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Caminaron en el frío mal iluminado, en el olor a desinfectante; pasaron frente a un sillón de dentista, a dos vitrinas llenas de metales brillantes separadas por un radiador que no estaba funcionando; rodearon un pequeño escritorio cubierto por una tapa convexa. En el fondo de la sala cada vez más fría, casi contra la pared que formaban los muebles de acero del archivo, rodeados por un rectilíneo rezongo de agua en canaletas, encontraron una mesa cubierta por una tela áspera y blanca. Medina la levantó y estuvo palpándose hasta extraer un pañuelo y apretarlo contra el estornudo.

– Este es el resto de la historia -dijo después-. Es el mismo Gálvez, ¿verdad? Mire y hable rápido si no quiere resfriarse. ¿Es? No lo apuro.

Larsen no sintió odio ni lástima por la cara blanca sobre la mesa de piedra, endurecida y negándose, aliviada de agregados, un poco obscena la humedad brillante de los ojos entornados. «Lo que siempre dije: ahora está sin sonrisa, él tuvo siempre esta cara debajo de la otra, todo el tiempo, mientras intentaba hacernos creer que vivía, mientras se moría aburrido entre una ya perdida mujer preñada, dos perros de hocico en punta, yo y Kunz, el barro infinito, la sombra del astillero y la grosería de la esperanza. Ahora sí que tiene una seriedad de hombre verdadero, una dureza, un resplandor que no se hubiera atrevido a mostrarle a la vida. Sólo le quedan los párpados hinchados, las medialunas de la mirada chata. Pero de eso no tiene él la culpa.»

– Sí, es. ¿Cómo fue?

– Fácil. Se metió en la balsa y en cuanto pasaron la isla de Latorre se tiró al agua. Media hora de atraso. Pero a la caída del sol vino solo hasta el espigón. Yo sabía que era Gálvez; sólo quise mostrárselo.

Volvió a estornudar, puso una mano sobre la espalda de Larsen; con la otra estiró rápidamente la tela sobre el muerto.

– Nada más -dijo-. Ahora me firma un papel y se va.

Lo guió por los pasillos a media luz y lo hizo entrar en una oficina donde dos hombres jugaban al ajedrez. Entonces perdió de golpe la sombra de cordialidad que habían mantenido.

– Tosar -dijo-. Este hombre acaba de identificar al ahogado. Agrega al sumario lo que tenga que decirte y después lo dejas que se vaya.

Uno de los hombres arrastró sobre el escritorio la máquina de escribir. El otro observó distraído a Larsen y volvió a mirar el tablero. Medina cruzó la habitación y salió por otra puerta, sin despedirse, sin volver la cara.

Sonriendo, alegremente estremecido por la astucia, Larsen se sentó sin esperar que lo invitaran. Acababa de decidir que Gálvez no había muerto, que él no caería en una trampa tan infantil, que volvería al amanecer a Puerto Astillero, al mundo inmutable, mensajero de ninguna noticia.

EL ASTILLERO-VII

LA GLORIETA-V

LA CASA-I

LA CASILLA-VII

Llegó entonces el último viaje de Larsen río arriba, hacia el astillero. Estaba entonces no simplemente solo, sino también despavorido y con ese inquietante principio de lucidez de los que empiezan a desconfiar, a regañadientes, sin vanidad ni conciencia de astucia, de su propia incredulidad. Sabía pocas cosas y rechazaba muequeando a las que lo rondaban queriendo ser sabidas.

Estaba solo, definitivamente y sin drama; tranqueaba, lento, sin voluntad y sin apuro, sin posibilidad ni deseo de elección, por un territorio cuyo mapa se iba encogiendo hora tras hora. Tenía el problema -no éclass="underline" sus huesos, sus hilos, su sombra- de llegar a tiempo al lugar y al instante ignorados y exactos; tenía -de nadie- la promesa de que la cita sería cumplida.

Así que nada más que un hombre, éste, Larsen, trepando el río en una embarcación cualquiera, en el principio apresurado de una noche de invierno, mirando distraído para distraerse, lo que aún podía verse de vegetaciones costeras, registrando con la oreja derecha gritos de pájaros de nombres ignorados.

Así que, sin saber más que lo que él podía tolerar, pero habiendo descubierto en algún momento de su navegación lo que había estado buscando desde la ventana carcelaria de Petrus frente a la Plaza del Fundador, llegó a Puerto Astillero cuando una raya de luz verdosa se oscurecía en el horizonte. Entró en lo de Belgrano para fortalecerse con la sensación de orden que dan las etapas, para lavarse y tomar un trago, para hacer creer al patrón que no era un fantasma.

