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– ¿Sigues con el mismo Ford blanco?

– Sí.

– Voy a darles un toque.

Cuelgo y me quedo un rato mirando el auricular, intrigado por la llamada y el tono impenetrable de Naveed. Luego, me pongo las zapatillas y voy al cuarto de baño a lavarme la cara.

En el patio de urgencias, dos coches de policía y una ambulancia se devuelven los destellos de sus faros giratorios. Tras el tumulto del día, el hospital ha recuperado su aspecto sepulcral. Agentes uniformados hacen tiempo, unos chupeteando un pitillo y otros de brazos cruzados dentro de sus vehículos. Dejo mi coche en el aparcamiento y me dirijo hacia la recepción. La noche ha refrescado algo y llega hasta aquí una subrepticia brisa marina cargada de hedores dulzones. Reconozco la silueta desgarbada de Naveed Ronnen de pie en la escalera. Tiene el hombro claramente inclinado sobre la pierna derecha, cuatro centímetros más corta desde hace diez años debido a un percance profesional. Fui yo quien se opuso a la amputación. Por entonces, acababa de ganarme sin dificultad mis galones de cirujano tras una serie de operaciones exitosas. Naveed Ronnen fue uno de mis pacientes más afectuosos. Tenía una moral de acero y un sentido del humor sin duda algo discutible pero perseverante. Fue quien me contó los chistes de polis más subidos de tono que conozco. Más adelante, operé a su madre, y eso nos unió aún más. Desde entonces me confía a todos los colegas y parientes que deben pasar por el quirófano.

Tras él está el doctor Ilan Ros, apoyado en el marco de la puerta de entrada. La luz del vestíbulo acentúa su grotesco perfil. Con las manos en los bolsillos de su bata y la tripa que le llega a las rodillas, mira fijamente el suelo con aire ausente.

Naveed baja un escalón para venir a mi encuentro. También lleva las manos en los bolsillos. Su mirada evita la mía. Su actitud no presagia nada bueno.

– Bueno -digo de entrada para ahuyentar el presentimiento que me acaba de embargar-, subo ahora mismo a cambiarme.

– No es necesario -me dice Naveed con voz desentonada.

A menudo me he topado con su semblante descompuesto cuando me ha traído a alguno de sus colegas en camilla, pero el que trae ahora supera todos los anteriores.

Un escalofrío me rasga la espalda antes de reptar furtivamente hasta mi pecho.

– ¿El paciente ha fallecido? -pregunto.

Naveed pone finalmente sus ojos en mí. Pocas veces los he visto tan tristes.

– No hay paciente, Amín.

– Entonces, ¿por qué me has sacado de la cama a estas horas si no hay nadie a quien operar?

Naveed no sabe cómo empezar. Su turbación incrementa la del doctor Ros, que empieza a agitarse con fastidio. Los miro de hito en hito, cada vez más irritado por sus misteriosos modales y su creciente malestar.

– ¿Alguien me va a explicar de una vez lo que está pasando?

El doctor Ros se despega bruscamente de la pared y alcanza la recepción, donde dos enfermeras que están claramente al acecho fingen consultar la pantalla de su ordenador.

Naveed saca fuerzas de flaqueza y me pregunta:

– ¿Sihem está en casa?

Noto cómo me flaquean las pantorrillas, pero me repongo al instante.

– ¿Por qué?

– ¿Está en casa, Amín?

El tono pretende ser insistente, pero la mirada se le enturbia.

Una gélida garra me retuerce las tripas. Mi nuez, atascada en el gaznate, me impide tragar.

– Aún no ha regresado de casa de su abuela -digo-. Se fue hace tres días a Kafr Kanna, cerca de Nazaret, para visitar a su familia… ¿Adónde quieres ir a parar? ¿Qué me estás contando?

Naveed se adelanta un paso. El olor de su transpiración me repele y exaspera la turbación que me está invadiendo. Mi amigo no sabe si debe agarrarme por los hombros o bien guardarse las manos.

– Por Dios, ¿qué está ocurriendo? ¿Me estás preparando para lo peor o qué? ¿El autocar que la traía ha tenido algún problema en la carretera? ¿Ha volcado, verdad? Eso es lo que me estás diciendo.

– No se trata de un autocar, Amín.

– ¿Entonces qué?

– Estamos cargando con un cadáver y debemos ponerle un nombre -dice un hombre rechoncho con pinta de bruto que surge detrás de mí.

