa, sin músicos mortales que callaban en la madrugada para reclamar el bife a caballo, era el infierno que le tenían destinado desde el principio del tiempo, o que él se había ido ganando, según se mire.

De todos modos, no pudo aguantarlo, no aceptó la segunda copa y la prolongación de la visita que ofrecía Kunz, y se abstuvo de escupir sobre la ya polvorienta pista de baile -el viejo del cuchillo estaba de pie, torcido por el peso de la regadera llena de agua, haciendo señas a los músicos para que no repitieran el vals-, se guardó y fue engrosando el escupitajo hasta que estuvieron al aire libre, para que nadie tomara por provocación lo que no era nada más que asco y un poco de miedo indefinible.

Pero Gálvez iba, últimamente, todas las noches. Se tuteaba con el hombre flaco y melenudo que había ocupado detrás del mostrador el puesto del viejo y que atendía las mesas casi sin hablar, con una gran precisión de movimientos, mascando siempre una hoja de planta, arrastrando impasible a través del humo, los ruidos y los olores, una mirada clara y ausente, de odio adormecido.

Gálvez discutía, conservador y moderadamente cínico, acerca del porvenir inmediato del mundo, con el cabo de policía, que proclamaba haber conocido lugares mejores y se mostraba mucho más audaz en cuanto a sistema para reprimir la decadencia y la creciente confusión de valores. Acariciaba metódico a cualquier mujer sin dueño o con dueño amigo y se iba en cuanto concluía la música, casi siempre borracho. A veces, las raras madrugadas en que el cabo no se inventaba un servicio extraordinario y confidencial, volvían juntos hacia el astillero, gastando hasta la trama los temas favoritos, repitiendo frases viejas con renovada energía, mal montado el cabo en el caballo al paso, prendido Gálvez al cuero de un estribo para ayudarse.

Sólo en El Chámame podía verse la enorme sonrisa brillante e inexpresiva, inmóvil, los anchos dientes que exponía como usándolos para respirar. Sin que ninguno de los dos lo supiera, la sonrisa se parecía a la mirada del patrón joven y melenudo, mascador de hojas de coca -«así no fumo ni tomo»- que le había confesado su resolución -pero no el objetivo- de extraer diez mil pesos, uno a uno y sin aceptar la existencia del tiempo, de aquellos fantasmas, aquella reducida población de cementerio que formaba la clientela de El Chámame.

Por alguna razón ignorada, Larsen nunca hizo referencia a las veladas de Gálvez en El Chámame durante todo el tiempo en que insinuó a la mujer -sin éxito- que robara el título falso o le dijera cómo podía ser robado.

LA GLORIETA-IV

LA CASILLA-VI

Entretanto, desde el día del escándalo, Larsen visitó todas las tardes de seis a siete, y de cinco a siete los sábados y domingos, la glorieta de la quinta de Petrus.

No sabía si Petrus estaba o no en la casa, si ignoraba, por su parte, las entrevistas en la glorieta. De todos modos, la alta casa, las luces amarilleando calmosas y remotas en los tempranos anocheceres, significaban la presencia de Petrus. Y aunque a veces dudaba de la realidad del encuentro en el hotel de Santa María, nada era capaz de alterar su seguridad de que le había sido confiada la misión de rescatar el título, de que existían un pacto y una recompensa. No quería hacer preguntas sobre los viajes de Petrus, temeroso de que cada palabra aludiera a su fracaso o, por lo menos, a su demora. Y también, más oscuramente, averiguar hubiera significado dudar: de Petrus, de su propia capacidad para cumplir la promesa. Pero, sobre todo habría significado, abstractamente, la duda, lo único que en aquellos días le era imposible permitirse.

Josefina, la sirvienta, le abría sin demoras el portón, no contestaba a sus frases equilibradas entre la amistad y la galantería, y se adelantaba para guiarlo, sola o con el perro. Era, cada vez, y cada vez más descorazonador, como soñar un viejo sueño. Y ya, al final, como escuchar cada tarde el relato de un mismo sueño, dicho con idénticas palabras, por una voz interminable y obcecada.