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– No. No se les ocurrió ni a ellos ni a mí.

– Es fantástico. De modo que cualquiera podría entrar en esta habitación y matarme. Ese mismo individuo, Gálvez, que ayer y anteayer vino no sé cuántas veces a pedirme una entrevista. No quise verlo, no tengo nada que hablar con él. Está más muerto que si usted hubiera usado el revólver.

– ¿Así que vino? ¿Gálvez? ¿Está seguro? Bueno, entonces no debe andar lejos de aquí. Tengo que encontrarlo. No para meterle un tiro; fue un impulso, algo tenía que hacer. Pero me gustaría escupirle la cara o insultarlo despacio hasta cansarme.

– Comprendo -mintió Petrus con decisión-. Guarde el revólver y olvídese de esa historia. Consiga un hombre capaz y honrado para la administración. Fíjele sueldo y condiciones. Hay que tener presente, pase lo que pase, que el astillero debe continuar funcionando.

– De acuerdo -repuso Larsen, mirando siempre el revólver; antes de guardarlo estiró un dedo para acariciar suavemente la base de la culata.

(Primero, con las primeras mujeres y los primeros augurios de importancia y peligro disfrutados en glorietas de locales suburbanos, de improvisados y efímeros clubes sociales, recreativos y deportivos, fue una pistola 32, chata, que podía llevarse en el bolsillo de la cintura. Era un amor de adolescencia, cultivado con escobillas, vaselina y regulares exámenes nocturnos. Vino después una pistola Colt comprada por nada a un conscripto; era pesada, enorme, indomable. También inútil, nunca usada si se exceptúan los almuerzos campestres, los ejercicios de puntería contra una lata o un árbol; en mangas de camisa, un cigarrillo humeando a un lado de la boca, un vaso de vermut y caña en la zurda, mientras preparaban el asado. También, en las ocasiones perfectas, un cielo azul interminable, un charret empequeñecido y como inmóvil en el camino, olor a humo y gallinero, algún colono eslavo. Esto en la edad de la madurez, de la máxima hombría. Una pistola demasiado grande para la mano, que intentaba hacerlo caminar torcido, que pesaba inolvidable contra las costillas. Sólo buena para mostrar y lucirse oportuna en la hora crepuscular en que languidece el póquer, cuando él daba la pistola a desarmar y, con los ojos vendados, chupando atorado el cigarrillo que alguna mujer le arrimaba, la iba reconstruyendo, ciego, rodeado por un murmullo de amistad y asombro, diestro, gozando de la amorosa memoria de sus dedos, totalmente feliz cuando remataba entre aplausos la proeza atornillando en el mango los trozos de madera con el potrillo rampante.)

– Estamos de acuerdo -insistió Larsen mientras se abrochaba el sobretodo-. El funcionamiento del astillero es la base de todo. Tomaré sin vacilar todas las medidas necesarias. Ya arreglaremos eso de los sueldos. Pero le repito que para mí es muy importante tener alguna seguridad para el día de mañana.

Petrus alzó las manos y luego se frotó la barbilla. La cara amarillenta se inclinaba alegre, discretamente triunfal.

– Comprendo, señor -susurró-. Usted desea capitalizar sus sacrificios. Me parece muy bien. En cuanto a los sueldos actuales, designe un administrador y entiéndase con él. Respecto al futuro, ¿qué es lo que quiere?

– Alguna seguridad, un contrato, un documento -rió suavemente, dócil y consolador.

– No veo inconvenientes -exclamó Petrus con excitación. Abrió el portafolios de cuero con un movimiento pausado y hábil que hizo sonar gravemente la escala de la cremallera-. Creo, en principio, que podemos entendernos -extrajo papeles y desenganchó la lapicera del bolsillo del chaleco-. Diga qué clase de documento desea. ¿Un contrato por cinco años? Espere un momento -estuvo buscando en el bolsillo interior del saco el estuche de los anteojos, se los puso y sonrió con un desdeñoso desafío-. Pida, señor.

– Bueno -dijo Larsen, con una sonrisa amistosa-. No quiero apurarme para no arrepentirme. Primero, confirmar por contrato, cinco años de duración está bien; no me conviene atarme. En cuanto al sueldo… Usted comprenderá que el puesto de Gerente General obliga a cierto nivel de vida.

– Exactamente. Y yo sería el primero en exigírselo -la cara de Petrus ahora alzada, reflejaba una dicha austera-. ¿Cuál es su sueldo actual? Debo confesarle que preocupaciones más importantes me han impedido examinar últimamente las liquidaciones mensuales del astillero.

