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– ¿Estás cansada, Antoinette? ¿Ya? A tu edad yo tocaba seis horas al día… Espera un poco, no corras tanto, qué prisa tienes… ¿A qué hora debo ir el día quince?

– Está escrito en la tarjeta. A las diez.

– Muy bien. Pero a ti te veré antes.

– Sí, señorita…

Fuera, la calle estaba vacía. Antoinette se pegó a la pared y esperó. Al cabo de un momento reconoció los pasos de miss Betty, que se acercaba presurosa del brazo de un hombre. Antoinette se lanzó hacia ellos y tropezó con las piernas de la pareja. Miss Betty soltó un gritito.

– Oh, miss, hace un cuarto de hora que la estoy esperando…

El rostro de la miss apareció tan desencajado ante los ojos de Antoinette que ésta vaciló en reconocerlo. Pero no vio la pequeña boca lastimosa, abierta, herida como una flor forzada; miraba ávidamente al hombre.

Era un hombre muy joven. Un estudiante. Un colegial quizá, con el labio inflamado por los primeros cortes de navaja y unos bonitos ojos descarados. Estaba fumando. Mientras la miss balbuceaba unas excusas, él dijo tranquilamente en voz alta:

– Preséntame, prima.

– Mi primo, Ann-toinette -resopló miss Betty.

Antoinette le tendió la mano. El muchacho rió un poco, calló; luego pareció reflexionar y finalmente propuso:

– Os acompaño, ¿no?

Los tres bajaron en silencio por la pequeña calle oscura y vacía. El viento soplaba sobre la figura de Antoinette con un aire frío, húmedo de lluvia, como empañado de lágrimas. Aminoró el paso, miró a los enamorados que caminaban delante de ella sin decir nada, apretados el uno contra el otro. Qué presurosos iban… Antoinette se detuvo. Ellos no volvieron siquiera la cabeza. «Si me atropellara un coche, ¿lo oirían al menos?», pensó con repentina amargura. Un hombre que pasaba se topó con ella. Antoinette dio un respingo asustada, pero no era más que el farolero; observó cómo iba tocando una a una las farolas con su larga pértiga y éstas se encendían súbitamente en medio de la noche. Todas aquellas luces que parpadeaban y vacilaban como velas al viento… De pronto tuvo miedo y echó a correr a toda prisa.

Alcanzó a los enamorados delante del puente de Alejandro III. Se hablaban muy deprisa, muy quedo, juntas las caras. Al divisar a Antoinette, el muchacho hizo un gesto de impaciencia. Miss Betty se turbó brevemente; después, impulsada por una repentina inspiración, abrió su bolso y sacó el paquete de sobres.

– Tenga, querida, aquí están las invitaciones de su madre, que aún no he echado al correo… Vaya corriendo a ese pequeño estanco, allí, en aquella calle a la izquierda. ¿Ve la luz? Échelas en el buzón. Nosotros la esperamos aquí.

Depositó el paquete en manos de Antoinette y a continuación se alejó precipitadamente. En medio del puente, Antoinette la vio detenerse una vez más, esperar al muchacho con la cabeza gacha. Se apoyaron en el parapeto.

Antoinette no se había movido. A causa de la oscuridad sólo veía dos sombras borrosas, y alrededor el Sena negro y lleno de reflejos. Incluso cuando se besaron, adivinó más que vio la flexión, una especie de blanda caída de un rostro contra el otro, pero se retorció las manos como una mujer celosa. Con el movimiento que hizo, un sobre escapó y cayó al suelo. Tuvo miedo y se apresuró a recogerlo, y en el mismo instante se avergonzó de ese miedo. ¿Qué, siempre temblando como una niña? No era digna de ser una mujer. ¿Y esos dos que seguían besándose? No habían separado los labios… La embargó una especie de vértigo, una necesidad salvaje de desafío y de hacer daño. Con los dientes apretados, agarró los sobres y los estrujó, los rompió y los lanzó todos juntos al Sena. Con el corazón ensanchado, los contempló flotar contra el arco del puente. Luego, el viento acabó por llevárselos río abajo.

