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No la he visto salir.

Creo que me quedé dormido…

Me despierta el chirrido de una verja. Aparto la manta y me acerco a la ventana. Dos adolescentes fisgonean en mi jardín; llevan rollos de papel bajo los brazos. Hay decenas de recortes de prensa con fotos sobre mi césped. Algunos curiosos se han reunido frente a mi casa. «Fuera de aquí», les grito. Como no consigo abrir la ventana, salgo fuera. Los dos adolescentes echan a correr. Los persigo hasta la calle, descalzo y encolerizado… «¡Asqueroso terrorista, canalla, árabe traidor!» Los insultos me detienen en seco. Demasiado tarde, me veo en medio de una jauría sobreexcitada. Dos barbudos con tirabuzones me escupen. Unos brazos me zarandean. «¿Así es como dais las gracias, árabe asqueroso, mordiendo la mano que os saca de la mierda?…» Unas sombras se cuelan detrás de mí para impedirme la retirada. Un salivazo me alcanza la cara. Una mano me agarra por el cuello del albornoz… «Mira el castillo donde vives, hijo de puta. ¿Qué más necesitáis para aprender a dar las gracias?…» Me sacuden desde todas partes. «Hay que desinfectarlo antes de mandarlo a la hoguera…» Una patada me fulmina el vientre y otra me endereza. Me parten la nariz y luego los labios. Mis brazos no bastan para protegerme. Una lluvia de golpes se abate sobre mí y el suelo se abre bajo mis pies…

Kim me encuentra tumbado en mi jardín. Mis agresores me han acosado hasta allí y han seguido golpeándome un buen rato después de caer. Por el fulgor de sus pupilas y la efervescencia de sus bocas, creí que iban a lincharme.

Ni un solo vecino ha salido en mi ayuda, ni un alma caritativa ha tenido la ocurrencia de llamar a la policía.

– Voy a llevarte al hospital -dice Kim.

– No, al hospital no. No quiero volver allí.

– Creo que tienes algo roto.

– No insistas, te lo ruego.

– De todos modos, no puedes quedarte aquí. Te matarán.

Kim consigue llevarme a mi dormitorio, me viste, echa alguna ropa en una bolsa y me mete en su coche.

Los barbudos con tirabuzones vuelven a surgir de no se sabe dónde, probablemente alertados por alguien que tuviesen vigilando.

– Déjalo que reviente -grita uno de ellos a Kim-. No es más que un sinvergüenza…

Kim arranca a toda velocidad.

Cruzamos el barrio como atravesaría un bólido enajenado un campo de minas.

Kim me lleva directamente a un ambulatorio, cerca de Yafo. La radiografía no revela fracturas, pero tengo un fuerte traumatismo en la muñeca derecha y en una rodilla. Una enfermera me desinfecta las desolladuras de los brazos, me cura el labio partido y limpia la nariz magullada. Cree que se trata de una bronca entre borrachos y sus gestos traicionan su conmiseración.

Abandono la sala saltando sobre una pierna, con un grotesco vendaje en la mano.

Kim me ofrece su hombro, pero prefiero apoyarme en la pared.

Me lleva a su casa, en Sederot Yerushalayim, un estudio grande que compró cuando vivía con Boris. Yo solía visitarlo para celebrar algún acontecimiento o pasar una velada agradable entre amigos, con Sihem. Ambas mujeres se llevaban bien, aunque la mía, más bien reservada, siempre estaba alerta. A Kim le traía sin cuidado. Le encanta organizar fiestas para sus amigos, especialmente desde que ha superado el abandono de Boris.

Cogemos el ascensor. Una abuelita sube con nosotros hasta el segundo. En el rellano del cuarto, un cachorro espera aburrido, atado por la correa a la puerta del fondo. Es el perrillo de la vecina, del que se librará cuando haya crecido para adoptar otro; es su costumbre.

Kim se ensaña con la cerradura, como siempre que está nerviosa. Al hacer una mueca de despecho, se le marcan aún más los hoyuelos de las mejillas. Las rabietas le sientan bien. Acaba dando con la llave correcta y se aparta para dejarme pasar.

– Como si estuvieras en tu casa -me dice.

