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– Aquí estamos -repitió Petrus con amargura-. Pero no de la misma manera. Siéntese. No dispongo de mucho tiempo, tengo muchos problemas que estudiar.

– Espere un momento, por favor -dijo Larsen. Se sentía obligado al respeto pero no a la obediencia. Dejó el sombrero en una esquina de la mesa verde y se acercó a la cortina para levantar el borde y anticipar el ademán, curioso, maquinal, que años después repetiría de mañana y de tarde el comisario Cárner, un piso más arriba.

Vio la grupa manchada del caballo y la ese que bocetaba la cola; impedido por las ramas de los plátanos sólo pudo distinguir del Fundador un fleco de poncho cubriendo la cadera y una bota alta estribada con indolencia. Leal y con empeño, Larsen trató de comprender aquel momento de su vida y del mundo: los árboles torcidos, sombríos y con hojas nuevas; la luz apoyada en el bronce de las ancas; la detención, el secreto paciente de la tarde provinciana. Dejó caer la cortina, vencido y sin rencor; regresó a otras verdades y mentiras ayudándose con el vaivén del cuerpo. Manoteó una silla y se sentó, un segundo antes de que Petrus reiterara, frío y paciente:

– Tome asiento, hágame el favor.

«Por qué esto y no otra cosa, cualquiera. Da lo mismo. Por qué él y yo, y no otros dos hombres.

Está preso, concluido, y la calavera blanca y amarilla me está diciendo con cada arruga que ya no hay pretextos para engañarse, para vivir, para ninguna forma de pasión o bravata.»

– Desde hace unos días esperaba su visita. Me he negado a creer en su deserción. Para mí nada ha cambiado; hasta podría decir, sin cometer infidencia, que las cosas han mejorado desde nuestra última entrevista. En realidad, estoy aislado transitoriamente, descansando. Esto, ese absurdo de encerrarme por un tiempo, es lo último que pueden hacer mis enemigos, el golpe más fuerte que pueden descargar. Unos pocos días más en esta oficina, más incómoda que las otras pero no distinta, y habremos llegado al fin de la mala racha. Ahora no pierdo el tiempo; me han hecho el favor de impedir que nadie pueda hacerme perder el tiempo y esto me permite solucionar mis problemas cómodamente y de manera definitiva. Puedo decírselo: encontré solución para todas las dificultades que estaban entorpeciendo la marcha de la empresa.

– Es una gran noticia -dijo Larsen-. Todos van a tener una gran alegría cuando vuelva al astillero y la transmita. Si usted me autoriza, claro.

– Puede decirlo; pero estrictamente al personal superior, a los que han dado pruebas de fidelidad. No me he preocupado por saber el motivo de mi detención. Pero, según parece, se trata de una denuncia basada en aquel famoso título de que hablamos. ¿Qué ocurrió? ¿La misión que le confié terminó en el fracaso o usted hizo causa común con mis enemigos?

Larsen sonrió y se puso a maniobrar lentamente para encender un cigarrillo; después se esforzó en mirar con odio la cabeza de pájaro, expectante y fanática, que se inclinaba hacia él, segura de todos los triunfos, segura de que nadie le impediría tener razón hasta el final.

– Usted sabe que no -dijo lentamente-. Por algo estoy aquí, por algo vine en cuanto me enteré de que usted estaba detenido -pero hubiera dicho: «Hice todo lo posible. Soporté algunas humillaciones e impuse otras. Recurrí a formas de violencia que usted conoce como yo, ni más ni menos que yo, y cuya víctima es incapaz de describir en una acusación porque también está impedida de comprenderlas, de apartarlas de su sufrimiento y saber que son su causa. Usted debe haber usado diariamente esas formas de la violencia. Y también conoce todo el resto, igual que yo pero no mejor, porque somos hombres y las posibilidades de infamia son comunes y limitadas: la astucia, la lealtad, la tolerancia, el mismo sacrificio, el pegarse al flanco del otro como un nadador para defenderlo de la correntada, y para ayudarlo a hundirse, casi siempre a su pedido, exactamente cuando nos conviene»-. Lo único censurable que hice fue fracasar.

