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– ¿Cómo, si está en un convento…? ¿Por qué habla de una manera tan cobarde? No tenga miedo de hablar. -Sacó su pañuelo-. ¡Islam! -Respiró pesadamente, hasta el fondo de sus pulmones, y se sentó en el suelo-. Es increíble. Horroroso. No me extraña que no se atreviera a decírmelo. ¿Le ha dicho usted esto a alguien?

– No.

– ¡Paganismo! ¡Dios mío! ¿Por qué no se conforma con el ateísmo? ¡Para cualquier otra persona es suficiente! ¡Hubiera podido seguir siendo judía perfectamente!

Mi descontento crecía ante su indignación. ¡Qué hombre tan aburrido! Sin embargo, me sentí inclinado a facilitarle el conocimiento de la verdad, si Frau Anders lo quería así.

– ¿Quiere que le dé su dirección? -dije poco después-. Tengo la dirección del último lugar donde la vi.

– No sé si ahora quiero saber… Sí, démela, tal vez le escriba. Parece poco importante, ya -continuó murmurando-. ¡Si supiera lo mucho que la he admirado!

A pesar de toda su pomposidad, parecía terriblemente afectado cuando se levantó y se puso el sombrero. Alcancé mi maleta, tomé la dirección del mercader y se la copié.

– Sólo una palabra -dije, mientras aguardaba en la puerta-. ¿Ha sido usted feliz sin ella? Puede hablar sinceramente conmigo.

– ¡Insolente! Ya sé lo que ha sido usted para ella -me miró desafiante y empezó a reír violentamente hasta que las lágrimas brotaron de sus ojos-. Nunca he sido feliz. ¡Nunca! ¡Nunca! ¡Nunca!

Después supe, por Lucrecia, que Herr Anders escribió a su esposa, a la dirección que le di, pidiendo la anulación de su matrimonio, y que ella le contestó concediéndosela. También supe, poco después, que él se había casado. A menudo me he puesto a pensar si ahora sería feliz, pues no creo que exista quien no pueda ser feliz de alguna manera. ¿Era feliz, Frau Anders? Me inclinaba a pensar que sí. Por lo menos estaba viva, sana y deseando estar donde estaba. Debo confesar que sin saber nada más de su suerte, la envidiaba. Había logrado su libertad, que coincidió con la satisfacción de su fantasía, mientras yo permanecía encadenado a la interpretación de la mía. Mientras Frau Anders estaba lejos, en el desierto, divirtiéndose con su amigo moro, yo estaba en mi habitación, con una oreja sobre la almohada, atento a mis sueños.

Frau Anders quería ser liberada, de modo que yo la había arrancado de su vieja vida, confinándola en la nueva. Yo también quería liberarme confinándome. Por eso disfrutaba con mi trabajo en el cine. Actuar en las películas me daba la sensación de estar absolutamente utilizado, desplegado, sabía que éste era el modelo de mi salvación. Pero mis necesidades eran tales que un cambio externo de vida -la elección de una mujer dominadora, o una vocación absorbente- no bastaba. La esclavitud debía ser interna. ¿Eran mis sueños, entonces, la autoridad que buscaba? Había tratado de obedecerlos, pero sus dictados eran muy contradictorios.

A mi alrededor veía a mis amigos expresando preferencias, eligiendo posibilidades. Hasta Herr Anders vio el final del juego y se protegió a sí mismo. Yo no estaba por encima de la elección de felicidad, por la que podía hasta sacrificar algunas de las peticiones de mis sueños.