5

Antoinette volvía de pasear con la miss; eran cerca de las seis. Como nadie respondió al timbre, miss Betty llamó con los nudillos. Al otro lado de la puerta se oía ruido de muebles arrastrados.

– Deben de estar preparando el guardarropa -dijo la inglesa-. El baile es esta noche; a mí se me olvida siempre, ¿y a usted, querida?

Sonrió a Antoinette con un aire de complicidad tímido y afectuoso, pese a que no había vuelto a verse con su joven amante en presencia de la niña; pero desde aquel encuentro Antoinette se mostraba tan taciturna que inquietaba a la miss con su silencio y sus miradas.

El criado abrió la puerta.

Inmediatamente la señora Kampf, que supervisaba al electricista en el comedor, se abalanzó sobre ellas:

– No podíais entrar por la escalera de servicio, ¿verdad? -les recriminó con tono airado-. Ya veis que se están poniendo los guardarropas en la antecámara. Ahora está todo por hacer, no vamos a acabar jamás -añadió mientras cogía una mesa para ayudar al portero y a Georges en el arreglo de la estancia.

En el comedor y la larga galería contigua, seis camareros de chaqueta blanca disponían las mesas para la cena. En medio estaba el aparador preparado y adornado con flores vistosas. Antoinette quiso entrar en su habitación, pero su madre volvió a la carga:

– Por ahí no, no entres ahí… En tu habitación está el bar, y la suya también está ocupada, miss; dormirá en el cuarto de la ropa blanca esta noche, y tú, Antoinette, en el trastero del fondo. Allí podrás dormir sin siquiera oír la música… ¿Qué hace usted? -dijo al electricista, que trabajaba sin prisas y canturreando-. Ya se ve que la bombilla no funciona.

– Eh, se necesita tiempo, señora mía…

Rosine se encogió de hombros con irritación:

– Tiempo, tiempo; ya hace una hora que está con eso -refunfuñó a media voz, mientras se estrujaba las manos con un gesto tan idéntico al de Antoinette encolerizada que la muchacha, inmóvil en el umbral, se sobresaltó como cuando te encuentras repentinamente ante un espejo.

La señora Kampf llevaba una bata y los pies desnudos embutidos en babuchas; sus despeinados cabellos se retorcían como serpientes en torno a su rostro encendido. Vio al florista que, con los brazos llenos de rosas, se esforzaba en pasar por delante de Antoinette, que a su vez se pegaba a la pared.

– Perdón, señorita.

– Vamos, muévete, vamos -la urgió la madre con tal aspereza que, al retroceder, Antoinette chocó contra el brazo del hombre y deshojó una rosa-. ¡Mira que eres insoportable! -exclamó la anfitriona, haciendo tintinear la cristalería que había en la mesa-. ¿Qué haces aquí, tropezando con la gente y estorbando a todo el mundo? Vete, ve a tu habitación, no, a tu habitación no, al cuarto de la ropa blanca, donde quieras; ¡pero que no se te vea ni se te oiga!

Tras marcharse Antoinette, la señora Kampf cruzó deprisa el comedor y la antecocina atestada de cubos para enfriar el champán llenos de hielo, y llegó al despacho de su marido. Éste hablaba por teléfono. Ella esperó a duras penas a que colgara y rápidamente exclamó:

– Pero ¿qué haces, no te has afeitado?

– ¿A las seis? ¡Estás loca!

– Para empezar, son las seis y media, y después puede que se requiera hacer alguna compra en el último minuto; más vale ser prevenido.

– Estás loca -repitió él con impaciencia-. Tenemos a los criados para hacer las compras.

– Me encanta cuando empiezas a dártelas de aristócrata y de señor -repuso ella encogiéndose de hombros-: «Tenemos a los criados…»; guárdate esos aires para los invitados.

– No empieces a ponerte nerviosa, ¡eh! -rezongó él.