Petrus recogió su cabeza como una tortuga, volvió a mostrar los dientes amarillos, esta vez generosamente. No condenaba del todo; los ojos hundidos y brillantes miraron a Larsen cavilosos, casi apiadados, con una divertida curiosidad.

– Está bien, creo en usted. Nunca me equivoco al juzgar a un hombre -dijo, por fin, Petrus-. En realidad, no tiene importancia. Puedo demostrar que ignoraba la existencia de títulos falsificados. O nadie puede demostrar que yo sabía algo. Dejemos eso. Lo importante es que el momento de la justicia definitiva está próximo; cuestión de días, un par de semanas a lo sumo. Necesitamos, más que nunca, un hombre capaz y leal al frente del astillero. ¿Se siente usted con fuerzas, con la fe necesaria?

Entonces Larsen se aplicó a decir que sí con la cabeza, a ganar tiempo, mientras acostumbraba sus pulmones al aire de extravagancia y destierro en que había estado sumergido todo el invierno y que ahora, bruscamente, se le hacía insoportable y discernible. Un aire difícil de tolerar al principio, casi imposible de ser sustituido después.

– Puede contar conmigo -dijo, y el viejo le sonrió-. Pero es cierto que he perdido mucho tiempo en el astillero y ya no soy joven. El trabajo, lo reconozco, es liviano por ahora, aunque la responsabilidad es muy grande. No quiero discutir el sueldo por el momento; pero me parece conveniente decirle que no lo pagan, o no lo pagan con regularidad. Considero justo tener una garantía de compensación para cuando lleguen los buenos tiempos.

De pronto Petrus se echó hacia atrás y la piel de su cara se fue estirando con precisión sobre los menudos huesos. Por un momento, Larsen estuvo seguro de que la cabeza se erguía muy lejos de la penumbra del cuarto, en un clima de intolerable cordura, en el mundo antiguo y perdido. Lentamente, Petrus alzó los pulgares hasta los bolsillos del chaleco, y acercó su cara a la de Larsen. Tal vez algo del desprecio subsistiera: la pequeña lástima burlona del hombre que se ha resignado a transigir con los demás.

– Si se pagan o no los sueldos allá en el astillero, no es cuestión mía. Tenemos un administrador, el señor Gálvez; plantéele a él sus problemas.

– Gálvez -repitió Larsen con una expresión de alivio. Se sentía indultado, lo iba llenando el tibio vigor de la convalecencia-. Ese es el hombre que entregó el título, que hizo la denuncia.

– Perfectamente -asintió Petrus-. Tanto peor para él. Me agradaría saber qué medidas tomó usted para sustituirlo. No pensará que una empresa como la del astillero puede funcionar normalmente sin una administración experta y segura. ¿Lo ha dejado cesante, por lo menos?

«Cómo me gustaría darle un abrazo, o jugarme la vida por él o prestarle diez veces más dinero del que pueda necesitar.»

– Vea -dijo Larsen, desprendiéndose el sobretodo-, Gálvez, el administrador, hizo la denuncia y desapareció. O, mejor, tuvo buen cuidado de desaparecer antes. Hace tres días me hizo llegar una carta renunciando a su puesto. Claro que comprendí en seguida que mi deber era dejarlo cesante. Lo busqué por todos los agujeros de Puerto Astillero y después me vine a Santa María. Pensaba dejarlo cesante con esto. Pero no aparece.

Puso sin ruido el revólver sobre la mesa y retrocedió un poco para observarlo.

– Es un Smith -informó con un orgullo inoportuno y marchito.

Estuvieron los dos un rato en silencio, cabizbajos y atentos, mirando la forma perfecta del arma, el tenue resplandor lila del acero del caño, la superficie negra y rugosa de la cacha. La examinaban, sin intención de tocarla, como si se tratara de un animal de existencia comprobada pero nunca visto por ellos, un insecto que acabara de posarse en el escritorio, amenazante y amenazado, pero sin conciencia de esto, quieto, incomprensible, tratando acaso de comunicarse por una vibración de los élitros que la tosquedad de los hombres no podía percibir.

– Guárdese eso -ordenó Petrus, y se acomodó nuevamente en su silla-. Personalmente, no apruebo el procedimiento. Y de nada podría servirnos ahora. ¿Cómo pudo entrar en la cárcel con un revólver? ¿No lo revisaron?