Ahora estoy en una posición que me permite otra vez ayudar a los demás, aunque de una forma completamente diferente a la anterior, pues ya no estoy interesado en la parte interior del hombre, sino, únicamente, en el hombre externo. Dedico dos días a la semana, como voluntario sin sueldo, a un hospital de pobres, haciendo el trabajo de ordenanza y de enfermero. No me duele no haber adoptado nunca una profesión, sin embargo me reprocho haber seguido un comportamiento tan egoísta durante mi juventud. Mi trabajo en el hospital me permite sentir que estoy haciendo algo como compensación a mi vieja ociosidad. Por supuesto, si lo comparamos con el tipo de trabajo desarrollado normalmente por enfermeras profesionales, el cometido de un enfermero es menos sentimental, más burocrático y, en algunas ocasiones, equiparable al de un conserje o portero. Es un buen trabajo, que requiere una equilibrada mezcla de imaginación, cuando se conversa con los enfermos, y una rutina completamente monótona, cuando se debe atender sus cuerpos. Afortunadamente, ha habido pocas quejas de mi conducta, pues los pacientes, por ser pobres, disfrutan realmente su enfermedad, estirados en cálidas camas, cuidados, limpios y alimentados.
Una vez hasta tuve el placer de encontrarme, fuera del hospital, a uno de los enfermos, que yo había atendido durante un ataque pulmonar, mientras se divertía alegremente, por sus propios medios, en una de las piscinas públicas de la ciudad. Tenía aspecto poco común; era un tullido. Imaginen un bañista cuyas piernas son más delgadas que sus brazos, y cuyo cuello, del que cuelga una delicada cadena de plata con una cruz, es más grueso que su cabeza. Inserta en esta enorme cabeza, había una cara de luchador, el pelo muy corto y tupido, frente angosta y carnosa, nariz aplastada, labios gruesos y amplias mandíbulas. Del cuello salían grandes alas en forma de hombros; dos conchas convexas marcaban sus pechos y gruesos árboles ocupaban el lugar de los brazos. Su piel era fina, discretamente velluda y muy tostada. Llevaba un breve y ajustado bañador sobre sus pequeñas caderas, que revelaba el diminuto bulto entre sus muslos, que tendría que ser mucho mayor. Sus piernas parecían finas cuerdas donde apenas se advertían rodillas y tobillos. Podía doblar su pierna izquierda, pero la derecha permanecía completamente inmóvil, doblada suavemente hacia adentro, a la altura de la rodilla, y hacia afuera en la proximidad del pie. Sus pies no eran mayores que sus manos, que no eran tampoco excesivamente grandes, y carecía de movimiento en ambos tobillos.
Yo estaba sentado en una silla, junto a la piscina, cuando entró, impulsándose con ayuda de un par de bastones de madera sin pintar, rematados por un trozo de goma negra. Me reconoció, nos saludamos y él se inclinó hacia delante para sentarse en una esquina de la piscina. Su expresión era apacible, agradable, y sonreía -pero no era la penosa y desagradable sonrisa del cojo que ha ganado su popularidad por ser mucho más amable que el resto de la gente-. Había venido acompañado de otros cuatro hombres jóvenes, de buena figura, también con sus bañadores, que comenzaron a hacer ejercicio, luchando entre sí, sumergiéndose en el agua, tomándose fotografías y escuchando la radio, que sintonizaron en un programa de la emisora de la Armada Americana.
Entró en el agua con un movimiento rápido y preciso desde su posición anterior, balanceándose firmemente un momento, propulsándose después con las manos, para sumergirse en la piscina, con los brazos y la cabeza hacia abajo, las piernas elevadas en el aire. Una vez en el agua, nadó veloz y mecánicamente de un lado a otro de la piscina, doce veces consecutivas. Después, sin descansar, volvió al borde, y salió de la piscina mediante sus poderosos brazos, tomando sus muletas para volver al lugar en que sus compañeros estaban echados. Después de haber nadado se recostó, con los brazos alrededor de su doblada pierna izquierda, mirando sus pies y siguiendo con los dedos el compás de la música que sonaba en la radio. Observé que el dedo meñique de sus dos pies era mayor y más grueso que el del medio.