Me quita la chaqueta y la cuelga en la entrada. Me señala con la barbilla el salón y dos asientos frente a frente, una silla de mimbre y un viejo sillón de cuero desgastado. Un cuadro surrealista cubre la mitad de la pared, algo parecido a un garabateo hecho por niños inestables y fascinados por el rojo sanguíneo y el negro carbón. Sobre el velador de hierro forjado comprado en un mercadillo al que le encanta ir los fines de semana, entre bibelots de terracota y un cenicero rebosante de colillas, un diario de gran tirada… abierto sobre la foto de mi mujer.

Kim se abalanza sobre él.

La retengo por la mano.

– No pasa nada.

Confusa, recoge de todos modos el diario y lo tira en el cubo de la basura.

Me acomodo en el sillón, cerca de la ventana vidriera que da a un balcón atestado de macetas. Desde él se tiene una amplia vista sobre la avenida colapsada por el tráfico. La puesta de sol anuncia una noche febril.

Cenamos en la cocina, ella picoteando y yo ni siquiera eso. Tengo la foto del periódico pegada a los párpados. Cien veces he querido preguntarle qué opina de esa historia delirante que los periodistas se están inventando, cien veces he querido cogerle la barbilla con ambas manos, mirarla directamente a los ojos y exigirle que me diga exactamente si cree, en el fondo de su alma, que Sihem Jaafari, mi esposa, la mujer con quien ella había compartido tantos momentos, era capaz de forrarse de explosivos y volarse en medio de una fiesta. No me he atrevido a abusar de su confianza… A la vez, rezo en mi fuero interno para que no me diga nada, ni que me coja la mano en señal de compasión. No superaría ese gesto… Estamos muy bien así, el silencio nos preserva de nosotros mismos.

Recoge la mesa en silencio y me propone un café. Le pido un cigarrillo. Frunce el ceño. Hace años que dejé de fumar.

– ¿Estás seguro de que es eso lo que quieres?

No le contesto.

Me tiende el paquete y luego un mechero. Las primeras caladas hacen chispear mi cerebro. Las siguientes me marean.

– ¿Puedes bajar la luz, por favor?

Apaga la del techo y enciende una lámpara de pie. La relativa penumbra del salón atenúa mi angustia. Dos horas después seguimos en la misma postura, frente a frente, con la mirada perdida en nuestros pensamientos.

– Hay que acostarse -decreta-. Mañana tengo mucho que hacer y me caigo de sueño.

Me instala en otra habitación.

– ¿Estás bien así, necesitas otra almohada?

– Buenas noches, Kim.

Se da una ducha antes de apagar la luz.

Más adelante se acerca a ver si estoy dormido. Yo disimulo.

Ha pasado una semana, durante la cual no he vuelto a poner los pies en mi casa. Kim me tiene alojado en la suya y se cuida mucho de no herir mi susceptibilidad… con más celo que un artificiero manipulando una bomba.

Mis heridas han cicatrizado y la inflamación de mis contusiones ha desaparecido. La rodilla ya no me obliga a cojear, aunque sigo con la muñeca vendada.

Cuando Kim está ausente, me encierro en una habitación y no me muevo de ella. ¿Adónde voy a ir? En la calle no se me ha perdido nada, hoy mucho menos que ayer. De poco sirve intentar reconciliarse con las cosas familiares cuando no hay ánimo para nada. Me siento protegido en la habitación con las cortinas corridas. Allí no corro peligro. No es que esté a gusto, pero al menos no se me importuna. Tengo que recuperarme, no puedo seguir en el pozo. Cuando no se sabe reaccionar y salir del atolladero, se acaba perdiendo el control y se convierte uno en espectador de su propia deriva, sin caer en la cuenta de que el abismo lo está sepultando… Kim me propone una noche ir a la playa, a visitar a su abuelo. Le contesto que no estoy en condiciones de reanudar lo que ya nunca será como antes. Necesito tener perspectiva, comprender lo que me está ocurriendo. Sin embargo, durante el día, me enclaustro en la habitación sin pensar en nada. Cuando no es así, me instalo cerca de la ventana del salón y miro sin ver los coches bullendo por la avenida. Sólo una vez se me ha ocurrido la idea de ponerme al volante de mi coche y conducir al azar hasta que reviente el radiador, pero no he tenido el valor de ir al hospital a recuperar mi coche.