Subió a su cuarto y, tembloroso y cobarde por el frío, fue en mangas de camisa a lavarse a la pileta del corredor, sin necesidad de luz, tanteando para guiarse. No había nada en la noche aparte del ruido alegre del agua. Levantó la cabeza para secarse y sintió el aire mordiendo y enrarecido; estuvo buscando la luna pero no encontró más que la plata tímida del resplandor. Fue entonces que aceptó sin reparos la convicción de estar muerto. Estuvo con el vientre apoyado en la pileta, terminando de secarse los dedos y la nuca, curioso pero en paz, despreocupado de fechas, adivinando las cosas que haría para ocupar el tiempo hasta el final, hasta el día remoto en que su muerte dejara de ser un suceso privado.

Había terminado de vestirse, estaba harto de examinar el revólver, de quebrarle el lomo, de hacer rodar frente a un ojo el tambor vacío, de pasar revista a las balas sobre la mesa como a una patrulla. Estaba vestido y peinado, bien limpio en las partes que no cubría la ropa, perfumado, y sin barba, con un codo en la mesa y alzando un cigarrillo que chupaba sin absorber el humo. Estaba solo y aterido en el centro de la pieza ridículamente chica que la escasez de muebles hacía casi normal. Estaba desprovisto de pasado y sabiendo que los actos que construirían el inevitable futuro podían ser cumplidos, indistintamente, por él o por otro. Estaba feliz y esta felicidad era inservible, cuando el mucamo pidió permiso para entrar.

Larsen no se movió para mirarlo; conocía de memoria la frente estrecha, el pelo duro y negro, el aire quieto y alerta de la cara.

– Me pareció oír que llamaba. ¿Cómo le fue en todo este tiempo? Andaban diciendo que no volvía. Venía a preguntarle si come acá. Llegó la lancha con carne fresca.

El muchacho se movía golpeando con un trapo la mesita de noche, la repisa con el despertador; se acercó para quitar el polvo de los bordes de la mesa.

– Mirá -dijo Larsen-. No pienso comer nada de la basura que preparan aquí.

– Hace bien -repuso el muchacho con entusiasmo-. Pero la carne es fresca. Qué me puede importar que coma o no -se agachó para pasar el trapo por una pata de la mesa, se incorporó sonriente, sin mirar a Larsen.

– Mirá -repitió Larsen; de pronto dejó caer el cigarrillo al suelo y ladeó la cabeza para mirar con asombro al mucamo-. ¿Qué estás haciendo aquí? Quiero decir, qué esperás quedándote aquí en Puerto Astillero, en este sucio rincón del mundo.

El muchacho no le hizo caso, no pareció creer que le hablaran a él. Recostó la cadera en la mesa y fue alzando lentamente hasta su cara el trapo inmundo que usaba como limpiador, pañuelo y servilleta; tomándolo de los bordes con los índices y los pulgares lo hizo girar frente a su sonrisa de dientes blanquísimos.

– Puedo preguntarle lo mismo. Con más razón. ¿Qué espera aquí? Ya pasó mucho tiempo y no se cumple nada de lo que esperaba. Me parece a mí.

– Ah -dijo Larsen, y empezó a frotarse las manos.

El muchacho se apartó de la mesa y giró dos pasos de baile con el trapo en alto.

– Ahora no más me pega el grito esa vieja estúpida.

– Ah -insistió Larsen; alzaba, un poco torcida, una cara de meditación y estima. Necesitaba un pequeño hecho infame, como se necesita un tónico o un vaso de alcohol-. De modo que no querés entender. Traeme talco y lustrame los zapatos.

Siempre bailando, el muchacho fue hasta el ropero y sacó una lata ovalada con flores azules sobre un fresco fondo amarillo. De rodillas, espolvoreando los zapatos que Larsen le alargaba indolente, frotándolos después con el trapo, sólo mostraba el pelo brilloso, la estropeada chaqueta blanca que exhibía lanas por las roturas.

– Así que no querés entender, hijito -dijo Larsen con lentitud, sonoramente, para que las palabras duraran.

Esperó a que el otro guardara el talco y cerrara la puerta del ropero. Entonces se acercó, despacio, seguro de la espera del muchacho, y le tomó la cara por las mejillas con una mano. Lo sacudió suavemente y lo soltó. El muchacho no se movía; desviando los ojos, abría y plegaba el trapo a la altura de un hombro.