Esta es la única manera de explicar una relación que inicié aquel año, con una inteligente joven llamada Mónica. Algunos amigos nos habían presentado con la esperanza de que llegaríamos a comprendernos, porque (aparte del trabajo en el cine, que mis amigos creían con razón que ejecutaba con espíritu amateur) tenía aún la injustificada reputación de ser un hombre de ideas, en pocas palabras, un escritor que, por las razones que fuera, no escribía. Y Mónica era una persona apreciativa y literaria. Creo que nuestros amigos pensaron también que Mónica ejercería una buena influencia sobre mí, pues tenía un carácter seguro y un sentido de la vida generoso y nada complicado. Provenía de una familia pobre y decente, con muchos hijos; su padre era funcionario del ministerio de finanzas, y su madre, maestra; había crecido en la capital y no conocía más vida que la de los largos bulevares, abarrotados apartamentos con olores de cocina, butacas de gallinero en el teatro, oficinas regidas por hombres malhumorados en mangas de camisa, sentados frente a sus máquinas de escribir, y empleados de gruesas medias que andaban de arriba para abajo, revolviendo archivos. Por profesión, tenía la de funcionaría de buenas causas. Había estado empleada durante varios años en un semanario de izquierdas de corto tiraje. Ahora trabajaba en una organización dedicada a la emancipación de los pueblos coloniales, para la que escribía artículos, organizaba la correspondencia y pronunciaba discursos. Pronto observé que las opiniones políticas radicales de Mónica no habían minado su fe en las instituciones oficiales. El matrimonio, el servicio social, las cortes, la prensa, las escuelas, el ejército, no la desilusionaban seriamente, nunca se le ocurrió que su pasión por la justicia no podría transmitirse mediante las líneas de comunicación establecidas y a través de las instituciones oficiales, que no consideraba malas, sino mal orientadas. Como recordará el lector, era una década en que el descontento político, entre los europeos, asumía frecuentemente formas de compromiso mucho más radicales que las que pretendían realmente; sin embargo, hay que señalar que Mónica, a pesar de su temperamento moralizante, no se afilió a ningún partido político donde, por lo menos durante un tiempo, hubiese sido mucho más feliz, es decir, mucho más racionalmente utilizada. Al principio me pareció encantadora la intransigencia de Mónica, pero pronto empecé a sospechar que su actitud respondía más a confusión que a integridad. Los mismos rasgos aparecían en sus hábitos personales, que eran una mezcla de conciencia burguesa y mal gusto proletario. Sus pasiones privadas eran los niños, la haute cuisine y las celebridades; y, aunque se resistía por todos los medios a la maternidad, sólo preparaba carne supercocida y unos pedazos de queso, cuando comía en su apartamento, y ninguna celebridad quería casarse con ella, estas aficiones permanecían inalterables.

No quiero parecer paternalista cuando hablo de Mónica, pues no lo era ni tenía derecho a serlo. La extraordinaria capacidad de conservar sus pasiones y convicciones intactas, a pesar de su situación objetiva en el mundo, ¿no era curiosamente parecida a la mía?

Durante esa época, me sentía bastante solo y lleno de concesiones a mí mismo. A pesar de la aparente seguridad acerca de mis juicios y gustos y la confianza en el tortuoso modo de vida que había elegido, sucumbía ante momentos de duda, y en otros llegaba hasta a compadecerme a mí mismo, por la condición de exilado de las tareas ordinarias de la comunidad. Así me encontraba, después de una década de vida adulta, habiéndome educado a mí mismo y sostenido conversaciones con mucha gente interesante; habiendo tenido una amante y aprendido cómo hacerla feliz, aun al precio de perderla para mí; habiendo emprendido una carrera. Sin embargo, sabía que realmente no me había entregado a ninguna de estas actividades, que sólo una, que no podía compartir con nadie -mi dudosa búsqueda de la sabiduría a través de los sueños- realmente me importaba. Experimentaba los dilemas y los conflictos del autodidacta. (Esto, por lo menos, compartía con el artista -en el sentido opuesto al de profesor, de político, de general, de burócrata, de esposa.) Nadie me obligó a dedicarme a los sueños y debía cargar con mis propias dudas sobre el valor de mi vocación, además de la desaprobación de mis parientes y amigos, que me juzgaban como un libertino excéntrico. ¿Estaba cualificado para ello?, me preguntaba a menudo. ¿Estaba perdiendo mi tiempo? ¿No le proporcionaba placer a nadie, ni siquiera a mí?