– Pongamos… bueno, ahora estoy ganando cuatro mil. Pongamos seis mil a partir del día en que se normalice la situación.

– ¿Seis mil? -Petrus vaciló, haciendo deslizar el cabo de la lapicera sobre los labios-. Seis mil. No tengo nada que objetar. Pero tendrá que ganárselos, señor. Bien; redactaré un documento provisorio, reconociéndole el cargo y la retribución durante cinco años. Después haremos el contrato formal.

Se inclinó para escribir, muy lentamente, dibujando cada letra. Un altoparlante de propaganda comenzó a hablar en el silencio, incomprensible, y alejándose. Larsen se incorporó, y miró a su alrededor. Las tablas, las latas y los pinceles abandonados; el color del aire cargado de sosiego e inminencia; el viejo doblado sobre el escritorio. Y más allá de lo visible, pero alterándolo, el silencio en aquella parte de la ciudad, envejecida y casi inmutable. El enorme caballo sorprendido cuando despegaba las patas para lanzarse a la carrera, con su cola ondulante, con su tonalidad de pasto en el otoño. Una plaza húmeda y circular donde los árboles entreveraban sus ramas; bancos desocupados, charcos que nadie miraría secarse. Un atardecer que se estiraba desde el río, desde las manzanas remozadas del barrio comercial.

– Sírvase leer -dijo Petrus.

Larsen tomó la hoja de cartulina y examinó la escritura floreada pareja y perfecta. «Por el presente documento reconozco al señor E. Larsen como Gerente General de los astilleros de la firma Jeremías Petrus Sociedad Anónima, de cuyo Directorio soy Presidente. Tal designación será motivo de un contrato que por el término de cinco años…».

Larsen dobló la cartulina y la guardó en un bolsillo. Petrus se puso de pie.

– Ahora todo está perfecto -dijo Larsen-. Nunca dudé de usted; pero hay que mirar también el aspecto legal de las cosas. Usted es un caballero. No quiero robarle más tiempo; me parece que cuanto antes esté de vuelta en Puerto Astillero, mejor. Es imposible, sin embargo, que vuelva a visitarlo para despedirme.

– Tal vez sea inútil -contestó Petrus-. Deseo aprovechar este descanso para trabajar tranquilamente. Todavía es necesario ajustar algunos detalles.

– Muy bien -Larsen no ofreció la mano ni el viejo tampoco. Desde la puerta se volvió. Petrus parecía haberlo olvidado; había vuelto a sentarse y distribuía documentos sobre el escritorio-. Perdone -dijo Larsen, alzando la voz-. Me resulta curioso, y halagador, que recuerde cómo me llamo. Hasta el nombre de pila, o por lo menos, la inicial.

Petrus lo miró un momento; después habló hacia los papeles y el cartapacio. -El comisario es una persona muy bien. A veces viene a visitarme y hasta hemos almorzado juntos. Hablamos de muchas cosas. Sabía que usted andaba por Puerto Astillero y que me había visitado aquí en la ciudad. Me mostró su prontuario, señor; en realidad, ha cambiado poco: tal vez algo más gordo, algo más viejo.

Larsen abrió y cerró la puerta en silencio. En el final del pasillo encontró al hombre de la tricota, le dio unos pesos y se dejó guiar hasta el policía armado. Desde allí, lentamente, temblando de frío, sin hacer ruido sobre las baldosas, caminó solo hasta encontrar la luz de la calle.

Atravesó el círculo helado de la plaza del Fundador y caminó hacia el centro por una calle de muros leprosos, cubiertos casi todos por la espuma seca de las enredaderas; una calle de parques y caserones, de sombra y ausencias. «Tal vez no haya estado nunca en esta parte de la ciudad, tal vez todo hubiera sido distinto, tal vez haya deseado siempre vivir en una casa como ésta.» Caminaba erguido y taconeando, buscando las zonas de mayor silencio para hacer sonar el desafío de los pasos, resuelto a no dejarse derrotar, ignorando qué le quedaba por defender.

«¿Por qué no? Todo pudo haber resultado distinto si yo hubiera sido, cinco años atrás, un hombre que acostumbrara recorrer por las tardes los barrios viejos de Santa María. Para nada, por el gusto de visitar estas calles solitarias y acercarme a la noche que se va formando en la altura de la plaza nueva, sin apuro por llegar, despreocupado de trabajos y miserias, pensando, al principio por capricho y después por amistad, en la vida de la gente muerta que vivió en estas casas con escalones de mármol y portones de hierro. Es posible. De todas maneras, ahora más que nunca es necesario que haga algo, cualquier cosa.»