Me fascinaba contemplar a mi ex-enfermo, que me causaba admiración por su buena voluntad y coraje físico. Fue entonces cuando me di cuenta de un importante principio vital, que puede denominarse principio de distribución de las desventajas. Lo explico de la siguiente manera: Si eres cojo, precisas dos amigos indispensables. Necesitas alguien que te haga compañía y sea más cojo que tú (para compadecerlo y apenarte) y otro que sea menos cojo que tú (para emularlo y envidiarlo). El cojo realmente desafortunado es el que no tiene un amigo de cada tipo, acompañándolo, protegiéndolo en todas partes frente al misterio de la salud.
Hay reflexiones que no creo hubiera sido capaz de hacer cuando era más joven, más egoísta y más impaciente con los demás. Pero todo esto ha cambiado, ahora. Ya no es posible sustituir la vocación de servicio. Descubrí con alivio que la bondad descarta mi obcecación por lo «interesante». Desde que no sueño, es muy poco lo que encuentro interesante de mí mismo. Sólo me interesan los demás, y esto me permite el placer de ayudarlos.
Desde que emprendí una vida más activa, comprendí que, durante seis años, mis amigos creyeron que estaba confinado en un sanatorio de recuperación mental. Circulaba la historia de que mi hermano había atestiguado ante un tribunal, para que me encerraran, y realizó una copia de los planos que yo había hecho para Frau Anders, utilizándola como mapa donde situar mis aberraciones.
Oí por primera vez esta historia en labios de un viejo compañero de colegio, actualmente próspero empresario de una cadena hotelera, a quien fui a ver para felicitarlo por el próximo matrimonio de su único hijo. Me recibió cordialmente, pero con tal aire de solicitud, que no pude dejar de interrogarlo. Un poco turbado y dudando, se refirió a este tema que creía tan delicado; me dijo que había sabido que yo estaba enfermo. Quedé aturdido y, al no comprenderlo, protesté. «Por el contrario, nunca me he sentido mejor. ¿No sabías que tengo una constitución especialmente fuerte?» Entonces entendí el exacto significado del término, pero afortunadamente no pudimos proseguir con nuestra animada discusión sobre el asunto, porque su hijo entró con su prometida, y el resto de mi visita transcurrió ayudando a la familia en los preparativos de la boda.
El hecho de que hiciera un espléndido regalo de bodas a la pareja, una valiosa pieza que había heredado de mi familia y conservaba en mi poder, un precioso retrato del Emperador de los Franceses bellamente ejecutado por un pintor de la época, puede indicar que no guardaba rencor al padre, por su información desagradable. Pero cuando a través de alusiones temerosas y tácitas felicitaciones por mi restablecimiento, comprendí que el resto de mis amigos creían lo mismo, no me pareció importante confirmar o desmentir aquella historia, aunque sería deshonesto negar que sí me preocupaba. Por una parte, estaba el hecho de que mi memoria, casi siempre excelente, me aportaba imágenes en otro sentido: yo no había estado en ningún sanatorio, sino en la casa que heredé de mi padre, persiguiendo mi soledad y las resoluciones de mis sueños. Por otra, como ya he dicho, la memoria me fallaba en un punto importante. Más adelante, incluyo algunas notas y diarios que contradicen enteramente a mi memoria. Quizá sea mejor presentar algunos extractos, y dejar al lector que decida por sí mismo.
Un cuaderno contiene aquellos datos que tomé como base para este relato, que empecé hace unos años y dejé inacabado. Por lo tanto, considero que lo empecé prematuramente; ¿de qué otro modo, si no, se explicaría que la mayor parte del borrador estuviera en tercera, en lugar de estar en primera persona? Ciertas transformaciones en el curso de mi vida -que no adelantaré hasta el momento en que el lector pueda reconocerlas por sí mismo- me hacen ver la documentación completa no sin cierta suspicacia. Por un tiempo, llegué hasta a dudar que lo hubiera escrito yo. Pero todo está escrito de mi puño y letra, aunque algunos borrones y garabatos marginales indican que lo escribí en un estado de gran tensión.