Me vuelvo vivazmente hacia Naveed.

– Creo que se trata de tu mujer, Amín -me confiesa-, pero te necesitamos para estar seguros.

Siento que me desintegro…

Alguien me agarra por el codo para impedir que me derrumbe. Durante una fracción de segundo, mis puntos de referencia se volatilizan. Ya no sé dónde estoy, ni siquiera reconozco las paredes donde se ha desarrollado mi carrera de cirujano… La mano que me agarra me ayuda a caminar por un pasillo evanescente. La blancura de la luz me machaca el cerebro. Tengo la impresión de estar caminando sobre una nube, que mis pies se hunden en el suelo. Llego al depósito de cadáveres como un ajusticiado al cadalso. Un médico hace guardia ante un altar… El altar está cubierto con una sábana manchada de sangre… Bajo la sábana manchada de sangre se adivinan unos restos humanos…

Siento un repentino miedo de las miradas que convergen hacia mí.

Mis oraciones resuenan a través de mi ser como un rumor subterráneo.

El médico espera que recupere algo de lucidez para tender la mano hacia la sábana y acecha una señal del bruto que antes me abordó para retirarla.

El oficial hace un gesto con la barbilla.

– ¡Dios mío! -exclamo.

He visto cuerpos mutilados en mi vida, los he remendado por decenas; algunos estaban tan destrozados que resultaba imposible identificarlos, pero los miembros despedazados que tengo aquí mismo sobre esta mesa sobrepasan todo lo concebible. Es el horror en su absoluta fealdad… La cabeza de Sihem, extrañamente ilesa de los destrozos que han devastado el resto de su cuerpo, sobresale del lote, con los ojos cerrados y la boca entreabierta, los rasgos apacibles, como liberados de su angustia… Es como si estuviese durmiendo tranquilamente y a punto de abrir los ojos para sonreírme.

Ahora sí que mis piernas flaquean, y ni la mano desconocida ni la de Naveed consiguen sujetarme.

III

He perdido a pacientes mientras los operaba. Nunca se sale indemne de ese tipo de experiencia. Pero mi sufrimiento no acababa ahí; tenía además que dar la terrible noticia a los familiares del difunto, que contenían el aliento en la sala de espera. Recordaré durante el resto de mi vida su angustiada mirada al verme salir del quirófano. Era una mirada a la vez intensa y lejana, cargada de esperanza y de miedo, siempre la misma, inmensa y profunda como el silencio que la envolvía. En ese preciso instante, perdía la confianza en mí mismo. Tenía miedo de mis palabras, del impacto que iban a producir. Me preguntaba cómo los familiares iban a acusar el golpe, en qué iban a pensar en primer lugar cuando se enteraran de que el milagro no se había producido.

Hoy me toca a mí acusar el golpe. He creído que el cielo se me venía encima cuando han retirado la sábana que cubre lo que queda de Sihem. Sin embargo, paradójicamente, no he pensado en nada.

Derrumbado en un sillón, sigo sin pensar en nada. Tengo la cabeza envasada al vacío. Ignoro si estoy en mi despacho o en el de alguien. Veo diplomas colgados de la pared, unas persianas bajadas, sombras que van y vienen por el pasillo, pero es como si todo se moviera en un mundo paralelo del que he sido expulsado sin preaviso ni la menor consideración.

Me siento abatido, alucinado y desfondado.

No soy sino una enorme pena acurrucada bajo una chapa de plomo, que ignora si es consciente de la desgracia que le ha tocado o si ésta ya lo ha aniquilado.

Una enfermera me ha traído un vaso de agua y se ha retirado de puntillas. Naveed no se ha quedado mucho tiempo conmigo. Sus hombres vinieron a buscarle y se fue con ellos en silencio, con la barbilla hundida en el cuello. Ilan Ros ha vuelto a su guardia. No ha intentado una sola vez acercarse a consolarme. He tardado un buen rato en darme cuenta de que estoy solo en el despacho. Ezra Benhaím llegó diez minutos después de que yo saliese del depósito de cadáveres. Estaba notablemente desmejorado y se tambaleaba de agotamiento. Me abrazó y apretó con mucha fuerza. El cuajarón que tenía en la garganta le impedía dar con las palabras. Luego vino Ros y se lo llevó aparte. Los vi discutir en el pasillo. Ros le susurraba al oído y a Ezra le costaba cada vez más asentir con la cabeza. Debió pegarse de espaldas a la pared para no caer, y lo perdí de vista.